Cuando me dijo eso lo miré a los ojos. Antes solo me atrevía a mirárselos cuando me tomaba, pero ahora, como ya te dije, he aprendido a no respetar los ojos del hombre.
Elena Garro, «La culpa es de los tlaxcaltecas»
I.
El viejo tenía una mirada lánguida. No anclaba su vista a la cara del forastero. Más bien parecía atravesarlo y correr, sin detenerse, hacia el pasado; hacia otro tiempo en que el pueblo ni siquiera existía y no había forasteros que llegaran cada noche preguntando por la Casa de las Putas. Le repitió la pregunta y los ojos del viejo parpadearon con improbable lentitud, como si se lamentaran de regresar al presente. Por una vez, el anciano fijó la vista en las pupilas del recién llegado y paladeó la respuesta antes de soltarla:
―Queda al final de aquel trillo ―dijo y señaló con un dedo calloso un caminito que se abría con timidez entre los matorrales. ―Usted se va a topar un guayabal, pero no se figure que el camino se acabó ahí. Atraviéselo y enseguidita va a ver las luces de los quinqués de la Casa de las Putas.
El forastero ya se disponía a seguir su viaje cuando el anciano habló nuevamente. En esta ocasión su voz parecía distinta, más cavernosa, como si emergiera de una garganta que no era la suya:
―A mí no me gustaría saberlo, la verdad. Digo, en el caso de que tuviera yo la juventud y la… usted sabe… En el caso de que yo todavía pudiera estar con una mujer, no lo haría. No me acostaría con ella. Se lo juro por lo más grande. ¿Para qué iba a querer yo saberlo? No los entiendo, no entiendo a toda esa gente que viene solamente para eso.
El forastero, contrariado, observó al viejo un momento más. No entendía de qué hablaba y tampoco le pareció provechoso indagar. Pero ahora temía que las indicaciones de cómo llegar a la Casa de las Putas también fueran un desvarío suyo y que en el guayabal se pudiera encontrar con cualquier atolladero; algún ladrón que lo estuviera esperando allí para robarle, por ejemplo. Se palpó el machete al costado del cinto y se despidió formalmente, con un gesto de la mano en el desaliñado sombrero, antes de encaminarse al trillo con una leve sensación de ridículo pesando sobre sus hombros. Sin embargo, ya la gente del pueblo estaba recogida, cada uno en su casa, y no tenía otro a quien preguntarle. Antes de adentrarse entre los matorrales, miró una vez más a sus espaldas para vigilar qué hacía el viejo y lo vio, tal y como lo había encontrado hacía unos minutos, oteando el cielo estrellado, como si no hubiera en el mundo algo mejor que hacer.
―Hoy tampoco nos va a lloviznar ―creyó escuchar que decía. Pero ya no se volteó a mirarlo de nuevo.
Caminó entre los hierbajos. Sus pisadas hacían demasiado ruido al aplastar las hojas y los tallos resecos del suelo. Los gajos arañaban la tela almidonada de su guayabera y provocaban en su roce un sonido afilado y molesto que le erizaba los pelos de la nuca. Cuando ya empezaba a preguntarse por el final de aquel sendero, se encontró de lleno frente al guayabal. La palabra «guayabal» le pareció una exageración para lo que aquello era: la reunión de unos pocos guayabos marchitos con sus troncos descascarados. Tenían tan pocas hojas en sus ramas aquellos arbustos que pudo, con facilidad, ver del otro lado las luces de la Casa de las Putas brillar temblorosas, como una invitación.
Respiró aliviado. Alzó la mano para agarrar una guayaba verde que pendía sobre su cabeza. Avanzó con paso decidido mientras daba una mordida a la fruta. Pero, acto seguido, tuvo que escupir lo que mordiera. Más que ácida, la guayaba sabía a azufre, como si aquella tierra se hallara justo sobre el Infierno y, por ende, cualquier cosecha que allí se diera terminaba malograda, ponzoñosa.
El forastero alcanzó con rapidez la puerta de entrada al prostíbulo. Estaba cerrada. Tuvo que tocar; tres golpes secos sobre la madera. Posiblemente se tratara de una de las casas más grandes del pueblo y una de las pocas que no estaba hecha de tablas y planchas de zinc, sino de mampostería. Demoraron un poco en contestar. Al rato, abrió una mujer de unos cuarenta años, con mucho maquillaje en los ojos y una especie de albornoz de gamuza y lentejuelas, que lo miro de arriba a abajo antes de preguntarle qué quería, como si aquella pregunta fuera necesaria. El hombre iba a balbucear una contestación, pero la prostituta no lo dejó siquiera empezar.
