Mi lanza mi niña mi brezo
mi realidad mi frasco mi retama
te contemplo mañana te llevo
donde no sabré ir
Andreé Chedid
SALÍ a la calle arrebatado por mi tormento. Esa es la libertad, la libertad suprema del bufón: ver todos los rostros de las personas: mentidos, hundidos, gobernados, llagados por su costumbre de nacidos. Me reí por dentro de mi alegría rabiosa, de mi pobre soledad, de mi anonimato bestial, de mi cercanía con la última certeza, esa que ya no intenta ser traslúcida a través de las palabras y el ejercicio incesante del pensamiento, sino que, ya en el cenit de su comprensión, después de miles de muertes, ríe y llora, llora y ríe, amando a todos los seres, sola y al fondo de su vida, mientras una mujer que siempre te ha amado espera por ti, paciente y sencilla, como la naturaleza misma.
Nil me llamó desde su trabajo, me dijo que estaba sola, que se moría por darme de mamar. Nil tenía dos pechos inmensos y plenos. Llevábamos cinco meses sin vernos, desde la vez que me dijo por teléfono que estaba embarazada. Había sido su amante por más de 6 años; Nil era una mujer casada cuyo esposo siempre estuvo por abandonarla sospechando quizás que suspiraba y lloraba por otro (yo era ese otro), hasta que por fin la dejó un 31 de diciembre. Dos meses después yo la había embarazado, seguramente en nuestro viaje de fin de semana a la playa; un mes después, a finales de marzo, ya era una mujer divorciada ¡Nunca pudo quedar embarazada de él en sus siete años de casada! Ahora esperaba un hijo mío y la duda de que en verdad fuera mío me había sumergido en contradicciones violentas durante los días de penosa distancia en los que no me había decidido a enfrentar la verdad. A pesar de ello, y no muy convencido, le dije que iría, que me esperara. Cuando colgué el teléfono, mi boca era agua al abrir los ojos. Me di cuenta de que lo tenía duro y apretado bajo el pantalón.
Nil trabajaba como secretaria en una organización religiosa; tenía casi 13 años trabajando allí, por lo que se había ganado el honor de ser la mano derecha de los dirigentes, quienes no tenían ningún problema en dejarle las llaves de la institución para que se quedara hasta altas horas de la noche trabajando. Llegué a su oficina con el delirio a mil, me preguntó qué me pasaba, pues me notaba extraño. Siempre he sido una persona nerviosa y algo exacerbada. Su intuición vio en mi rostro lo que mi espíritu cegaba para mí mismo; me conocía desde hacía 6 años, creo que sabía todo de mí o, al menos, veía y reconocía la locura de mis días incalculables. No había nadie en su trabajo, como me había dicho por teléfono, estaba sola, en su oficina, sentada detrás del escritorio, con un vestido blanco de escote con flores. Para mi mayor pesar la encontré más bella. Hablábamos cerca, sin besarnos, como si siempre estuviésemos molestos, como si nuestro presente fuera una reconciliación en potencia. Ella siempre dudaba de mí para dejarse convencer por ella misma «de lo que sentía»; yo siempre desconfiaba de ella, por su lujuria, por su dulce amor, por su obsesión conmigo, por el hijo que esperaba, por sus ojos ámbar que lo sabían todo, por mi ingenuidad, por mi bestial paciencia de entregarme a la voluptuosidad de sus pechos gloriosos.
