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«El porder de la sangre», por Macarena Muñoz Ramos

Los tambores de los concheros no paraban de retumbar y Lucía sintió la sangre escurriendo por su frente. Maldijo la hora en que se prohibió que las Atenas portaran armas de fuego. Vaya cuerpo de seguridad que hacía frente a la muchedumbre sólo protegidas por cascos y escudos de acrílico. Intentó abrir los ojos, pero era como si le pesaran los párpados. Cuando al fin lo consiguió, la primera imagen que vino a su cabeza fue la de aquella niña indígena con falda de color rosa brillante y una cajita de chicles y mazapanes en las manos. Permanecía apartada del contingente, muerta de miedo y sin parar de llorar. A unos metros de distancia, las manifestantes trataban de arrancar las enormes planchas metálicas que resguardaban a la Catedral Metropolitana. De pronto, un grupo compacto de seis personas que llevaban pasamontañas, corrió hacia ella. Lucía no pudo distinguir si eran hombres o mujeres pero entre todos atraparon a la chiquilla que empezó a gritar horrorizada. Como si fueran bestias hambrientas hundieron sus manos en el pecho de la niña y lo desgarraron. Entre el frenesí en el que parecían estar, Lucía alcanzó a ver que alguien levantó un puño que sujetaba lo que parecía un corazón humano y sin perder tiempo, le arrancó un pedazo con los dientes.

Lucía no entendió qué había pasado. La separaron de sus compañeras mientras varias manifestantes le quitaban a golpes primero el escudo y luego el casco. Sin pensarlo dos veces, huyó hacia un costado de la Catedral, abriéndose paso entre las policías que sujetaban extintores de fuego que apenas y podían usar para contener a las manifestantes. Alcanzaron a rociar a algunas pero eso no parecía detenerlas. Las órdenes superiores fueron estrictas: debían evitar que invadieran la zona entre la Catedral y las ruinas del Templo Mayor. 

Cuando Lucía creyó que se había alejado lo suficiente, apoyó la espalda en el enrejado de la Catedral y tomó aire. Los tambores de los concheros seguían sonando sin parar. Por momentos era como si se acompasaran con su corazón latiendo a toda prisa. Se notaba algo raro en el ambiente. Algo que se podía tocar con las puntas de los dedos. Demasiada ira. Y se necesitaba muy poco para que brotara la violencia. Tanta como la que se había acumulado por siglos. Pam, pam, pam. Es como si los tambores estuvieran a su lado y no en el centro de la plancha del Zócalo con el grupo numeroso de concheros portando sus enormes penachos de plumas rojas y negras. Ninguno bailaba, ninguno hacía sonar ni las sonajas ni las nueces huecas de ayoyote que llevaban sujetas a las pantorrillas. A veces se escuchaba el atecocolli, la trompeta de caracol, con su llamada larga y profunda.

Caía la tarde y muy lejos quedaba el ruido estruendoso de las manifestantes enfrentándose a la policía. El cielo se deshilaba en tonos rojizos y una brisa suave despeinaba la trenza desecha de Lucía. Empezó a caminar hacia el Templo Mayor. Saltó las vallas metálicas de seguridad y las de acrílico, aunque llevaba paso lento, y con su mirada abarcó los restos que surgían de la profundidad del suelo. Vinieron a su mente los recuerdos de seis años atrás, cuando visitó por primera vez aquel lugar. Acababa de llegar de Chihuahua, con toda la intención de formar parte de la policía de la Ciudad de México. Desde hacía tres, pertenecía al agrupamiento Atenas, el cuerpo especial conformado sólo por mujeres incluyendo los altos mandos. Era popular entre sus compañeras a fuerza de las bromas cariñosas que todas le hacían. Más alta que el resto, con su metro setenta y cinco y un poquito avergonzada, se teñía su melena pelirroja para volverla un poco más oscura. El primer día Morales le soltó aquello de que, claro, las norteñas eran más grandotas porque comían pura carne buena y manzanas mientras que las de la capital eran chaparritas pues tomaban agua pintada que la Conasupo hacía pasar por leche.

Nunca se sintió especialmente atraída por las culturas prehispánicas. En su familia, por el lado materno, las raíces de los ahora llamados pueblos originarios provenían de tarahumaras y apaches. Los mexicas, mayas y todos los que conformaron Mesoamérica, le parecían algo más bien exótico. Sin embargo, cuando tuvo el primer encuentro con los restos del Templo Mayor, cuando se atrevió a tocar una de las piedras de tezontle, fue como si una descarga eléctrica recorriera su pecho.

Pam, pam, pam. Los tambores de los concheros se escuchaban sin descanso. Lucía se limpió la sangre que bajaba por su pómulo con el dorso de la mano. Como si recibiera una orden mental, giró su cabeza hacia la izquierda y se encontró con una pareja de concheros que la miraban fijamente. Vestían de negro y también llevaban penachos enormes con largas plumas rojas y negras. Sus ojos eran fríos aunque respetuosos. Y la mujer le hizo una seña con la mano indicándole que los siguiera. Pam, pam, pam. Lucía notaba los tambores retumbando en su interior. Los concheros se dirigieron por la calle de República de Guatemala y pararon ante el número 32 . El hombre levantó la mano en la que llevaba un sahumerio donde ardía copal y sopló el humo en el rostro de Lucía. Ella se desvaneció.

«Dicen que venían del norte, de muy al norte. Sus ojos eran del color del cielo despejado y su piel tan blanca como las nubes de primavera. Algunos llevaban el fuego en sus cabellos, unos cuantos la obsidiana, otros los rayos del sol cuando está en el cenit. Eran dioses. Eran seres superiores que se alimentaban únicamente de corazones y sangre. Nos enseñaron que esa era la fuente de todo poder. Pero pronto se volvieron codiciosos y exigían más sacrificios. La población diezmaba y por eso nos enseñaron a provocar guerras para capturar rehenes y seguir alimentándolos. Todas las noches había sacrificios. Todas las noches la misma advertencia de que si no consumían sangre, al día siguiente no regresaría el sol…»

***

Las autoridades del gobierno de la ciudad decidieron no suspender la marcha por el Día Internacional de la Eliminación de la Violencia contra la Mujer, a pesar de los cadáveres que desde semanas atrás aparecían en los alrededores de la Catedral Metropolitana. Cuerpos, en su mayoría de hombres, con el corazón arrancado y sin gota de sangre. Fotografías a todo color saturaban las portadas de los periódicos sensacionalistas. Como no había relación alguna entre las víctimas, costaba creer que se tratara de un asesino en serie, menos aún que fuera producto de ajuste de cuentas entre grupos del crimen organizado. Dos días atrás, un hombre había intentado quemarse vivo a las puertas del Museo del Templo Mayor mientras gritaba: ¡Ellos nunca se han ido y siguen teniendo sed!


© Macarena Muñoz Ramos | De la antología La densa temática del terror (Ed. Sangre y cenizas, 2023)

Macarena Muñoz Ramos | México, 1972

Es egresada del diplomado en Creación Literaria de la Escuela de Escritores (SOGEM) y de la Universidad CEU Cardenal Herrera (Valencia, España) con la licenciatura en Ciencias de la Información. A mediados de los años 90 dirigió la revista literaria La Mandrágora, una de las publicaciones pioneras mexicanas dedicadas al horror, la fantasía y el género negro. Ha publicado en revistas como Penumbria, Vozed y Zenda Libros y en las antologías Cava de historias. Antología de cuentos enófilos (2023) y La densa temática del terror (2023).

Foto: Archivo

Foto de encabezado: Oscar De La Lanza

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