―Ya sé qué buscas. Todos vienen a lo mismo últimamente. A verla a ella. Pasa. Voy a averiguar si está libre.
El hombre prefirió callarse y pasar, no fuera que de otra manera no se lo permitieran. Adentro, se acomodó frente a una barra roñosa donde un camarero le sirvió un vaso con ron que él nunca pidió. El forastero hizo un gesto con la cabeza, tomó el vaso y olisqueó con disimulo el líquido amarillento. El camarero, un hombre negro de arrugas profundas en el rostro severo, miró su gesto con desaprobación. El forastero, ante su imprudencia, tragó todo el líquido de un solo golpe. Le quemó la garganta y tuvo que contener una tos traidora que ya le venía a la boca. En ese momento, la prostituta que lo había dejado pasar le habló desde la retaguardia.
―Te va a atender ahora. Camina por ese pasillo. Es la puerta del fondo. Pero antes me tienes que pagar…
Al darse la vuelta, el hombre vio cómo los escasos clientes que estaban en la sala, que se abría semioscura frente a la barra, cada uno manoseando a su prostituta de turno, lo miraron con la respiración contenida.
―Mire, doña ―habló él al fin―, yo en verdad vine aquí buscando a una vejiga. La habrán traído hará dos meses. Se llama Eduviges y es…
―Te dije que por el pasillo, la puerta del fondo. Pero que primero tienes que pagar.
―Pero… Doña, ¿usted habla de Eduviges? Es a ella a quien quiero ver.
―No sea porfiado, hombre.―La matrona pareció relajarse al fin y le ofreció al forastero una sonrisa maliciosa―. Aquí nadie la llama por su nombre. Todos le dicen la Niña. Pero claro que yo sé que le pusieron Eduviges y que así le decían hasta que su tío me la vendió. Cómo no voy a saberlo todo de quien me da más beneficios. Van a ser cincuenta pesos. Y me los tienes que pagar ahora.
El hombre quedó suspendido un momento entre el gesto de insistir y el de buscar el dinero en su bota izquierda. El camarero había dejado su sitio detrás de la barra y ahora aguardaba a sus espaldas. A pesar de lo avejentado que le había parecido cuando llegó, visto más de cerca, al camarero se le notaban los recios músculos, forjados por una vida de trabajo duro, bajo la camisa blanca. El resto de los clientes continuaba prestando atención a la escena, como si esperaran también una orden para intervenir. Así que el forastero decidió que lo mejor sería seguir la corriente. Buscó en su bota, en el liguero de las medias gastadas y sacó cinco billeticos manchados de tierra colorada, con los que pagó a la mujer. Luego caminó despacio por el pasillo y empujó la puerta sin antes avisar.
La puerta chirrió. El forastero la cerró con delicadeza tras entrar y por un momento pensó haberse quedado ciego. Tal era la oscuridad que había en la habitación. Sus ojos se fueron acostumbrando a la penumbra. Envuelto en sombras se adivinaba un bulto en una esquina de la cama camera, único mueble de la habitación. Las sienes le latían dolorosamente.
―¿Eduviges? ―preguntó en un susurro. La voz le salió temblorosa.
No recibió respuesta. Sin embargo, el bulto se movió. Caminó en su dirección hasta detenerse justo en el punto donde el único haz de luz, proveniente de la luna llena, entraba por la ventana trazando una línea delgada. El hombre no pudo contener el sollozo. Ante sí tenía a la única mujer que alguna vez había amado. Parecía un espectro. La última vez que la había visto era una niña de quince años, ahora parecía que las décadas habían caído sobre su piel y hecho surcos debajo de sus ojos. Pero lo más desconcertante era la mirada vacía y el gesto de indiferencia con que lo enfrentaba.
―Eduviges. Soy yo, Luis ―alcanzó a decir antes de acercarse y abrazarla. Los tules de su bata de dormir le acariciaron los brazos, pero ella no se movió. ―Vine a sacarte de aquí. Lo maté. Maté a Lautaro. ―La sacudió por los hombros―. Cogí todo el dinero. Me lo debía. Nos lo debía. Y vine a buscarte. Con él pienso comprar un fusil e irme para la Sierra con los alzados. Tú vas a venir conmigo, Eduviges. Yo te voy a hacer olvidar todo lo que has tenido que sufrir este tiempo.
