La oreja del gato, con sus ondulaciones carnosas, es el interior de una ostra que se abre en tirabuzones al mundo. La luz de la tarde entra en la oreja y en los huesos de la escalera de ingreso de la casa abandonada, donde el gato retoza todas las tardes.
Si le preguntan de qué color es el gato a la mujer del edificio café́, la del cuarto piso, la que barre el balcón en bata, tal vez diga que es crema, como los pancakes que prepara para sus dos nietas, que no tienen gargantas sino bocinas acústicas portátiles que ponen nerviosos a los perros y a las palomas del barrio. Para el conductor del camión del gas será amarillo, como la luz de los semáforos, como la pintura de los taxis que anidan en las oficinas de la cooperativa barrial. Pero muchos otros ni siquiera ven al gato ni a las palomas ni al conductor del camión del gas ni a la señora en bata del edificio café. Muchos ni siquiera ven las nubes.
Yo los veo porque los busco. Antes del accidente también vivía en este mismo edificio, en este mismo departamento, dormía junto a esta misma ventana, pero era distinta. Mis ojos estaban volteados hacia otro lado.
Con el accidente mucho cambió. Por ejemplo, la forma en que las sustancias entran y salen de mi cuerpo. Una bolsa de colostomía se adhiere a mi costado y me vacía de mierda. Orino por una manguera que se une a mi vejiga y me alimento con batidos farmacéuticos. Comer ya no es un asunto de hambre ni de apetito ni de gusto. Es una transacción; una lista de acciones y movimientos mecánicos, insípidos, desapasionados.
Lo mismo pasa con el sexo —con la masturbación, para ser específica—, así como mi lengua reconoce el dulzor de la vainilla sintética de mis batidos, así como mi estómago se llena y mi cerebro interpreta ese hecho como saciedad, mis terminaciones nerviosas —tentáculos de un pulpo hambriento, de una Medusa iracunda, un abanico de arterias pulsantes— son capaces de procesar vibraciones y fricciones y convertirlas en placer. Son capaces de darle a mi cerebro la señal para empaparme, y con esa liquidez juegan mis dedos y mis nudillos y la superficie cilíndrica del vibrador que compré online. Pero la ausencia de deseo, de hambre, es una oquedad que tengo abierta desde la garganta hasta el pubis.
Hasta antes del accidente, ser yo era esencialmente ser deseo. Era ser cavidad que buscaba llenarse, pero que trituraba todo lo que la llenaba, era ser hambre permanente. Era deglutir y fagocitar y crear más huecos dentro de sus huecos. Con el accidente se acabó el deseo. Ni los trámites para obtener placer —ni el mismo placer— lo reemplazan.
A través de la ventana absorbo lo que antes no notaba y que atiza las pocas cosas encendidas que aún llevo dentro; como la luz que se zambulle en la oreja del gato y que cambia de colores con la hora del día. O como la lluvia que cae sobre el techo de la casa, fragante y distendida. O como la pareja que después de las 18:30 pasa junto a la casa abandonada. Ella, con el uniforme azul de algún banco y él con un traje de corbata inexacta. Cuando los veo me catapulto dentro de la piel de la mujer y siento los dedos de él rozando los suyos en un entrelazamiento que no aprieta, que envuelve, que en el espacio entre ambas manos sostiene algo que solo existirá mientras dure ese instante, y que por esa delgadísima tajada del día también es mío. Algo que jamás encontraré en la anchura lisa del vibrador o en la piel rugosa de mis nudillos. Mi piel perforada por mangueras se sublima cuando recojo la caminata de la pareja de entre la banalidad y la estridencia del día, cuando me sumerjo en la piel de esa mujer extraña y yo misma vuelvo a ser mujer, a estar encarnada en el mundo del cual el accidente me arrancó.
Con mi encarnación, ellos son luminosos, aunque el día esté en remisión y nada valga la pena.
