Yo testifico a todo aquel que oye las palabras de la profecía de este libro
Apocalipsis 22:18-19
Los recuerdos se enredan más cuando intento desenmarañarlos. Me hace falta precisión en los detalles, están borrosos en la memoria. La sucesión de hechos se me escapa, si es de día o de noche, si hace calor o está húmedo. Percibo un tiempo que pasa, pues mis pensamientos vienen uno después del otro, así que algo transcurre pero tengo la sensación de que yo no estoy incluido en ese movimiento. Quizás es solo un sueño del que no logro despertar, eso me digo de vez en cuando para mantener la esperanza. Mi única aliada, en este vaivén de sensaciones que aún conservo, es la esperanza, que me hace saborear momentos futuros posibles; aunque sigo ilusionado con un suceder que ya no parece estar sucediendo. Y me vuelvo un lío y me desespero y me arranco los cabellos mientras recorro sin moverme los espacios, las ciudades y sus monumentos, las conversaciones ajenas, el teatro de todo cuanto parece estar allí reunido como en un registro arácnido que me hace deambular sin rumbo por pasillos de memorias propias y ajenas, ya no las distingo. Trato de articular, como quien teje con hilos de caramelo, los hechos que han podido traerme a este ahora, a este estado incomprensible, pero me distrae el paisaje que recreo como si tuviese un avión en los ojos que me lleva a donde apuntan los pensamientos. Puedo verlo todo, con una precisión absoluta, solo por un instante, pero no recuerdo haber estado en el segundo anterior ni en el presente, mucho menos en el que vendrá.
En mis días o siglos de soledad, viajo. Viajo a cuantos espacios me permite este nuevo mundo. Ya no sé qué es eso que llamamos mundo. Tengo la imagen congelada en la intuición como si fuera yo un astronauta viendo esa esfera que flota en el espacio, pero eso no es el mundo, tal vez ni siquiera sea el planeta, sino un engaño. Entonces, ¿qué es eso que llamo mundo que parece contenerme? Y pienso que se trata de un conglomerado de recuerdos que se pierden en las memorias: las sombras de los desaparecidos, los ecos infinitos de conversaciones, risas y llanto. ¿O será acaso la vida de un caracol o el pez convirtiéndose en pescado o el árbol que permanece allí como testigo de procesos milenarios? Y vuelvo, vuelvo a tratar de aferrarme a algo, porque si no lo veo, no existe ese mundo; si no me dicen qué hay más allá de mi madriguera, no me entero, lo descarto. Solo puedo viajar a lo que pienso que existe o existió, ya no entiendo los tiempos verbales, se escapan como siempre se me escapó el subjuntivo. Tal vez este pensamiento debería comenzar otra vez para conjugarse en subjuntivo, porque es el único tiempo que puede existir ahora y así vuelvo a recomenzar, siempre vuelvo a recomenzar, maldita sea; inauguro el cosmos con cada pensamiento.
Los recuerdos se enreden más cuando intento desenmarañarlos. Me haga falta precisión en los detalles, estén borrosos…
Sin embargo, para mí el subjuntivo no va, no puedo jugar al subjuntivo cuando yo sigo existiendo y recreando un mundo, lo que sea que es un mundo. Y, otra vez, vengo con este concepto manido que me deja maniatado porque ya no es, porque ya dejó de ser un mundo y sus cosas y sus personas, habitantes, opresores, invasores y, quizás, haya otros mundos como éste y algún día algo o alguien venga en una nave para rescatarme de mí mismo, pero me encontrará inhabitado, vacío, no muerto. Ya no puedo conjugar en el tiempo futuro, ni pretérito, solo está mi presente y el subjuntivo. Me voy vaciando, reciclando, reabsorbiendo, desmantelando, pero sin llegar a desaparecer del todo. Tal vez estoy volviendo al origen y me desintegre como lo demás que existe, como yo, atrapado en este espacio sin alma. Tal vez esto sea solo la muerte, mi versión de la muerte y nada más. Estoy suspendido en una nada que me circunda. La muerte no es el cielo, ni una biblioteca, mucho menos el reencuentro con los seres que murieron antes. La muerte solo es esto: la nada absoluta con acceso ilimitado a lo que sea.