El hombre se separó del cuerpo de la jovencita y la miró a la cara. Eduviges no reaccionó. Ni siquiera le sostuvo la mirada. Estaba ida, como el viejo loco aquel, mirando hacia el vacío.
―¿No me vas a decir nada? Entiendo que… ―Pero su frase fue interrumpida por un gesto raudo de la Niña que desató el frente de su bata y la dejó caer al suelo. Su cuerpo desnudo centelló unos segundos y entonces sí que lo miró a los ojos. Luis interpretó aquello como un acto de aceptación de sus planes; una invitación a un reencuentro que iba a ser más dulce de lo que él había imaginado tantas veces en la vigilia, cuando planeaba cómo asesinar a su propio padre.
Así que la besó con frenesí. Pasó la lengua por su cuello, mordisqueó sus pequeñas orejas, apretó sus tetas diminutas y metió, sin más preámbulo, sus dedos entre los apretados y ásperos pliegues de su vulva. Con un suave empujón la hizo caer sobre la cama, se quitó los pantalones con premura y colocó el machete enfundado en el suelo sucio. La penetró con alevosía, con la misma violencia con que su brazo manejaba certeramente el machete durante la zafra. El ritmo era idéntico: chaz, chaz, chaz… una cadencia aprendida de memoria por su cuerpo y repetida incluso cuando no fue caña lo que su machete cortó en trozos irregulares, sino el cuerpo de Lautaro.
Sintió que pronto acabaría. Aquello llegaba demasiado pronto, pero llevaba deseando el cuerpo de su prima por demasiado tiempo. Había soñado muchísimo con ese momento desde que vivían en el batey y a su prima le fueron despuntando aquellas teticas redondas. Fue en esa época que Lautaro le prohibió a Eduviges volver a jugar a los yaquis, sentada, como solía hacerlo, con las piernas abiertas en el patio de tierra apisonada; porque los hombres la empezaban a ver con otros ojos, le decía el tío, y ella era ya una mujercita y tenía que cuidarse de no ir provocando. Y Luis se había sentido mal por saberse uno de esos hombres de los que hablaba el tío. Sin embargo, él era diferente. Él quería a Eduviges de verdad. Quería casarse, hacerla su mujer; no perjudicarla y olvidarse de ella. Por eso, cuando Lautaro se la llevó y regresó con el dinero suficiente para pagar sus deudas con los usureros y quedarse con otro poco, lo odió con odio de muerte y desde aquel instante comenzó a planear cómo matarlo. Pero ahora nada separaba su cuerpo del de Eduviges. Quería quedarse para siempre allí, dentro de ella. Sin embargo, la eyaculación lo sacudió, feroz, antes de lo previsto. Un estremecimiento le caminó de los testículos hasta las entrañas… y entonces lo vio.
Fue como si dejara por un momento su cuerpo y mirara una espectáculo extraño desde arriba. ¿Qué era aquello que transcurría bajo su ojos? Los últimos estertores de un anciano en una habitación blanca. Un anciano en el que creyó reconocer rasgos familiares. Se parecía a su padre. Pronto entendió que el anciano era él mismo. De repente, ya no fue más un observador, sino que sus ojos miraron las paredes blancas desde los empañados ojos del moribundo. Un dolor le oprimió el pecho; un dolor del que sabía, no se iba a recuperar. Aquello era la muerte viniendo a buscarlo. Aquello era el final.
El sonido de una campanilla tintineando lo hizo regresar. El dolor agudo se fue diluyendo y Luis volvió a percibir el oscuro cuartucho en que había fornicado con su prima; ahora mucho más oscuro porque sus retinas parecían guardar el recuerdo de la habitación luminosa. Se encontraba de rodillas sobre la cama. Del miembro flácido se escurrían unas gotas pegajosas. Eduviges había desaparecido tras una cortina y se escuchaban ruidos metálicos seguidos por un sonido de agua que caía sobre un cuerpo. Luis estaba asustado. No entendía muy bien qué había sido aquella visión, pero le provocaba algo muy parecido al terror que sintió mientras el brazo que sostenía su machete continuaba arremetiendo, sin que él pudiera hacer nada para detenerlo, sobre el cadáver de su padre.
―¡Eduviges, escúchame bien! ―habló con firmeza. ―Al alba te voy a estar esperando en el guayabal. Busca la forma de encontrarte conmigo allí. Esta pesadilla ya se va a acabar…
Pero antes de que pudiera agregar cualquier otra cosa, alguien comenzó a tocar la puerta del cuarto con vigor.