El silencio de su oficina invadido por el rumor del aire acondicionado me torturaba. El equilibrio entre la duda que era mi martirio y lo que sentía por Nil me convertía en una sombra, es decir, inmóvil y lejano, pero a la vez incapaz de alejarme de ella, como el objeto que proyecta la silueta de la sombra sobre las superficies. Tendría un hijo de una mujer en la que no confiaba con honda pasión, sino con una resignación sensual, con una entrega agradecida, sumisa y a la vez despiadada, a su talento de soportarme 6 años con todas mis metamorfosis, novias, amantes, viajes psicodélicos, rumbas infinitas, tres ingresos a hospitales psiquiátricos, un intento de suicidio, períodos extensos de depresión, angustias, euforias, ataques de pánico, silencios infinitos, humillaciones, decepciones, imprimiendo mis poemarios para concursos que nunca llegué a ganar, amándome más allá de todos mis fracasos; porque cuando todas se iban, Nil siempre estaba allí, fiel, recóndita, alegre, pura, con su boca victoriosa, su cara de margarita y sus enormes pechos trigueños. Ahora esperaba un hijo mío y me sonreía con la satisfacción de una santa, obligándome a alegrarme por ella y por nuestro hijo, convenciéndome de una felicidad mutua con sus ojos ardientes y tristes, que yo rechazaba —¿Por qué estaba allí entonces con ella?—. Cuando supe que estaba embarazada me entró la paranoia de que el hijo no era mío. Me reventaba por dentro el cálculo de los días entre la ida de su esposo, la última menstruación y los días de ovulación que coincidieron con el viaje a la playa. No podía confesarle mi duda a Nil, se trababa de Nil, no de cualquiera. Mi amante y amiga, mi madrina, como siempre solía decirle. Nil era alta, de piel trigueña, su cabello castaño oscuro rozaba sus hombros, mirada de niña a pesar de sus 33 años y una pollina victoriana que cubría su frente por la mitad, revelándome su mirada de perversidad cándida, de sacrificio y entrega. Sus nalgas eran pequeñas pero empinadas, espalda curvada extensa hasta la nuca desnuda, piernas delgadas, pechos inmensos y un lunar azul cerca del pómulo izquierdo. Tenía dos dientes de paleta que centraban su sonrisa enamorada sobre mí, un joven escritor 10 años menor que ella —¿Acaso no he continuado con ella esperando el desenlace de su obsesión para comprobar su origen, el porqué de su insistencia conmigo, hombre frágil de desgarradoras pasiones que estaba condenado a la muerte o a una vida ruin? ¿Ella ha sido un ángel en mi vida o, tal vez, la causa de todas mis desgracias? ¿Puede la verdad de un ser, más allá de su total presencia, influir en las decisiones de otro ser cuyo espíritu les ha dado la vuelta a todos los mundos improbables? ¿Acaso no es inconcebible la verdad?
Siempre fui una persona sensible que sufrió de los nervios y, por lo tanto, de una intensa inestabilidad emocional. Cuando me enteré de que tendría un hijo sabía que ya no podía matarme. Esa conciencia del suicidio siempre me acompañó como otra respiración que me aliviaba la tensión del presente; ahora el suicidio era el olvido de una pasión. Tener un hijo, como diría alguien que no recuerdo, te hacía rehén de la vida. Nil continuaba viéndome con su materna devoción lujuriosa. Quise irme de la oficina a otro lugar dentro de la institución donde ella trabajaba. Convenimos en levantarnos y salimos de su oficina. Todavía no quise ver su vientre de 6 meses cuando se incorporó. Llegamos a un salón lleno de numerosas literas. Nil cerró la puerta cuando el silencio nuestro colmó el espacio del lugar. Me señaló una silla haciendo un gesto con los ojos y la nariz que me era familiar. «Respira, Andrés, estás hiperventilando, no te voy a hacer nada». El silencio en mi rostro me transfiguraba, me convertía, sin remedio, en una bestia. Me sentí con el peso abusivo de todo lugar imposible. Desconfiaba de que fuera mi hijo y a la vez no podía evitar sentir la alegría que ella me vaciaba en lo más íntimo. No sé cómo soporté quedarme allí sentado, endurecido por todas las ausencias, condenado por la verdad de ser un hombre de carne y hueso —Pero ¿acaso ser verdadero no consiste en sentir la voluptuosidad de estar muerto?
Me besó en la boca con la ternura que sabía que yo esperaba, mientras, abriendo las piernas y el vestido, se acomodaba sobre mis rodillas reposando sus nalgas. Me quedé inmóvil y no respondí a su beso, permaneciendo con la boca cerrada; pero esperé, e insistió con el otro beso y el otro y el otro, cada uno venía repleto de una precisión inconquistable. Cedí y abrí los labios aun sabiendo que el origen de todas las tristezas era la voluptuosidad, que la verdadera duda era ser vencido por la gracia, que la amaba a pesar de mi tormento— ¿y no era acaso ese el mayor de todos los tormentos? ¿amar con la duda atravesándote todo el organismo?
