S. conduce su diminuto carricoche eléctrico de baja autonomía y carga solar por las calles del pueblo de costa en el que se retiró después de jubilarse de Huxley. En su trayecto, se fija en las grietas que cuartean los vestigios del ya caduco imperio del asfalto. Así se olvida de la charla que ha tenido después de levantarse, tras activar las luces del salón con el método habitual, pensando simplemente la palabra «Encender», imaginando su grafía, resiguiendo cada una de las letras mientras miraba fijamente a las lámparas. S. vive en un mundo muy diferente al nuestro: el del futuro. No voy a narrar aquí cómo se ha llegado a la inteligencia artificial incrustada quirúrgicamente en el cerebro. Esto es un cuento. Sí diré que para nuestra óptica son muchas las novedades que lo habitan. Con los implantes cerebrales, por ejemplo, los deseos se convierten en órdenes para las máquinas. Pero a S. no lo han protegido de la pesadilla, que es lo que verdaderamente le afecta, y que está noche también ha tenido lugar. Por eso, pese a la prisa, hoy tampoco ha podido evitar la conversación virtual con su hijo, que se ha materializado con su rostro imberbe y su sólido tabique nasal junto al espejo en el que peinaba las recias canas que coronan su rostro moreno.
—¿Cómo estás, papá?
—Yo bien, hijo, echándote de menos.
—Siempre serás un sentimental —le ha reprochado la voz.
Eso ha encendido la rabia de S.
—¿Y qué? ¿No puedo serlo? Mira cómo te ha ido a ti, tan insensible y orgulloso.
—Vale, papá. Si te pones así mejor hablamos en otro momento.
Y él no ha podido evitar el latigazo.
—Pues por una vez estoy de acuerdo, porque tengo que irme.
Al instante, la imagen del hijo se ha desvanecido como surgió, igual que un fantasma.
Es de esa conversación de la que pretende huir. De eso y de la pesadilla, por lo que, montado en su carricoche, se fija en los brotes de hierba, en su fuerza surgiendo de entre los resquicios del pavimento, en el tipo de hoja, por si son plantas graminoides o forbias, por si se trata de alguna de esas especies venenosas que te fulminan con unos terribles dolores de estómago. Después mira los molinos de energía, el vaivén de sus ejes hundidos en el mar. Tan solo se escucha de modo esporádico a los cuervos y sus graznidos. A diferencia de su hijo, que prefirió el ruido, a S. le gusta este sitio, donde la quietud se impone, incluso en los meses de calor. Tan solo la compañía de Víctor lo saca del silencio.
Víctor recibe habitualmente en la bañera, el rostro abotargado por el humo del vapor de agua, mientras gruesas gotas de sudor ruedan por su rostro de aceituna y el mínimo cabello que le queda se riza como la peluca de un viejo aristócrata. A veces se queda hasta dormido. Suele decir que es uno de esos pocos placeres de los que no se cansa nunca. S. imagina a menudo su final, sumergido en la tina cortándose las venas, esbozando una sonrisa de sombrío tono cálido con el último aliento. Pero a él le horroriza esa muerte lenta, absolutamente ansiosa. Y prefiere borrar la escena de sus dispositivos cuando aparece.
En esta ocasión, para su sorpresa, después de que Víctor accione el sistema de apertura de la puerta con su implante y él pueda entrar, en vez de en la bañera, lo encuentra embutido en un traje de neopreno, metido en la cama, tapado hasta los hombros, con guantes en las manos sujetando la manta. Parece regresar de algún viaje sideral, de Marte o de la superficie de la Luna.
Víctor lo observa con su excéntrica mirada acompañada con el gesto que ajusta sus gafas al puente de la nariz, que repite de continuo. No ha perdido ese fulgor en los ojos que le hizo destacar en Huxley como uno de los mejores biotecnólogos a la hora de generar, entre otras cosas, alimentos sintéticos, lo que le permitía disfrutar de unos lujos de los que S., formador en el laboratorio, nunca disfrutó, además de un salario incomparable.
—¿Qué haces así, V.? —le pregunta.
No le gusta que le llamen Víctor, ni tampoco «el sabio» o »el biotecnólogo», así que le llama V.
—Ya te contaré.
Y cuando acaba de hablar se va la luz.
—Otra vez los cortes —dice.
Y se le escucha revolverse bajo las sábanas para alcanzar la linterna que esconde en la mesilla.
—Es la guerra. Las consecuencias de la guerra.
—No podemos quejarnos si solo es eso. Somos una generación que tuvo suerte. No hemos vivido ninguna gran contienda hasta la vejez —dice Víctor, ajustándose las gafas alumbrado por su pobre foco.
Pero inmediatamente se muerde el labio inferior como si hubiera dicho algo inoportuno. Por suerte S. no ve el gesto. Se concentra en responder:
—También nos lo trabajamos. No queríamos saber nada de armamento. Después de lo de nuestros padres yo no hice ni el servicio. Mi hijo en cambio…
—Ya lo sabes. Una generación abandona las empresas de otra como naves varadas.
—Sí, nosotros éramos unos hippies, con las manis contra las guerras lunares y esas cosas. A mí es que me espantaba la violencia. He llegado a desmayarme viendo una película de tiros y sangre.
Y Víctor responde a ese comentario con una risa carrasposa, una risa que pretende finiquitar el tema, ocultar su deslealtad, su trueque. Una buena cifra de bitcoins a cambio de sus ideales, a cambio de dirigir en secreto la división de armas bioquímicas de Huxley. Un dato que siempre ha ocultado al amigo.
En eso vuelve la luz. Entonces se lo dice, por si el fluido eléctrico se escapa de nuevo.
—He venido por lo de mis pesadillas. Para que me acompañes hasta donde vive tu amigo, el psicólogo. Yo no sé llegar.
