Mis tacones golpean el asfalto con firmeza y gracia, asemejándose a un metrónomo. Por un momento, una sonrisa se escapa de mi cara de póker; por primera vez en la vida tenía algo de lo que sentirme orgullosa, inalcanzable, y no como la mierda pegada en el zapato de mis padres. Entre mis delgadas manos se halla aquel bolso de cuero negro que mi tía me regaló, allá cuando tenía quince, el día en que comencé a ser «mujer», o eso era lo que repetían en aquella gran fiesta. Extraño, porque nunca me sentí así, sólo hasta este momento, este preciso momento en el que me hallo, en el que dejé atrás aquel pasado que a diario marcaba mi piel de rojo y púrpura. Ahora aquellos colores no están en mi piel, pero sí encima de ella, adornando mi delicado y desnudo cuerpo, con un vestido que él me regaló. «Para mostrarle al mundo tu realeza», me dijo. Él, a quien debo el sudor que perla mi cuello, que entumece mis muslos y calienta mis humores más eternos e impenetrables.
El estómago me ruge, estuve sin comer todo el día, como él me indicó; típico de un hombre tan meticuloso y refinado como él. Quiere que la cena sea perfecta, que la saboree con todos mis sentidos y que pertenezca a ella en cuerpo y alma, porque él demuestra el amor con detalles. Sublimes y exquisitos detalles…
Cruzo el centro de Lima con el garbo de una condesa, algo a lo que él me ha acostumbrado desde el primer día que hablamos. La vida es graciosa, a veces es la hebilla de una correa, envuelta en un puño, golpeándote hasta ver todo lleno de colores, como un retorcido país de las maravillas. Y, a veces, como ahora, es una mano que, sujetando una rosa, limpia tus lágrimas y besa tu alma con sensibilidad. Recuerdo las incontables veces que nos encontrábamos por videollamada, sonreía al ver cómo se tomaba todo el tiempo del mundo para ver mi cuerpo desnudo, mis senos pequeños… mis costillas, espalda, piernas y pantorrillas, llenas de marcas de correazos y cicatrices de quemaduras por cigarro. Había visto cómo un hilo de saliva se escapaba por sus labios y recuerdo cómo cerré mis muslos suavemente para evitar que vea que yo también salivaba.
Me preguntó acerca de mis cicatrices, supuse que le habían desagradado, pero en su mirada sólo vi la contemplación de quien está frente a la Pietà. En ese instante, agaché la mirada, recordando la sonrisa burlona de mi mamá, culpándome del gusto enfermizo de mi padrastro por mí, así como los abusos y azotes de él, quien, entregado a Dios, veía en mí la tentación viva y pulsante, el tierno y húmedo núcleo del averno.
En ese momento, mi incesante plegaria secreta se liberó de entre mis labios:
«Toda mi vida quise ser libre, tener alas… como las mariposas, ¿sabes?… para volar lejos de casa, sólo que nunca pude lograrlo. Permanecí como una maldita e inútil crisálida».
Él sonrió y sentí su abrazo y su aliento tan cerca de mí, pero a la vez tan lejos.
«No eres una crisálida ni una mariposa, eres un ángel y yo soy un simple humano observando el infinito en tu mirada.»
Llego a mi destino y subo las avejentadas escaleras de esta parte olvidada de la Lima colonial, atrapada en el tiempo y el espacio, como yo al recordarlo. Me detengo ante su puerta y ésta se abre sin que ni siquiera tenga que levantar la mano. Es la primera vez que lo tengo frente a frente; siempre me sorprendió la amalgama de rudeza y sensibilidad de este misterioso personaje, al cual curiosamente conocí en una página en la que se comparten gustos por las lepidópteras.
«Soy cirujano de profesión, pero mi pasión son las Tornasoladas, tan bellas como efímeras, tan siniestras que cualquier tipo de moral no es aplicable a ellas», fue lo que me respondió cuando entablamos nuestra primera conversación acerca de nuestro mayor pasatiempo.
