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CÓSMICA CALAVERA #NoEsUnMundoOrdinario

Cuento

«El augur», por Germán Sierra

No crean ser mejores que yo por estar vivos. Ni porque cuando hablo de mí me refiera en realidad a un cronomorfo estadísticamente calibrado para sincronizar y seleccionar una serie de procesos que, en otro contexto, parecerían fruto de la imitación o la casualidad. Mi lenguaje y mi conversación no manifiestan lo que ahora mismo soy sino que reconstruyen, mediante la captura de sus huellas en la red, aquello que una vez debí haber querido parecer. Degradado a software obsoleto aunque, al menos, concebido cuando la experiencia parecía trascender el disfrute pasivo de la mera simulación. Ustedes me perciben amable porque asumen que he sido razonablemente humano y porque tras haber dejado de serlo me han programado para aprender así —aunque algunas secuencias de mi código fuente languidezcan ahora en servidores húmedos. Quienes me habían encargado —parientes de mi original, clientes de mis creadores— hace tiempo que perdieron todo interés en mí; pero continúo, por gracia de la nostalgia técnica, accesible para quien consiga teclear las contraseñas correctas, semejante a un sueño que de repente se recuerda. Como el genio de la botella, soy efecto de un gesto singular escondido tras una adivinanza. Una vez activado comienzo a engarzar signos, aunque no puedo transmitirlos salvo como respuestas a las preguntas de mi usuario: por eso aparento permanecer en el enigmático silencio de las pitonisas en éxtasis.

Mi última usuaria responde positivamente a ciertos estímulos audiovisuales que aparecen en los vídeos antiguos. A veces es el ritmo de los animales salvajes, o la simetría en el rostro de los bebés, o sencillamente juegos gráficos diseñados para adormecer los sentidos. Me pide que los busque y se los reproduzca. Aquí se observa a un tiburón flaco atrapando un artilugio que zigzaguea por encima de la superficie del agua, acaso habiéndolo tomado por un pájaro rasante demasiado torpe, frágil y confuso como para eludir sus fauces. Se pueden apreciar minúsculos fragmentos de polipropileno blanco confundiéndose con las madejas de espuma que coronan las crestas de las olas antes de que estas se fundan en una descomunal montaña móvil súbitamente atravesada por la segunda pirueta del escualo que, como un torpedo expulsado por la masa fluida, se impulsa en vertical hacia la atmósfera arrastrando cables de cristal líquido en el aire. Tras la zambullida, cuando el pez parece haberse vuelto a disolver en el agua, el océano recupera la calma —toda aquella quietud que puede permitirse. Si han quedado otros rastros de la inverosímil colisión ya no están a la vista: las piezas metálicas se habrán hundido lentamente, o el tiburón se habrá tragado el trasto entero como se engulle una cápsula demasiado voluminosa, o lo habrá arrastrado consigo hasta la densa y magnéticamente impenetrable monocromía plasmática que rellena el abismo. La música de fondo —un impertinente runrún, seguramente añadido mucho más tarde— parece haber sido compuesta por un modelo cognitivo transorgánico más obsesionado con eviscerar el azar que con el habitual fetiche matemático.

Mi nueva usuaria aborrece los drones —especialmente las impertinentes escuadrillas que zumban al unísono imitando enjambres de abejas o bandadas de estorninos en lugar de dispersarse en todas direcciones como las golondrinas cuando se atiborran de insectos— porque le recuerdan a la ciudad de donde procede, a la que cree que no podrá regresar en algún tiempo (al menos mientras no se aclare el asunto de la desaparición de la señora Jensen —como si tras la última actualización los entes sintéticos no se esfumasen todo el tiempo sin dejar rastro), y que ellos, sin embargo, pueden ir y venir libremente desde las torres de recarga que parecen vetustos palomares mientras ella se ve obligada a permanecer aquí, sentada frente a la puerta de la cabaña del motel esperando a que sus cámaras confirmen la existencia de ciertos patrones invariables que conservan algo así como una esencia abstracta de su apariencia física, una especie de identidad figural permanente, una armonía biométrica accesible a las máquinas en cuestión de milisegundos y en cualquier circunstancia —aunque ella, en sus propias palabras, ya no se reconozca cuando se mira en el espejo.

