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«Cementerio de dioses», por Mónica Marchesky

—Tendré que ir al cementerio de los dioses —se dijo Marion, pasando por delante del espejo del corredor que llevaba a la cocina.

Lo expresó casi en un susurro, pero LC60 apareció de la nada. Era un artilugio mecánico andrógino, que hacía tanto que estaba en la casa que le chirriaban las articulaciones.

            —¿Al cementerio de los dioses? ¿Para qué? —preguntó parándose delante de Marion.

Notó que también le temblaba un ojo.

            —60, fue solo algo que se me cruzó por la cabeza, es que hace tanto que no llueve que…

            —Pero los cultivos hidropónicos se están desarrollando muy bien con el agua artificial. Tenemos la casa con serpentines. ¿Qué te preocupa? —levantando una ceja.

            —¿Qué te preocupa? —repitió Wilde, en el mismo tono, siguiendo de largo, sin esperar respuesta.

            —¡Me preocupa que no llueva! —le gritó, también sin esperar respuesta.

            —¿Y? —asomando la cabeza desde la cocina.

            —¡Dice que va a ir al cementerio de los dioses! —le gritó 60 sin mirarlo.

            —¡Otra vez con ese tema! —desde la cocina.

            —¡60! ¡No te metas en la conversación! ¿Dónde está 61?

61 era otro artilugio mecanoide, hijo de 60, un bebé que todavía no hablaba, solo gemía como los monos.

            —Estaba durmiendo, pero con los gritos se despertó… —dijo saliendo rápido hacia el dormitorio.

Marion se apersonó en la cocina, donde Wilde preparaba un jugo. Oyó los pasos acompasados de 60 y el «¡uh! ¡uh!» de 61. Entró y cerró la puerta. Sabía que 60 no entraría sin llamar.

            —¿Qué sucede? —le preguntó Wilde, abrazándola.

            —Tengo nostalgia —dijo por lo bajo.

            —Nostal… —repitió buscando el significado.

            —Extraño a los dioses —agregó, separándose—. Sé que es una tontería, pero necesito creer en algo. El presente es un frío engranaje y nosotros somos una ínfima parte de un todo.

            —¡Otra vez filosofando, mi amor! —sonrió y le entregó un vaso con jugo.

            —¡Sí!, filosofando —dijo Marion sentándose a la mesa—. Es que no puedo entender cómo hemos perdido las tradiciones, las creencias, a costa de la ciencia y la tecnología. Los dioses pasaron a ser objetos obsoletos. Antes, cuando no podías tener hijos, le llevabas una esquela al dios de la fertilidad. Cuando no llovía, como ahora, le hacías una ofrenda al dios de la lluvia, o al de las cosechas. Ahora, si no podés tener hijos te lo solucionan con probetas; si no llueve, te hacen agua artificial; si no hay cosechas, levantan platós hidropónicos.

            —Hmmm —dijo Wilde, paseándose—. ¿Y qué querés hacer? Sabés muy bien que el cementerio de los dioses hace unos años que está prohibido para todos, ¡incluidos los mecanoides inteligentes! —gritó con un gesto hacia la puerta, porque sabía que 60 estaba escuchando.

            —Pero…

            —Pero nada, podés tener altares en una sala con sus imágenes, besar sus estampitas, hacerles ofrendas, pero ir al cementerio a hablar directamente con ellos está prohibido. Sacátelo de la cabeza; si querés, podemos encargar un niño con nuestros genes, ya nacido, así no tenés que pasar por la maternidad.

            —No entendés nada, mi amor —le dijo mirándolo a los ojos—. Necesito sentir que estoy viva, creer en algo; pasar por la maternidad sería algo maravilloso…

            —OK —le dijo Wilde pensativo—. Te acompaño si querés ir, podemos acercarnos hasta la franja de prohibición, desde ahí podrás verlos.

Se oyó el ulular de 61 alejándose del otro lado de la puerta; supieron que 60 había estado escuchado, como siempre.

Pusieron una fecha. Un domingo, que era cuando la gente del pueblo Luciérnaga salía a acampar y tener contacto con la naturaleza. El pueblo quedaba a 40 kilómetros del cementerio y se llamaba Luciérnaga porque, al encontrarse entre cerros y picos, el sol se veía poco. Las luces de las calles y casas estaban siempre encendidas, como luciérnagas en la oscuridad.

Wilde había abierto una empresa de repuestos mecanoides a unos diez minutos de su hogar. Importaba todo lo relacionado con ellos, brazos, piernas, ojos, chips, software, todos los repuestos los podían encontrar ahí. Marion trabajaba de traductora manager de contenidos para páginas web, desde su casa.

A LC60 se lo habían enviado los exportadores a Wilde como un prototipo para ver los repuestos; lo tuvo un tiempo en la tienda y luego se lo llevó para la casa y le hizo algunos ajustes, y cuando el mecanoide comenzó a molestar, le armó un pequeño bebé para que tuviera con qué entretenerse. 61 desarrollaría su inteligencia, hablaría, haría combinaciones de datos, pero siempre sería un bebé de seis meses, que se incorporaría, tiraría cosas y gatearía.