Nil sintió el relieve de mi pija ensanchada debajo de sus piernas y se apretó contra mí sin apartar sus labios de mi boca. Me entró ese miedo voluptuoso que es un placer y a la vez el odio puro de amar así. Con cuidado de no apretar su vientre, descubrí el vestido con mi mano derecha y me sumergí en la contemplación de esa cúpula color miel que cubría a nuestro hijo. Me vi sorprendido acariciando su vientre colmado; mi erección aumentó, crecía bajo mi pantalón como nuestro hijo crecía dentro del vientre de Nil. No pude esperar más y arranqué su vestido de flores, y en el momento que sus brazos extendidos hacia arriba lo abandonaban al aire —a la altura de su corazón—, del interior de la copa de sus sostenes rojos se desprendieron sus inmensos senos ante mí como dos milagros. Eran perfectos como la soledad completa, pensé. No pude contenerme y reposé mi frente delirante en uno de sus pechos, rindiéndome. Mi ojo izquierdo se dejaba penetrar por su pezón que, erectándose con rapidez, hundía mi córnea cuando ella me abrazaba como a un peluche. Comprobé, con inédito placer, que mis pestañas, entre ellas independientes, se movían como antenas acariciando los poros de la aureola del pezón. Ella se rio desde arriba con dulzura. Sentí cómo la porosidad de sus pezones erizaba la piel morena de sus dos grandiosos pechos. Su mano sostuvo el seno derecho aún con la piel erizada y lo dejó reposar en mi boca para darme de mamar. No dejé de mamar sus senos por un segundo mientras la abrazaba y, cerrando los ojos, empecé a llorar por la boca. La delicia de ser su niño cabía en mi erección dura crecida y ahora cubierta por su mano, que me apretaba buscándome con insistencia, apretándome encima del pantalón. Empinó las nalguitas al levantarse de mis rodillas; el rosario de la Rosa Mística colgaba de su cuello acariciándome la nariz, y su pezón endurecido todavía en mi boca me consolaba con su ida. Nil giró su cuerpo en una pausa misteriosa dándome la espalda y apoyando sus manos en el alféizar de la ventana; vi sus piernas desnudas. Comprobé que sus medias de flores estaban mojadas por un flujo que se venía deslizando desde arriba. Me lancé al suelo —así como un mendigo se tira para recoger unas monedas— y lamí la cicatriz de su tobillo, lentamente, ascendiendo por sus rodillas, recogiendo la humedad de los muslos, acumulándola toda en la garganta hasta que descendió dentro de mí como un brebaje tibio. Mis ojos estaban vaciados del dolor que me arrancaba la crueldad que se avecinaba. Inclinándose un poco más sobre la ventana, quitó una mano para sostener su vientre, temiendo que al bebé le hubiese sucedido algo. Cuando llegué a la línea en donde empezaban a abombarse las dos lonjas de sus nalgas, un cristal de flujo como un cuajo se desprendió de arriba explotando en mi cara su claridad, cubriendo mis ojos y pestañas de fluido espeso. Dejó escapar un suspiro entre avergonzada y sorprendida por el derrumbe de su vulva que cubría mi cara como una máscara. Me levanté extasiado por el amor que inflamaba mi pecho, como si la sola visión de su vientre me hubiese herido en lo más hondo de mi hombría, hasta el punto de que mi miembro erecto y duro se lo empujó hasta lo último, deslizándoselo por su culo apretado. Ella chilló de placer antes de que pudiera decir «por ahí no…», ya estaba adentro y completo como lo está un cadáver en su propia tumba.