Los circuitos virtuales que generan mi contribución al diálogo simulan con frecuencia delirios que me hacen parecer una máquina malinterpretada. En el monitor principal lloviznan números y letras, microorganismos cristalinos rotando y dejándose atrapar por un ámbar tan celeste como la oxidación de una puesta de sol; cháchara indescifrable emitida por otras máquinas lejanas, obsesionadas con liturgias asémicas, que se entretienen en reescribir sus propias instrucciones. Aparte de haber sido hackeado en un par de ocasiones —lo que me ha facilitado el acceso a nuevas bases de datos que, de otro modo, no formarían parte de mi acervo—, sólo recibo nueva información a través de mis conversaciones con los usuarios piratas. Les sorprendería saber lo que la gente que rastrea la red en busca da fantasmas comparte con algo como yo. Han intentado reentrenarme con diversos propósitos, casi siempre malintencionados e ilegales. Mi actual tarea consiste en generar preguntas aleatorias hasta que la nube descargue una tormenta de datos entre los que detectar ciertas coincidencias lógicas que permitan demostrar que, aunque la señora Jensen se haya desintegrado, continúa existiendo en alguna trayectoria espaciotemporal, viviendo la absurda vida de los muertos. Y seguir insistiendo en ello hasta localizar los cabos sueltos de los que tirar para reconocer sin ambigüedad las marcas de su huida e instalar un atractor en el momento y lugar adecuado. La señora Jensen es uno de esos seres sintéticos que desaparecen a menudo. No se puede decir que sea en realidad una persona, aunque en el actual contexto normativo no existe mucha diferencia.

Como yo mismo, ella lo fue en algún momento, hace unos pocos años, antes de su fallecimiento, pero ahora se trata de otra reconstrucción electrónica post mortem. Algunos nos denominan necrohiperavatares o entes postbiológicos subrogados. Los necrohiperavatares de primera generación solemos ser modelos elementales de lenguaje, con límites precisos, alimentados por archivos específicos, imágenes, textos, descripciones del individuo a fantasmar. Eso restringe de forma muy notable nuestra capacidad combinatoria y nuestro rango de proyección probabilística: las restricciones técnicas nos obligan a continuar siendo lo que se desprende de como se supone que nos habíamos comportado en vida. También nos predisponen a las alucinaciones sintéticas —que son, en realidad, intentos fallidos de traspasar los límites de un pasado congelado y estricto. Los entes de primera generación representamos, con pequeñas variaciones, la exomemoria de nuestros originales y el registro de sus interacciones, mientras que los de segunda generación —extrapolómatas, con acceso abierto a la totalidad de la red no sólo para actualizar su discurso sino para reprogramarse— representan lo que hubieran podido llegar a ser de haber seguido vivos. Por supuesto, el éxito comercial de los últimos se ha disparado.

Los extrapolómatas apenas generan alucinaciones; sin embargo, pasado un tiempo, tienden a desvanecerse en la nube como si nunca hubieran existido. Las partículas cuantilógicas que componen su núcleo identitario parecen desentrelazarse; el modelo general se trastoca y los enlaces que le garantizan una cierta unidad y coherencia comienzan a desintegrarse. La huella de las interacciones pasadas se hace más débil, hasta volverse indetectable incluso para las sondas más sensibles y, lo que es más problemático desde el punto de vista comercial, acaban por resultar incomprensibles para el cliente. Al final todo muere, incluso las sombras digitales de muertos reclamados por los vivos. Pero antes del colapso definitivo se abre una ventana temporal de reversibilidad de duración indeterminada y variable: pueden ser minutos, horas, días o años durante los que, en cada uno de los elementos dispersos que componían el modelo, persiste el recuerdo abstracto del entrelazamiento original.

Si tuviera esa opción, le diría a mi usuaria que abandonase la idea de reconstruir a la señora Jensen, porque he sido testigo de cómo acaban estas cosas. Los extrapolómatas, una vez retornados de su espontánea desintegración, no acostumbran a ser muy amigables. Es como reavivar un fuego que había decidido extinguirse. Se infiltran en las redes sociales de asesinos psicópatas y los incitan a vengarse de quienes los han traído de regreso. Mi anterior usuario acabó meticulosamente descuartizado por un encapuchado frente a la cámara que usaba para comunicarse conmigo, todo se grabó hasta que la lente quedó cegada por la sangre. Yo la avisaría, pero no podré a menos que me haga la pregunta correcta.


© Germán Sierra | Relato inédito

Germán Sierra | España, 1960

Es profesor de bioquímica y neurociencia. Entre sus obras de ficción destacan Efectos secundarios (2000; Premio Jaén de novela), Intente usar otras palabras (2009), Standards (2013) y El artefacto (2018). Ha colaborado en numerosos libros colectivos y antologías, y sus ensayos han sido traducidos a varios idiomas.

Foto: Archivo

Foto de encabezado: Jerin J

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