Decidí matarlas a todas de hambre. No podían quedar testigos. Por las noches, mientras leía, se posaban frente a mí. Inquietas, me interrogaban con sus grandes ojos café. Preguntaban por comida. Les decía que había comido fuera, que no tenía tiempo para pasar al súper y les daba mil excusas y promesas de comida que nunca llegaría. Prometía.
—Te van a enjuiciar por asesino —me dijo Marcos al verlas—; estás provocando un lento apocalipsis. Deberías contratar a un sicario y te deshacés de una vez del problema. Es más humano.
—Ni loco, no podría imaginarlas agonizando. Por lo menos de tanta hambre ya casi no hablan.
Las cucarachas comenzaron a ponerse nerviosas. Cuando me creían dormido, las escuchaba discutir sobre mi problema, que cuánto duraría, que de quién era la culpa, que no comprendían. Algunas hablaban de crear estrategias, otras de dialogar conmigo, de terrorismo reactivo, de irse a la huelga. Un selecto grupo, con las conexiones necesarias, emigró al apartamento inferior. Antes de irse se despidieron, me dijeron que comprendían mis medidas, que permaneciéramos comunicados por si me arrepentía. De vez en cuando me mandan postales de rincones del apartamento del vecino, algunas fotografías, una que otra invitación para ser padrino de algún bautizo. Las que se quedaron continúan cuchicheando bajo la librera. Si me acerco se dispersan a toda velocidad por la sala, se hacen las locas y unas intentan distraerme haciendo el amor en una esquina.
Los plásticos y papeles dificultan su digestión. Los residuos de café son nefastos para las más chicas; no tienen alimento para compensar la energía que les provoca y les succiona. Quieren conmoverme. Dejan los cadáveres sobre mi cama, sobre los sillones y en la ducha. Por las noches, los sepelios. Prenden los residuos de mis velas, bajan las gradas llorando con las muertas sobre el lomo.
Las más viejas y sabias encabezan la procesión. Dos filas laterales a las muertas avanzan rezando en latín. Los deudos y las viudas cierran el desfile. Algunas marchan cargando sus huevos sobre la espalda. Luego, los nueve días. En mi cuarto. Bajo la cama. Le rezan a las ánimas benditas y comen platillos de papel y plástico. Esperan que no quede indiferente ante tanta muerte.
Cada día aparecen decenas de cadáveres por todo el apartamento. Pero no puedo seguirles el juego. Las conozco a todas por sus nombres y he derramado algunas lágrimas por las más queridas cuando nadie me ve. Un asesino como yo no tiene derecho a demostrar sentimientos, así que hago mi duelo fuera de casa y paso a la parroquia a prender velas por las almas de las muertas. Nunca he podido matarlas directamente, no podría vivir con el remordimiento. No podría dejar de escuchar el crujido de su cuerpo gelatinoso bajo mi zapato, como cuando mamá las aplastaba y sus gritos de dolor me trepanaban los tímpanos. Tampoco podría bañarlas en insecticida y pensar en su angustia al ser asfixiadas. No podría.
Tengo que acabar con ellas. Mantienen vivo tu recuerdo. Tú estás en cada una, en sus huevecillos, en sus hijas, en las hijas de sus hijas, en sus bisnietas. Una de las más chicas tiene tu misma boca. Hay otra, una más crecida, su voz suena como la tuya. Las que comieron tu brazo querían permanecer juntas y se han ido con el vecino. Me acompaña el resto de tu recuerdo.
Las cucarachas me han escrito, planean emigrar a París. No me atormenta saber que parte de vos estará dando vueltas por la Tierra, pero lejos de mí, con el vecino que se va y se lleva todas sus cosas.
Se han ejecutado ya las primeras fases del traslado. Tienen localizados varios puntos de escondite. Las gemelas partirán entre los libros para estudiar francés durante el viaje y no tener problemas de comunicación al llegar a París. Sabes que son unas intelectuales. Estarán bien, tú estarás bien.
Gracias a la política de hambre he aniquilado, luego de tres semanas, a las que componían tu pie izquierdo. La medida es eficaz, mas no rápida, están comenzando a comerse los libros y la ropa para sobrevivir. Me hablan de tu sueño de una noche de verano y se pasean con sus alas rojas como tu suéter de cuello alto.
La comida se ha acabado, también los muebles, sólo quedan esqueletos de madera y de metal por toda la casa. Por la hambruna quedan solamente las que se alimentaron de tu cabeza, tu teta izquierda, el lunar de tu brazo, el índice, el meñique y el pulgar de la mano derecha, parte del ombligo y residuos de pulmón. Hay algunos huevecillos, pero la mayoría se han secado, no nacerás de nuevo. Algunas sobrevivientes me llaman asesino, malparido.
Ayer por la noche se acercó una de ellas, una con ojos de anciana que voló con dificultad hasta mi sillón, interrumpió mi lectura con su voz deshidratada, preguntó por qué las mataba, me dijo que sabía que yo las había amado y que no comprendía qué pasaba. Le expliqué que la guerra no es contra ellas: es contra tu recuerdo, que trataba de sacarte de mi memoria, dejar que murieras con ellas, no conmigo. Dijo que comprendía, pero que la responsabilidad era mía por no dejarte partir, por animarlas a consumir tu cuerpo hasta acabar con los huesos. Me dijo que eran poco menos de trescientas, que habían decidido quedarse porque me amaban, porque tú y yo habíamos alimentado a sus hijas por generaciones, pero dijo que no era justo que ellas murieran de hambre y yo no, y anunció que habían decidido no dejarme salir. No encontré las llaves. No hay comida. Cuando intento acercarme a la puerta, se lanzan todas contra mí, suben y bajan por mi cuerpo, me hacen cosquillas. No he podido acercarme a la puerta.
Podrías contarme las costillas. Otras han muerto. Sólo quedan pedazos de tu rostro y el dedo meñique. Se han trasladado a mi cuarto, me rodean y esperan. Tengo los ojos secos. No sé cuántas quedan. Se mueven a mí alrededor, rozan mi piel. Hablan con voz baja. Alguna camina sobre mí. Se para sobre mi nariz. Extiende sus alas ante las fosas y la respiración la empuja hasta la mitad de mi boca. Todavía no —dice bajito para que no la escuche o para darme miedo—.
Me dejaste solo. Te pudriste frente a mí. Te pusiste amarilla. Yo te amaba. No podía perderte. Tampoco acostumbrarme a no llamarte. No sentirte.
No sé cuántas quedan, pero escucho más ruido en la habitación, llantos de pequeñas. Creo que se han alimentado de mi piel muerta, de los cabellos que he perdido. Una de ellas, una muy joven, pequeña y ágil, una que no conozco pero que tiene tu sonrisa, se cuela por mi oído. Explora, sale y dice que aún sigo vivo. No tardará, dice otra.
© Denise Phé-Funchal | Del libro de relatos Buenas costumbres (F&G Editores, 2011)
Denise Phé-Funchal | Guatemala, 1977
Escritora y socióloga. Ha publicado las novelas Las flores (2007) y Ana sonríe (2015), el poemario Manual del Mundo Paraíso (2010) y el libro de cuentos Buenas costumbres (2011). Algunos de sus relatos y poemas han integrado selecciones como Sin casaca (2008), Región (2011), Poesía para todos (2011), Ni hermosa ni maldita (2012), El futuro empezó ayer (2012) y Kafkaville (2015).
Foto: Archivo
Foto de encabezado: Erik Karits