Fue un accidente, lo recalco. Al principio dije algo distinto, no sé por qué. Cuando la inconsciencia menguaba y las luces de la habitación del hospital parecieron estallar, pensé que había querido matarme, pero que no lo recordaba por los golpes, por el shock.
De que me había querido matar estaban convencidas las enfermeras que me lavaban y que me cambiaban las mangueras y los catéteres. Eso también pensaban los doctores que proponían más cirugías y reconexiones, más antidepresivos y ansiolíticos, pero que no eran capaces de darme algo eficaz para el dolor. Ese dolor llegó a ser tan parte de mí como mi sangre, como las estrías en mis caderas y la proclividad a la adicción. Me delimita y me configura. Se derrama por cada centímetro de cuerpo al que mi sistema nervioso tiene acceso, lo usa como su propio aparato de irrigación y aspersión. Ese dolor es mi segundo esqueleto, un parásito de estática —de electricidad negra— que germinó con el accidente, y que ahora es la piel debajo de la piel, la carne debajo de la carne, el hueso debajo del hueso.
La vida del dolor —que disimulo para evitar la incomodidad de los demás— es mi verdadera vida, aunque solo se me revele, en esa forma, bajo la luz tibia que emana de la soledad.
Que me había querido matar también lo pensó él, que me dijo que era una maldita loca antes de que me subiera al auto esa noche; antes de que encendiera el reproductor de música y pusiera a todo volumen una canción que ya no recuerdo. Pero fue un accidente, como decía. Me quedé dormida al volante, me desperté en el momento en que las vallas de seguridad de la carretera reventaron el parabrisas —confeti de vidrio lloviendo sobre mi cara— y una oleada de energía y fragmentos de metal se dispersó por la carretera vacía, levantándome por el aire y dejándome tendida sobre el asfalto oscuro. Perdí el conocimiento segundos después y acá, contando esta historia, está lo que quedó de mí.
Yo tomo las puntas de las historias que pesco por la ventana y las libero de la madeja enredada y mugrosa que es la realidad. Si no fuera por mí se quedarían ahí, adheridas al anonimato y a la intrascendencia. La especulación es el único camino que me queda hacia lo que se esconde dentro de los edificios y los seres de esta ciudad, hacia las miles de arañas y cochinillas que no existen hasta que las atraviesa mi mirada. Yo soy quien tiene el poder de levantar las piedras y dar paso a la revelación.
Vi algo colgando de la boca del gato el día después del alta. La enfermera que venía a cambiar y vaciar lo que había que cambiar y vaciar ya se había ido; el plan era que lo hiciera hasta que mi cuerpo estuviese listo para las reconexiones que tendrían que hacerme los cirujanos del hospital, para los nuevos órganos que conjurarían con el tejido de los que ya no funcionan.
A la hora del almuerzo yo estaba sola en la cama, tomando mi batido, y vi por la ventana una sombra pequeña bajando las gradas del porche de la casa abandonada. Lo que colgaba de su boca alteraba la silueta del gato.
Parecía muy pequeño para ser un ratón y pensé que era un pedazo de pan o una salchicha de cóctel. Con el zoom de la cámara de mi celular lo vi. El gato llevaba una oreja en su boca, una oreja humana en la que el mundo y su luz ya no entraban en tirabuzones porque era una oreja arrancada.
Las pastillas, las gotas y los parches que uso para el dolor me entumecen, opacan el mundo, lo vuelven una versión pixelada de sí mismo, con menos información o con información inexacta, como cuando llueve sobre la ventana y una cortina líquida desenfoca rasgos y lava colores. Pero el dolor sigue dando golpes dentro de mí como un tiburón que embiste olas que de repente se endurecen y se convierten en concreto, como un músculo invisible que me atraviesa y que se agita y se retuerce, que manipula los hilos y subyuga a él todo movimiento mío.