―¡Eh, ya tiene que salir! Salga ahora mismo o entro yo a sacarlo.
Luis se sobresaltó y respondió titubeante que enseguida, que se estaba vistiendo. Repitió en un susurro las instrucciones a su prima. Y salió mientras se abotonaba el pantalón y colocaba el machete en su lugar.
Del otro lado lo esperaba el camarero. En la mano agarraba con fuerzas una tabla con las puntas de unos cuentos clavos oxidados sobresaliendo en un extremo y en sus ojos centellaba la furia. Luis mostró sus manos abiertas, se escurrió por el espacio que quedaba entre el camarero y la pared del pasillo y caminó hacia el salón. Detrás de la barra estaba ahora la matrona.
―Por favor, sírvame otro trago ―pidió esta vez.
La mujer obedeció en silencio. Sin embargo, su mirada estaba hablando a los gritos. Esperó a que Luis pegara el segundo sorbo para preguntar:
―¿Y entonces? ¿Lo viste?
Luis puso cara de confusión.
―¿Viste cómo va a ser tu muerte? ―Los ojos de la mujer brillaron con un fulgor morboso―. No me vayas a decir que no pasó nada y que esto es una estafa, que aquí todos lo han visto e, incluso, lo han comprobado…
―¿Comprobado? ―Luis no daba crédito.
―Como lo oyes. Genaro, que fue uno de los primeros clientes en acostarse con la Niña y tener la visión, dice que se vio a sí mismo arrastrado por la corriente del río, que sintió cómo no podía respirar por el agua en sus pulmones. Y quién te dice a ti que en la última crecida, Genero se nos ahogó. Así mismo. Trató de rescatar un becerrito que se lo llevaba la corriente y se fue con becerro y todo. La historia de Genaro empezó a pasar de boca en boca y ahora los clientes no paran de llegar. Creen que conociendo cómo será su muerte podrán hacer algo por evitarla. Pero yo no guindaría mi corazón en eso. Lo que está escrito, está escrito.
Luis se terminó su trago y pidió otro, que se empinó en el acto.
―Así que, bueno, ¿me vas a decir lo que viste o no?
―Me muero de viejo ―contestó tajante y se levantó del taburete. Colocó su sombrero sobre la desaliñada cabeza y caminó hacia la salida―. Buenas noches ―dijo, antes de atravesar la puerta y perderse en la oscuridad.
Luis esperó toda la madrugada. El sol se fue prendiendo en el cielo, poco a poco, y el calor y los bichos volvieron insoportable continuar en aquel lugar. Ya sería media mañana cuando el hombre desistió de esperar. Maldijo de mil maneras a Eduviges; luego a la matrona y al camarero que seguramente la habrían encerrado para impedirle que huyera. Pobre su prima, todo lo que había tenido que pasar en los últimos meses. Pero él la haría la mujer más feliz del mundo y con el tiempo y los hijos y el bohío que construiría para ella… y con el nuevo país que iban a construir entre todos una vez que los rebeldes ganaran la guerra, Eduviges se iba a olvidar de todo ese sufrimiento. Solo necesitaba buscar la manera de sacarla de la Casa de las Putas.
Se enfiló al caserío. Alguna cantina debía de haber en aquel pueblo. Luego tendría que buscar un sitio tranquilo donde echar un cabezazo y recuperar fuerzas. Tenía que estar entero para aquella noche. Se llevaría a Eduviges de allí, aunque fuera a machetazo limpio.
Cuando la matrona le abrió la puerta puso una cara de verdadera sorpresa al verlo. Luego le explicó que los clientes no solían repetir. Que salían de allí tan apendejados con la visión de su propia muerte que algunos ―los vecinos del caserío que eran los habituales en la Casa― demoraban en regresar a pedir los servicios de cualquier otra puta. Luego de dudar un poco lo dejó pasar.
Esta vez Luis hizo un gesto para que no le pusieran ningún trago. Estaba desesperado por ver a Eduviges.
―Primero paga. Son sesenta pesos.
Luis la miró confundido.
―¿Qué pensabas? ¿Que no te iba a cobrar los tragos de ayer?
―Esos tres tragos no costaban diez pesos… ―refunfuñó el hombre, pero en el acto pagó lo solicitado. No era momento para andarse con remilgos y tacañerías.
―Adelante. Está lista para ti.