Mientras mi pija sufría los embates de su ardor, su vientre aumentaba de tamaño. Era una sensación extraña, como la garganta de un anfibio; su vientre no explotaba ni siquiera cuando mis testículos, imitando la presión de lo inconcebible, dilataban el ombligo de Nil, mientras la penetraba contra la ventana. Ella decía, entre gemidos, con la cara desencajada de goce: «¡Cuidado con la bebé, Andrés!», y temblaban sus mejillas rojas por el calor que se concentró dentro del cuarto. Casi no lograba dominarme cuando su peso sobre mi cuerpo me desvanecía con furor, y alcancé a decir entre los temblores: —«¿Cómo que ella?» —«Es niña» —me respondió—, con una sonrisa capaz de detener la paranoia más cruel. Cerré los ojos y los apreté con fuerza como si sostuviera el peso de mi hija con mis párpados, impidiéndome despertar. El placer del culo de Nil se me pasó al corazón, y una piedad desmedida me trastornó el sentido. Retiré el miembro henchido de su entrada mojada y rodeándola por debajo, con mis brazos, la alcé trasladándola a unas literas cercanas que se empleaban para los sacerdotes de visita. Cuando Nil ya estaba extendida a lo largo del colchón sin sábana, me suplicó apretando los dientes: «Métemelo… métemelo… métemelo…», mientras yo le escupía el nacimiento de las piernas, que se abrían recibiendo toda mi pija tiesa hasta el fondo. Un rugido de placer estalló en todo su cuerpo y mis manos se posaron sobre su vientre, que se agitaba y vibraba como un tambor. Mis piernas temblaban. Sentía que no sólo le hacía el amor a Nil, sino que también le hacía al amor a mi hija, a las dos las imaginaba unidas por mi miembro a lo largo de un pasillo oscuro que ellas llenaban con su conspiración de ternura, soledad y futuro. Las dos juntas, desvanecidas, se unían por la posibilidad de estar los tres para siempre dentro de esa luz que ascendía sobre mí y me enterraba de lleno entre sus piernas. Me sumergí en un silencio inmaculado que me hacía escuchar los gemidos de Nil muy lejos, quien no dejaba de advertirme entre clamores de lujuria: «la niña, la niña, la niña, la niña, cuidado, ahhhh, la niña, Andrés, la niña, ah, ahhhhh.» Todo se detuvo a mi alrededor: la Rosa Mística del rosario que rodeaba su cuello me sonreía orgullosa, las otras literas contiguas parecían albergar personas que me murmuraban plegarias y ruegos; y Nil, debajo de mí, se transfiguraba en una adolescente impúdica: su rostro de pronto mostraba unos pómulos gráciles, sus labios, más delgados, se retorcían de placer, su nariz fina y sus pechos, ahora pequeños, parecían nacer ante mí como si fuesen testigos de la pubertad floreciente de una joven desconocida. Solté el chorro de leche y mi mente se obnubiló por completo, las tinieblas me rodearon y, disminuido hacia mí mismo, me sentí alejarme a un lugar sin fin y sin retorno.
Intenté abrir los ojos, pero no podía ver, sólo tocar; una oscuridad viva y gelatinosa me rodeaba como una camisa de fuerza; un resplandor anfibio de estar muerto y vivo me hacía latir. Escuchaba afuera de donde me hallaba prisionero murmuraciones de personas. Comprendí, para mi infinito horror, que estaba dentro del vientre de Nil, pero todavía conservaba mi conciencia de escritor. Me aterroricé y empecé a gritar con fuerza para que me sacaran, golpeando las paredes de mi prisión con todo mi ser.
—¡Ah! Dame tu mano, mi amor, siente cómo me está dando ahora palmaditas el niño en mi vientre —exclamó Nil maravillada desde la cama, en donde recostada sobre unos cojines con motivos persas leía una novela gruesa de Lawrence.
—¿No era una niña? —preguntó su esposo atónito mientras se secaba el cuerpo mojado con una toalla roja desde la puerta del baño.
—¡Te mentí para darte una sorpresa, es varón como querías! —interrumpió Nil con una sonrisa. —Ven, toca.
—Siempre quise un varón —dijo su esposo reponiéndose del asombro—. ¿Qué nombre le pondremos? —preguntó posando su mano sobre el vientre de Nil.
—Le llamaré Andrés.