El dolor sigue latiendo por debajo de las olas farmacológicas porque el accidente peló mis cables y los opiáceos no son efectivos para dolores inventados por el propio organismo. El dolor sigue latiendo, pero lo que perdura, algo parecido a la lucidez, aún es capaz de cazar. De ver el mundo y levantar las piedras, de encontrar arañas y cochinillas. Lo que vi colgando de la boca del gato era una oreja. Y cuando el gato bajó la última grada y sus almohadillas pisaron el asfalto de la calle, la soltó con una arcada, con una exhalación muda, luego de la que se desperezó.
Mi primer impulso fue tomar una foto. Me intoxicaba el morbo de descubrir de qué están realmente hechas las cosas una vez que las costuras revientan y las envolturas se rasgan —y mi barrio ordinario se había rasgado—. A todos nos causa placer ver lo que hay debajo de las piedras por más asqueroso que sea.
En la foto la oreja parecía más una papa frita —de funda y sin registro sanitario— que una oreja. Saqué otra foto haciendo menos zoom in para preservar más detalles. Cuando mi índice y mi pulgar terminaron de simular una abertura en la pantalla táctil, una en la que cupieran los píxeles necesarios para que la oreja se mantuviera oreja, él entró en el encuadre.
Un hombre de abrigo negro se agachó junto a ella y la observó por unos segundos. Luego de sacudirle la mugre de encima, la metió en su bolsillo —de donde se había caído antes de que el gato la tomase— y subió las gradas de la casa abandonada. Supe que me había visto. Supe que había visto la sombra que, desde el tercer piso del edificio vecino, apuntaba en su dirección con un celular en la mano, porque —sin dejar de darme la espalda— se levantó un sombrero imaginario e hizo una pequeña venia antes de abrir la puerta y dejarse engullir por la casa.
No volví a ver al hombre del abrigo negro por varios días, pero vi otras cosas en la boca del gato como papeles estrujados y colas de ratón. Vi una lagartija, como las de los jardines escolares de mi infancia, como las que los niños desmembraban con compases y reglas, y cuyas partes nos lanzaban a las niñas o escondían en nuestras cartucheras. El gato no la escupió; la vi contorsionarse. La vi romperse entre sus mandíbulas y desaparecer. Imaginé que dentro de la casa, en el patio interno, la hierba brotaba de entre las planchas de roca con la potencia de un géiser, derramándose por los salones aledaños. Imaginé al gato acechando a los pequeños reptiles e insectos que se multiplicaban dentro de esa espesa red, que era como la gran barrera de coral, pero no de coral sino de matas. Imaginé que ese día, cuando el hombre del abrigo entró a la casa, se sentó en medio del patio y miró la vida que había manado a su alrededor. Imaginé que sacó la oreja de su bolsillo y la plantó donde las raíces habían vencido al concreto, que ahora, partido, era una maceta involuntaria. Imaginé que al terminar, el hombre salía de la casa y acariciaba la cabeza del gato mientras buscaba la sombra del edificio de enfrente. Mi sombra.
Para ese entonces las costillas de madera y pulmones de concreto de la casa abandonada traqueteaban por las noches y yo podía oír una risa lejana y ahogada que, en mi cabeza, inevitablemente se maridaba con la imagen de la venia que, de espaldas, él me ofrendó. Era su risa. Y su risa era una efervescencia que entraba en mí con cosquillas y dolor, y yo imaginaba que me arrancaba las mangueras y la bolsa de colostomía y que volvía a ser cavidad que buscaba deglutir, y me alistaba para triturar aun sabiendo que sólo había vacío para llenarme.
En una película que vi hace mucho, un hombre le decía a una mujer que quería abrirle nuevos agujeros porque no le bastaba con penetrarla por los que ya tenía en su cuerpo. Recordé esa línea después del accidente, después de haber visto al hombre del abrigo. La recordaba cuando la casa traqueteaba. La evocaba, sabiendo lo cerca que estaba de ser yo quien le pidiera a alguien eso, si sólo hubiese habido alguien cerca.