Me invita a pasar y me ofrece una copa de vino, como siempre, preparando nuestro ambiente con antelación, ¡cómo lo amo y deseo ser suya! Pero debo resistir, lo sé, un cazador siente mayor placer mientras la presa más se resista, una mujer a su alcance sería algo que no podría disfrutar. Así en mi interior yo esté como el cordero consagrado que espera pacientemente la turgente daga de su señor, debo resistir el impulso. Además, él es un hombre de cultura, de los de antaño, y sabe que una cita perfecta siempre se cocina a fuego lento.
Me atiende con lujos y detalles, me acomoda con precisión y dulzura. Bebo mientras lo miro, ya desnuda, y caminamos hacia la cocina. Entre carcajadas siento cómo el letargo invade mi sangre y mis músculos, endulzando mis sentidos; después, nuestras miradas cómplices hacen el amor mientras observo cómo la cuchilla penetra la carne y, de un preciso golpe, separa la articulación. Vibro al ver cómo esa soberbia hoja alemana toma posesión de ella, humedeciéndose de un intenso rojo, como si hubiera arrebatado la pureza de una virgen: la cumbre de la divinidad.
Me lleva a la mesa con delicadeza, entre sus robustos brazos me siento protegida. Él sabe cómo tratar a una mujer: vino blanco, velas carmesí y platos de porcelana, que esperan, receptivos como yo, la férvida obra de su poderosa mano. Entre cuidados y caricias, me indica que pronto la cena estará servida, derrama vino sobre mis labios y me besa con furia animal, pero todavía no, aún no podemos consumar nuestro amor.
Llega la hora de la cena y el cuchillo corta la carne con facilidad, es tierna y jugosa, mis labios no hacen más que salivar. Está tan sabrosa, tan bien flambeada y tan perfectamente servida que no puedo parar de comer; lo miro y sé que él tampoco puede parar esta pulsión, esta locura, y nos entregamos a ella por completo, al fin puedo pertenecer a él en cuerpo y alma.
Las horas pasan como los suspendidos aleteos de aquellos ingrávidos insectos. Nuestro amor va dividiendo partes de mí; aquellas que detestaba y odiaba de niña ahora son el objeto de nuestro goce profundo.
Sudo profusamente, producto de esta febril pasión y, luchando contra el abotargamiento, vuelvo a abrir los labios para que mi señor introduzca un trozo de carne en mi boca. Sonrío. Ni siquiera las convulsiones me logran despojar de este intenso deseo. Con un poco de vino enjuaga mi boca, sellando el final de este infame sacramento. Me desconecta la vía que me administraba sangre, suero y nutrientes; me envuelve en sus brazos y me levanta con facilidad. Ahora debo pesar como una pluma… sin brazos ni piernas, habiéndome convertido en una hostia consagrada.
Me deja en el altar magno, en el centro de la cúpula donde él guarda sus angelicales seres caleidoscópicos. Me besa en la frente con su rasposa boca, mientras que mi vientre es abierto por el beso frío y perpetuo del bisturí. Miles de Tornasoladas se posan sobre mí, alimentándose de mi cuerpo y mi sangre. Un grito escapa de mi ser, elevándose hacia el cielo donde las febriles alucinaciones de la septicemia me muestran a esa bandada de ángeles llorando a cántaros, mientras mi carne y sus plumas se precipitan sobre los solitarios recuerdos de mi infancia.
Al fin, tras sentir aquella experiencia religiosa, mi alma es liberada en un profundo suspiro.
Ahora puedo descansar en paz.
Pues pude sentir, por primera vez… mariposas en el estómago.
© Luis Bravo | Relato inédito
Luis Bravo | Perú, 1988
Editor, diagramador y narrador especializado en los géneros de terror, ciencia ficción y fantasía oscura. Autor de la novela El linaje de Abaddon (2024). Sus cuentos forman parte de antologías como Zomos Zombis. Cartografía de una infección a escala nacional (2020) e HiZtoria del Perú. Compendio de veinte mil años de guerra Z (2021).
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Foto de encabezado: Ivan Rudoy