El día en que mi esposo cayó de la escalera mientras arreglaba una lámpara, nunca imaginé que mi vida cambiaría para siempre. Acudí con prisa en cuanto escuché el estruendo. Cuando llegué, vi a John en el suelo, tratando de levantarse.
—¿John? ¿Estás bien?
Había recibido un fuerte golpe en la cabeza, así que lo ayudé a ponerse de pie, mientras preguntaba cómo se sentía. Fue entonces cuando empezó a hablar en un idioma extraño e incomprensible.
—Grrrrnglip… ¡Wah-tulu morr’rasht!
—¿Qué dices? —exclamé, temblando.
Las palabras salían de sus labios como un torrente de sílabas que desbordaban los límites de mi entendimiento.
Con el paso de los días, acudimos a varios hospitales. Allí le hicieron rayos X, resonancias y todo tipo de pruebas médicas, pero no encontraron nada anormal. Consultamos una variedad de especialistas, entre ellos psicólogos y psiquiatras. Los exámenes de psicometría no arrojaron nada fuera de lo común en lo relacionado con alguna alteración en su intelecto. John era un hombre cien por ciento funcional, tanto física como mentalmente, sin embargo, no era capaz de comunicarse con sus semejantes.
Podía responder preguntas de lógica matemática con una exactitud abrumadora, pero parecía haber olvidado cómo escribir y verbalizar en nuestro idioma. Aquel lenguaje, cargado de sonidos guturales, era su nueva forma de comunicarse.
—Su mente parece estar intacta —decía la psicóloga, moviendo la cabeza en un gesto de impotencia—, pero su capacidad de comunicarse ha sido alterada.
A medida que avanzaban las semanas, cada intento de establecer contacto con él a través de métodos familiares se convertía en un acto de desesperación. Una noche, mientras utilizaba el buscador de Google en mi teléfono móvil, observando fotos al azar, su comportamiento tomó un giro extraño. Deslizó el dedo por la pantalla y señaló la imagen de un planeta extraterrestre, luego una nave espacial, y finalmente, las pirámides de Egipto. Su insistencia en estas imágenes me llenó de confusión y miedo. Pasé el resto de la noche atormentada por ideas horrendas.
Decidí buscar la ayuda de un lingüista, quien, después de horas de estudio y análisis, no pudo reconocer ningún idioma humano en las palabras de mi esposo.
Continuaba luchando por entender qué demonios le había sucedido. El hombre al que amaba transmitía sus ideas en un idioma desconocido, y parecía obsesionado con imágenes de otros mundos y antiguas civilizaciones. ¿Podría haber sido víctima de alguna interferencia extraterrestre? ¿O tal vez una revelación sobrenatural relacionada con los misterios de la historia antigua?
Recuerdo que era lunes y habían pasado dos semanas exactas desde el suceso de la caída de John. Me dirigía hacia mi trabajo, cuando pasé junto a un vendedor callejero de periódicos y revistas. La portada de uno de los ejemplares que sostenía en su mano mientras gritaba «¡extra, extra!» llamó mi atención. Se trataba del magazine UFO, una revista conspiranoica y especulativa sobre aliens y civilizaciones antediluvianas. En ese número, aparecía una entrevista a un ufólogo y psiquiatra llamado Steve Larris, quien hablaba de su más reciente descubrimiento: la Hipótesis de la Sincronía Espacio-Temporal del Cuerpo y la Mente.
Compré la revista de inmediato y me senté a leer en un parque poco concurrido. Según Larris, algunas personas sufrían una especie de interferencia, que provocaba que quedaran atrapadas entre dimensiones. La causa era desconocida, pero, erróneamente, se atribuía a padecimientos psiquiátricos. El objetivo de su estudio era volver a sincronizar cuerpo y mente en un mismo espacio-tiempo para que la persona perturbada retomara su estado natural. Había reunido un equipo de expertos y construyó una máquina para llevar a cabo el experimento. Buscaba voluntarios para las primeras pruebas.
El planteamiento, en sí, era un absurdo total. No obstante, mi corazón dio un vuelco. ¿Qué tal si John había quedado preso entre dos planos al golpear su cabeza? ¿Y si su mente se había desincronizado del cuerpo?
Esa tarde cuando regresé a casa tomé una decisión: quería recuperar a mi esposo. Utilicé el número de contacto del Dr. Steve Larris, que aparecía al final del artículo, y agendé una cita con él para el día siguiente.
Steve era un hombre raro, de barba descuidada y cabello largo y desaliñado. Parecía un científico loco. Nos encontramos en su laboratorio junto con su equipo de expertos. Le conté la situación en la que nos encontrábamos mi pareja y yo. El ufólogo me habló sobre su teoría y el principio de funcionamiento de la máquina sincronizadora.
—Cada dimensión es un espejo de la nuestra —dijo—. Lo que le sucedió a tu esposo… Su mente ha cruzado hacia un lugar que no debería. Pero podemos ayudarle, podemos traerle de vuelta.
Era mediodía cuando llevamos a John al sitio del laboratorio donde se iban a llevar a cabo los exámenes. Lo acostaron en una camilla y ataron su cuerpo a ella. La máquina, un artefacto de luces danzantes y murmullos electrónicos, se erguía en el centro de la habitación. Cuando ataron a John, me invadió un presentimiento funesto.