Y entonces recordé lo que había pasado la noche del accidente, antes de que él me dijera que era una maldita loca y de que yo me subiera al auto y encendiera el reproductor de música. Yo le había pedido algo y él se había negado. No solo se había negado, se había alterado de verdad. Le había susurrado lo que quería probar, le había pronunciado las sílabas despacito y muy claro, colocando mis labios sobre el lóbulo perfecto y carnoso de su oreja. Pero él me dijo que lo que quería era tenderle una trampa y sus ojos fueron fauces que se abrieron. Él creía que cumplir lo que yo le había pedido lo convertiría en un monstruo. Pero él no era ningún monstruo, lo decía gritando y se cernían sobre mí su sombra y su ira, que luego se convirtieron en un empujón que me dejó dos orquídeas moradas en el tórax. Repetía que era un engaño, una broma enferma para que él me lastimara y yo pudiera recibir la atención que tanto deseaba y ser la víctima. No, él no iba a hacerme nada de lo que le pedí. Nunca me dejó explicarle bien en qué consistía lo que le había sugerido, nunca me lo hubiese permitido; su idea de sexo duro era decirme putita mientras hacíamos el misionero.
El deseo me dolía tanto, que solo el dolor intenso lo aliviaba. El deseo me dolía tanto, que todo mi cuerpo se tensaba y latía como la lengua encendida de un dragón.
La pareja de las 18:30 seguía pasando junto a la casa abandonada y mis ojos, puntuales, la recogían e iluminaban. Confeti de algún sentimiento parecido al deseo llovía del otro lado del cristal, inalcanzable. La ciudad continuaba latiendo como un tumor maduro.
En una de esas tardes, el hombre de la venia se paró junto a la casa y miró directamente a mi ventana por varios segundos. Los perros y gorriones del barrio rumiaban una música que se diluía en el aire, entre las notas de la canción del camión del gas y los pasos que algún vecino frenético le imprimía a la losa de la terraza. La calle estaba vacía, no había rastro del gato. Sostuve la mirada del hombre, confeti de algún sentimiento parecido al deseo me irrigaba por dentro. Sostuve la mirada hasta que él metió la mano en su bolsillo y acarició con celo, con morbo, lo que había adentro. Las nubes inflamadas empezaron a descargarse sobre la calle, a recubrir de esferas translúcidas su abrigo, a bombardearlas contra mi ventana. Sostuvimos las miradas mientras fue revelándome, primero, la punta plateada y, luego, la vaina de un pequeño cuchillo plateado. Contuve la respiración por lo que pareció mucho tiempo. Cuando al fin exhalé, un parche de cristal empañado oscureció mi figura, pero al otro lado del cristal, edificio abajo, un hombre sin oreja alcanzó a distinguir la venia exagerada que le hice, una venia afiebrada y temblorosa que mantuve mientras caminaba hasta la puerta de entrada de mi departamento, mientras giraba el cerrojo para dejarlo sin llave y descorría el pestillo para que, cuando él llegara, pudiera entrar.
© Marcela Ribadeneira | De la antología Proyecto Carrie (Ed. Raíces Latinas, 2021)
Marcela Ribadeneira | Ecuador, 1982
Narradora y periodista. Estudió dirección cinematográfica en la Scuola Internazionale di Cinema e Televisione, en Roma, y es autora de los libros de relatos Matrioskas (2014), Borrador final (2016) y Golems (2018). Parte de su obra ha sido incluida en compilaciones como GPS, antología de cuentistas ecuatorianos (2014), Señorita Satán (2017) y Organismos. Relatos sobre otredad, biopolítica y materia extraordinaria (2018).
Foto de autora: Melinda Llamas Polanco
Imagen de encabezado: Franco Antonio Giovanella