Me muevo y respiro, por eso hace rato descarté la muerte, si bien puedo pensar que este sinsentido tiene sus propias reglas en las que yo solo puedo callar y asumir un papel. El papel que me da la muerte, mi muerte, en el entramado cósmico al que pertenezco. Tengo al menos la sensación de que pertenezco porque respiro, porque presencio algo, un absoluto, al cerrar los ojos. Si es que cierro los ojos. Si lo que sucede no es una pesadilla, un mal sueño, es probable que despierte allí sudado en mi cama. No, no vuelvas al sueño que ya estás despierto. La muerte no es un sueño, no es un sueño la muerte. Estoy solo, la muerte no puede ser soledad, a menos de que sea una cesación de hechos y solo eso, un cesar de la vida en la que el mundo se apaga, pero yo no estoy extinto, sigo aquí. Claro, pero qué es el aquí si ya no hay mundo que lo sostenga. Eso, eso es, estoy suspendido. Ya eso lo dije, no, espera. Estoy sostenido. Imposible que sea la cara de la muerte, la nada es la nada en términos absolutos, no en ensoñaciones, y quedamos en que esto no es un sueño. No te desvíes que lo tienes en la punta de la lengua. Muérdetela para que salga.
Muerdan los recuerdos la punta de mi lengua…
Es claro que llegaré a una conclusión más allá de las sombras subjuntivas que entorpecen mi razonamiento. Primero, recorrer el mundo. Recorre el mundo. Imperativos en el desdoblamiento de la soledad, otro absoluto. Poder controlar, comandar, ordenar, es un imperativo sin categorías, es una mentira que baila en mis ojos.
Recorra el mundo…
Río. Río. Río. Canto a las musas que me dejen dormir, que la vida es sueño. Me desvío. Puede que desvaríe. No obstante, estoy lejos de la locura, por ello justo fui elegido para permanecer.
Permanezca aquel que…
Permanecer en el vacío, en la oquedad, diría para ser más preciso, porque siguen existiendo cosas, solo que en otro estado. No, no es un estado de mi imaginación, es un estado real pero otro, desconocido, sin posibilidad de conocerse, sino lo conocería más allá de mí y yo no necesito definirlo. Yo solo necesito presenciarlo y vivirlo para mantenerlo en su estado. Un balance tan delicado que cualquier inhalación de mi parte lo destrozaría. Debo permanecer en silencio, en silencio reflexionando sobre las cosas que no son, sobre las cosas que están, sobre las cosas que quedan en el momento incierto de la ¿implosión? ¿O explosión? El reverso matemático, la integral, no la derivada, claro está. Una derivada que tiende al infinito y yo caigo con ella, pero no caigo en el abismo, las manos del universo, no, quizás solo las de este mundo que desconozco, por ser lo único conocible; me acunan entre sus dedos para no dejarme caer.
Caiga. Cayese. Cayere.
Todo uno, uno en todo. Soy el testigo del fin de un mundo, mi ocurrencia es el último hilo del que pende la realidad, al menos una de ellas. Resuelta la ecuación, olvido la respuesta. Los recuerdos se enredan más cuando intento desenmarañarlos.
© Olga C. Morett | Relato inédito
Olga C. Morett | Venezuela, 1980
Radicada en Montreal. Ingeniero en Computación y Máster en Filosofía. Fundadora de la comunidad de escritura Cronopia (2020). Ganadora del Concurso de Monte Ávila Editores (2012) con Las cabezas de Medusa. Su obra integra las antologías Tiempos de ciudad (2008), Objets Trouvés/Objetos Perdidos (2016), Inventus: Antología de ciencia ficción (2022) y Artificium: Antología de ciencia ficción latinoamericana (2024).
Foto: Archivo
Foto de encabezado: Dan Cristian Pădureț