—Ni loco —responde—. No pienso salir a la calle.
—¿Por qué?
—¿No sabes lo del virus? —dice Víctor mientras se coloca las gafas en el puente de la nariz con el meñique, esta vez con la seguridad del que conoce.
Y le cuenta que se ha detectado una epidemia nueva en las retaguardias, que el virus se difunde en el aire, a través de las plantas, que el aumento de horas de sol hace que las semillas tengan unas defensas menos resistentes a los ataques víricos y, a la vez, aceleren la reproducción, como si el reino vegetal se hubiera aliado con un ejército virológico para expulsar al hombre de sus dominios.
—Es como en aquel cuento de Alphonse Daudet que me leíste en el que el bosque se rebela contra la población.
Y S. recuerda la hierba que crece entre las grietas del asfalto, mientras Víctor sigue hablando.
—Es un virus fulminante. Puede matarte en horas con solo respirarlo.
—Por eso estás así y no en la bañera.
—Exacto. No me voy a perder todo lo que está por venir por un virus. No sé si sabes que han inventado una aplicación nueva para nuestros implantes.
Y le explica que, gracias a la huella digital, la inteligencia artificial es capaz de reelaborar personalidades verosímiles de los muertos, perfiles capaces de conversar con sus seres queridos aunque ya no estén. Y es que con la buena paga que le ha quedado, Víctor sigue siendo alguien capaz de permitirse esos caprichos.
—Siempre las máquinas. De antiguo no se mataba a los esclavos porque eran fuerza de trabajo. Desde la aparición de las primeras máquinas eso ya no fue necesario. Y a partir entonces se ha venido matando y dejando morir indiscriminadamente a toda esa fuerza de trabajo. Ese es el camino del progreso.
—Será que tú no tienes el mismo implante que yo, ni te mueves con ese carricoche eléctrico con el que pretendes ir a ver al psicólogo —contesta Víctor.
Pero de nuevo se acaba mordiendo el labio inferior.
Por la noche vuelve la pesadilla. La piscina una vez más. Pese a la sofisticación del centro deportivo y las modernas instalaciones, no se siente cómodo nadando en el sueño. Decenas de personas lo hacen también a su lado compartiendo el carril, avanzando a velocidades distintas. Unos muy rápido, otros realmente con parsimonia. Muchos le rozan, algunos le tocan. Eso le provoca mucha ansiedad. Le gustaría alcanzar su ritmo. Ser el más rápido. Pero debe adaptarse. No quiere molestar. Unas veces se esfuerza al máximo para seguir la estela de otros, otras se aburre detrás de unos pies que son ajenos. Cuando llega hasta el final, toca el muro, se vuelve y sigue adelante, en un ciclo que no tiene fin y no se parece en nada a bañarse en el mar, temprano en la mañana, protegido por la sal mediterránea, como hacían los griegos a orillas del pueblo en el que reside, como hacía su hijo, nadando siempre más rápido, haciéndolo todo mejor. Y es que fuera de esa pesadilla siempre le ha gustado la natación, notarse arropado por un mundo líquido. Es más, cree que la muerte debe ser algo similar, disolverse en el cosmos como el nadador se disuelve en el mar de manera simbiótica. Pero en la travesía a ninguna parte que vive en el sueño no es así, sino que nada y nada y nunca se detiene hasta que no puede más y se despierta de golpe. Y esta noche también, las muchas gotas de sudor que cubren su frente son sinónimo de la desesperación que le recorre. Entonces lo piensa. Piensa en Víctor, en lo que le ha dicho Víctor, y contiene la angustia y, aunque sin dormir, logra relajarse hasta que la claridad se adueña de toda la estancia. Se levanta, activa las luces del salón y se prepara para salir a la calle más temprano de lo habitual.
En breve recorrerá el pueblo. Subirá todas las cuestas. Se acercará a la playa. Estudiará las plantas que surgen de las grietas. Las arrancará tratando de resolver las causas, para contemplarlas en la palma de su mano y estudiarlas con detenimiento. No cansado con eso, visitará todas las urbanizaciones para obtener más pruebas, pese a que estén esparcidas como charcos tras una tormenta. En su búsqueda, observará cómo ganan terreno las encinas a los pinos. Y cómo todo el sotobosque se ha ido llenando de ruta, la planta que Víctor llama ruda.
Cuando esté de regreso, a la caída del sol, llegará impregnado de vegetación, no solo en la retina de su memoria, también en su piel y en su ropa. Por eso no se desvestirá, sino que activará las luces del salón, se dirigirá a su cuarto y se acostará casi a oscuras. Ya no volverá la pesadilla. No habrá tiempo. Su cuerpo estará bien empapado del virus. Antes de cerrar los ojos, volverá a contemplar la cara barbilampiña de su hijo, su sólido tabique nasal. Tratará incluso de rozarlo en vano, aunque ya no necesite la conversación. Después mirará fijamente su rostro e imaginará la grafía, reseguirá cada una de las letras de la palabra «Apagar», y se reunirá con él.
© Carlos Gámez Pérez | Relato inédito
Carlos Gámez Pérez | España, 1969
Nació en Barcelona. Es profesor de lengua y literatura y escritor. Ha publicado la novela Malas noticias desde la isla (2018). Es autor del ensayo sobre ciencia y literatura española: Las ciencias y las letras: Pensamiento tecnocientífico y cultura en España (2018) y compilador y editor de Simbiosis: Una antología de ciencia ficción (2016). En 2012 ganó el premio Cafè Món por el libro de relatos Artefactos. Colabora con revistas literarias como Suburbano, CTXT o Quimera.
Foto: Eduard Reboll
Foto de encabezado: Alex Wong