Le colocaron unos nodos alrededor del cráneo. Steve bajó la palanca en un panel de control y unos haces de luz y rayos centelleantes se arremolinaron alrededor de los nodos que tenía mi esposo apresando su cráneo.
Del otro lado de la habitación, a través de la cabina de cristal, observaba el procedimiento, mientras el equipo de científicos lo rodeaba expectante. De un momento a otro, el ambiente se tornó en un caos convulso. En el laboratorio, la luz pareció adquirir una dimensión de locura indecible, y su forma, que se retorcía y temblaba, se transformó ante mis ojos en un horror que aniquilaba el orden del mundo que conocíamos.
—¡No! —gritó Steve.
El cuerpo de John se alzó, rompiendo las ataduras. Ya no era un hombre, sino un ser envuelto en las sombras de los abismos, cuajado de pensamientos oscuros e insondables. Mis ojos se negaban a aceptar la visión ante mí.
Lo que siguió fue una sinfonía macabra. Sus gritos resonaron como campanas en un funeral interminable, y el horror sobrevino con una intensidad que no podía ser absorbida por una mente humana, trazado por fuerzas muy por encima de nuestra comprensión.
El equipo de científicos se dio cuenta demasiado tarde de que la mente sincronizada no era la de John, sino la de un ser desconocido.
Mi esposo comenzó a gritar, con los ojos inyectados en sangre, mientras fuerzas alienígenas se apoderaban de su cuerpo. El equipo intentó revertir el proceso, pero era demasiado tarde. Mi esposo cayó al suelo, abrumado por la fuerza psíquica que lo había invadido.
La sincronización de mentes y cuerpos en el espacio-tiempo había abierto una puerta a un lugar desconocido y maligno, que estaba consumiendo a John. Mientras el equipo trataba de procesar lo que ocurría, el cuerpo de mi esposo comenzó a temblar en el suelo.
—¡Deténganlo! ¡Hagan algo! —grité con la voz desgarrada, mientras John se levantaba y sus ojos ardían.
Fue un instante de incertidumbre, y luego caos, gritos y sangre. La escena se convirtió en una pesadilla. Uno a uno, los científicos fueron arrojados como marionetas quebradas contra las paredes. Sentí la desesperación golpearme como una ola.
John se abalanzó contra la cabina y, de un puñetazo, intentó romper el cristal que lo separaba de mí. Nos miramos a los ojos por un instante fugaz, a través de la gruesa película de vidrio, en el que no pude reconocer ni siquiera un vestigio del hombre que una vez había amado.
—John, ¿escuchas mi voz? —dije con miedo.
Su respuesta fue un grito, una cacofonía desgarradora que surgió de su garganta como si hablara en lenguas insondables.
Luego se volteó hacia los científicos restantes, quienes pugnaban por escapar. Uno por uno fueron acorralados por el poseído. Sus gritos se escuchaban en la sala mientras mi esposo, haciendo uso de una fuerza telequinética recién adquirida, los arrojaba contra las paredes y los destrozaba. Cada intento de huida se encontraba con una muerte violenta a manos de la entidad desconocida que habitaba en el cuerpo de John.
Steve trató de razonar con la criatura, sin embargo, fue en vano. La cosa que se había apoderado de John no era algo que pudiera controlarse. Steve, en un acto desesperado, se arrojó sobre el ser y prendió el artefacto. Ambos se dilataron en el espacio-tiempo mientras se estremecían al unísono.
Con un destello, los dos fueron arrastrados a una dimensión alternativa a través de la máquina, que luego comenzó a crepitar y se descompuso en una aparatosa explosión, arrojando columnas de humo. Hubo algunos chispazos, y la vorágine de energías oscuras al otro lado se cerró, atrapando a Steve y a la entidad maligna en una prisión eterna.
El laboratorio quedó en silencio; solo los cadáveres de los científicos caídos estaban presentes para contar la historia de un experimento que salió terriblemente mal. Un recordatorio de los límites de la ciencia y la desesperación humana. La teoría de Steve era cierta, pero él y su equipo habían pagado un alto precio para comprobarlo.
Me encontré frente a la puerta del laboratorio, perdida, con el eco de sus gritos retumbando en mi mente. No podría volver a los días en que John era él. Lo había perdido para siempre. No había regreso, solo el suave crujido del horror que se manifestaba en cada rincón de mi memoria.
Comprendí con miedo, mientras lloraba, que lo ominoso en sí no era lo que había pasado, sino la idea de que tal vez, al igual que John, yo también pudiera quedar atrapada en algún lugar entre dimensiones… entre el amor y la locura, en un rincón del universo que nunca fue designado para nosotros.
© Gretchen Kerr Anderson | Relato inédito
Gretchen Kerr Anderson | Cuba, 1998
Poeta y narradora. Licenciada en Lenguas Extranjeras por la Universidad de Holguín. Miembro de la Asociación Hermanos Saíz. Integrante del Taller Literario de Ciencia Ficción y Fantasía “Espacio Abierto” y “El Túnel”. Editora del fanzine literario El Babujal. Ha publicado relatos en revistas como Axxón, El Yunque de Hefesto o Weird Review. Forma parte de la antología de cuentos Caballería mutante (2023).
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Foto de encabezado: Arno Senoner