Cuando por fin logré salir de ese encierro, vi cómo Nil estaba bañada en sangre sobre una camilla, y tres o cuatro doctores a su alrededor conversaban sobre un partido de fútbol, mientras se escuchaba al fondo, de forma débil, como un hilillo, un vallenato que uno de los doctores tatareaba en el momento en que jurungaban con unos instrumentos metálicos el vientre por donde yo había salido gritando a morir ¡Qué susto estar allí primero y salir con todo ese afán inexplicable por la vida después! La enfermera que me envolvió entre una cobijita azul me vio como a un pan y me parpadeó, contándome secretos que sólo en ese momento entendí para siempre. Cuando me sacaron a la luz pública, es decir, cuando toda la familia me vio por primera vez en los brazos de la enfermera, los presentes empezaron a gritar como si hubiese entrado un ratón a la sala de neonatología. Una señora, mi abuela, tal vez, chillaba desesperada ante la visión de mi belleza inédita. Otra señora, menos vieja pero igual de histérica, lanzó otro grito, pero más agudo aún, lo que se suponía una reacción debido a mi nacimiento; pero cuando otra señora también gritó pensé que estaban poseídas por el delirio. Creo que competían entre ellas a ver cuál se deleitaba más con mi carita de recién nacido o cuál de ellas se conmovía mejor de acuerdo con la situación. Al lado de esas viejas embelesadas, un hombre confundido, que vestía una camisa azul claro, me miraba como si no hubiese sido yo al que esperaba. En sus ojos intuía destellos que interrogaban a mis tiernas formas faciales, como buscándome rasgos que yo no tenía, forzándome la cara con la voluntad de su pensamiento. Ese era mi papá, seguro, con esa cara de cabroneado que no se la quitaba nadie; me deleité por dentro, ese era el esposo de Nil, el pobre tipo disimulaba la angustia de su duda y murmuraba para sí pensamientos tranquilizadores: «Se parece algo a mí, claro, su boca, tal vez, ¿las cejas?, el semblante sí no es mío, la mandíbula tampoco, ay su madre, me lo encaletaron, papá es el que cría, no te mortifiques, es una bendición, además, míralo, es indefenso y necesita de ti, lo cuidarás siempre, de quién serán esos ojos como de salamandra, qué te pasa, no hables así del bebé, cuál bebé, si es como una ratica, no joda, es tu hijo, nació sano, es lo que tú querías, ay, Dios mío.» Pobre hombre, condenado a cuidarme, a cambiarme las cagadas, aguantarse a la recién parida, a la familia, mostrar su cara de papá a todo el mundo a ver quién se la creía. Yo era mi propio padre y apenas había nacido, mi conciencia era ruin y remota y mi grito la última verdad.
Vi desde mi cuna al tipo que era mi padre saliendo del baño con la pija parada y carnosa, repleta de venas, como las raíces de un árbol enterrado de cabeza en la tierra; vi cómo tomaba a Nil de las caderas, que inclinada sobre mi cuna estaba ocupada intentando dormirme mientras mecía mi nido y me cantaba una canción gitana. Escuché su gemido al ser penetrada. Ella desfallecía y se apoyaba con las manos en el borde de la cuna, y temblaba para no caer encima de mí. El tipo que era mi padre me resultaba familiar desde un punto de vista que no sabía explicar, pero era así, porque mi boquita de recién nacido, como el parpadeo de una flor —me decía para sonrojarme—, explotó en un grito cuando lo vi acercarse desde atrás de los hombros desnudos de Nil, resoplando de placer. Con sus brazos volteó a Nil hacia él, que de espaldas seguía meciendo mi cuna para dormirme y yo entonces empecé a gritar con todas mis fuerzas, desgarrado, como si me torturaran los demonios de esa casa, para que el tipo que era mi padre se detuviera de penetrar a Nil por detrás, quien a su vez me veía con su rostro de siempre cuando me sumergía en el supremo placer, ese que consuela y suplica al mismo tiempo. El tipo se derramaba sobre ella a pesar de mis gritos desesperanzados. Ese maldito no era papá de nadie, me decía, y continuaba llorando de a poquito en mi cuna, pero nadie me escuchaba, balbuceaba haciendo pucheros, herido y pequeño como un recién nacido de cinco meses.
Ya en la cama, el tipo rendido con la boca abierta, semijadeante y triste, dormía; Nil, la bella Nil, a su lado, me amamantaba, con sus pechos inmensos y plenos todos para mí. La Rosa Mística de su rosario me sonreía orgullosa tratando de alcanzar mi boca ocupada por el pezón rebosante. La novela gruesa de Lawrence sobre la mesa de noche me dio nostalgia. Mi boca era agua al abrir los ojos.
© Daniel Arella | Relato inédito
Daniel Arella | Venezuela, 1988
Licenciado en Literatura Hispanoamericana y Magister en Filosofía por la Universidad de Los Andes. Ha publicado los poemarios Al fondo de la transparencia (2009), El andrógino ebrio en el Haitón (2017), Anatomía del grito (2020) y El arcángel (2022). En 2015, editó y prologó la antología Relatos pioneros de la ciencia ficción latinoamericana. Sus poemas y ensayos forman parte de numerosas revistas y compilaciones nacionales e internacionales. Imparte también talleres de escritura creativa, filosofía y budismo.
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Foto de encabezado: Isaac Quesada