Ambos, cerca de los cuarenta años, estaban dentro de lo que se llamaba la generación bisagra. Habían visto cómo todo se desarrolló de una manera tan rápida que quedaban restos de la generación anterior, incluidos la creencia en algo sobrenatural, como los dioses.

Wilde se había acostumbrado muy bien a la nueva realidad, la utilizaba en su diario vivir, pero Marion era sentimental, añoraba los días en los que hablaba con sus abuelos. Recordaba la visita a los dioses en sus grutas; le fascinaba que lo sobrenatural estuviera tan unido a su vida y nunca se pudo acostumbrar a la nueva realidad tecnológica, fría, impersonal y desechable. Necesitaba hablar con ellos, contarles cosas, pedirles milagros, sentirse segura.

Al llegar a la zona de prohibición, que era hasta donde podían acercarse, Marion quedó sorprendida. A lo lejos se veían enormes monumentos semienterrados en una arena rojiza. El arco de Apolo se elevaba en un brazo; Neptuno estaba de lado, y su tridente horizontal, el pico de Horus, se mostraba desafiante; la diosa Astarté con sus enormes senos dominaba un ambiente extraño. Una imagen de Jesús, con sus cabellos dorados, su corona de rayos y un corazón en la mano, cortada por la mitad. La cabeza de Visnú, separada de su cuerpo. A lo lejos se veían fragmentos de dioses que parecían aztecas o mayas, no los reconoció.

            —¡Bien! ¡Ahí tenés tus dioses! Quedate el tiempo que necesites. Yo iré a recorrer la zona. Llamame al cel —le dijo Wilde y se retiró.

Cuando se quedó sola, el silencio se hizo abrumador. Creyó sentir el ulular de 61 ¡Imposible! —se dijo—. Agudizó los oídos y comenzó a recorrer alrededor del coche. Al llegar al baúl, oyó un «¡uh! ¡uh!» y abrió de un golpe, y vio a 60 acostada, abrazando y tapándole la boca a 61.

            —¡60, no lo puedo creer! ¡Esta vez pasaste todos los límites!

            —¡Shhh, no digas nada, por favor! Quiero conocer a tus dioses, que tanto te mantienen alerta.

60 salió del baúl y se enfrentó a la visión fantasmal de aquellos enormes cuerpos, enterrados y decapitados.

            —¡Oh! —dijo llevándose las manos a la cara, soltando a 61, que cayó como un escarabajo en sus cuatro patas y salió gateando hacia el cementerio, pasando por el enrejado sin problemas.

            —¡61! —gritaron las dos a la vez, mientras veían cómo el escarabajo-mono seguía con su ulular hacia las estatuas.

            —¡Debemos rescatarlo! —gritó 60—. ¡Qué torpe soy!

            —No podemos, está prohibido —agregó Marion resignada.

            —¿Por quién está prohibido? —gimió 60.

Entonces Marion se dio cuenta de que no sabía por quién estaba vedada la entrada. Las inteligencias creadas por el hombre habían prohibido la adoración a los dioses como una forma de dominación hacia los humanos. Eso era algo que las nuevas inteligencias no podían entender, por lo que hicieron un cementerio y colocaron ahí todas las estatuas e imágenes que los humanos adoraban; las desterraron, las hundieron, las ocultaron y aniquilaron.

Ya no se oía el ulular de 61. Decidieron entonces trepar el alambrado y pasar hacia el cementerio. Siguieron el rastro del bebé mecánico y éste los llevó hasta los senos de Astarté, el tridente, el corazón, y finalmente lo encontraron ante los ojos rojos de Horus. A las dos les pareció ver que Horus movía su cabeza, admirando sorprendido al mecanismo. 60 lo tomó en brazos y salieron rápidamente hacia el lugar donde estaba el coche. Al pasar al lado de la cabeza de Visnú, creyeron ver que les guiñaba un ojo, a la vez que los rayos de Jesús se iluminaron y el tridente de Neptuno les dio un empujón.

Al pasar al otro lado, Marion encerró a 60 y 61 en el baúl y llamó a Wilde.

            —¡Nos vamos! —le dijo—. Ven, ya es suficiente.

            —¿Y? —le preguntó Wilde—, ¿pudiste pedirle a tu dios el agua que tanto te preocupaba?

Claramente se había olvidado del pedido; adivinó una risita mecánica y un «¡uh! ¡uh!», y sonrió.


© Mónica Marchesky | De la antología Ruido blanco. Cuentos de ciencia ficción uruguaya (MMEdiciones)

Mónica Marchesky | Uruguay, 1959

Narradora de ciencia ficción y género fantástico, poeta y editora. Autora del libro de cuentos Cabezas mojadas (2017) y de las novelas Experimento 23 (2020) y ¿Has sido bueno y piadoso, Francisco? (2021). Es también codirectora de Ruido blanco, revista dedicada a la difusión de la ciencia ficción uruguaya, y animadora y coordinadora de talleres literarios desde hace varios años. Su obra ha sido reunida en diversas revistas y compilaciones.

Foto: Archivo

Foto de encabezado:  Yusuf Dündar

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