Luego de atravesar el pasillo y empujar la puerta, una vez más, sin avisar, Eduviges lo recibió con la misma bata vaporosa del día anterior. La habitación estaba igual de oscura. El mismo as de luz se filtraba por la ventana. Los ojos de la Niña, otra vez vacíos. Luis avanzó y la tomó por un brazo.
―Nos vamos de aquí.
Eduviges apenas si pareció reaccionar. Se dejó arrastrar fuera del cuartucho. Sus pies descalzos sonaron secos contra la madera del suelo. Luis desenvainó el machete y lo sostuvo en su mano diestra. Llegó a la sala y las putas gritaron cuando vieron el arma. La Niña iba con la cabeza gacha. El camarero buscó, raudo, su tabla con los clavos, pero Luis fue más rápido. Estaba decidido y no dudó un instante. Lanzó un zarpazo al cuello del camarero y le acertó en el cogote. Cayó al suelo como un saco de piedras. La matrona intentó pegarle con un búcaro, pero Luis también le asestó un machetazo que le hirió el rostro. El corte la dejó retorciéndose y gritando mientras se sujetaba la cara.
Luis tomó a Eduviges de la muñeca y caminó con determinación fuera de la casa. El resto de visitantes del prostíbulo lo vieron atravesar el umbral sin mover un solo músculo.
II.
Estaban perdidos. Hacía horas que caminaban entre yerbazales sin dirigirse una palabra. Eduviges se había dado cuenta de que su primo no tenía idea de hacia dónde se dirigían y que esto lo llenaba de rabia y de deseos de continuar pegando machetazos para abrir la maleza, el pasto crecido de aquellas parcelas desatendidas por meses.
―Allí podremos descansar ―dijo al fin el hombre en cuanto divisó los restos de un establo. Eduviges no contestó, pero parpadeó con lentitud.
En el lugar aún quedaban restos de ese olor distintivo de los animales de corral. Un tufo a mierda y sudor mezclados. Sin embargo, los únicos animales allí parecían ser ellos dos y posiblemente algunas ratas o, con más probabilidad, guayabitos; esos ratones diminutos a los que Eduviges nunca había temido pero que conseguían que la matrona pegara gritos, como loca, cada vez que se encontraba alguno en los estantes de la cocina.
Ambos se colocaron recostados a sendos bultos de yesca. Cuando la Niña se había acomodado, Luis se levantó de su lecho improvisado y se le acercó. Tanteó entre la paja para dar con su tobillo derecho. Eduviges no sabía de dónde había sacado la fina cuerda que ahora sostenía entre las manos.
―¿Qué vas a hacer? ―le preguntó con sequedad, casi sin sorpresa.
Luis la miró podría decirse que con vergüenza.
―No confías en mí, Luis…
―Eduviges… Esa gente… esa casa te volvió cerrera. Lo puedo ver en tus ojos. No quiero arriesgarme a que te escapes. No es que no confíe en ti, es que sé que tú no confías en mí. Pero, no te preocupes, puedo vivir con eso. Con el tiempo, sé que me vas a querer.
La Niña se incorporó de su postura y acercó, con inusitada intimidad, su rostro al de Luis.
―¿Qué tengo que hacer para demostrarte que sí confío en ti y que no es necesario que me amarres como un animal?
Quedaron suspendidos, uno dentro de los ojos del otro, por demasiado tiempo. El labio superior de Eduviges estaba a punto de empezar a temblar cuando su primo se acercó más y sintió el tacto filoso de su bigote haciendo la parodia de un beso contra su boca. Se dejó llevar. Luis parecía haber perdido la determinación de la noche anterior y se le adivinaba nervioso. A los minutos Eduviges decidió tomar la iniciativa y fingir pasión. La mejor manera de hacerlo era meter sus dedos entre el pelo grasiento de su primo y emitir un gemido pequeño y artificial. La matrona se lo había enseñado, aunque ella nunca les había hecho caso a sus lecciones. La única muestra de rebeldía que podía permitirse era quedarse inmóvil, cual si estuviera difunta, mientras los clientes la manoseaban, llevaban a cabo su decrépito ritual del adentro y el afuera hasta acabar y dejar su entrepierna adolorida y pegajosa. Y Luis, podía sentirlo en la erección dura que ahora le estregaba contra el muslo, estaba listo para emprender su propio ritual.
Se prometió, con el cometido de ser convincente y ganarse la confianza del primo, mostrarse más participativa esta vez. Luis le abrió las piernas y le remangó la bata de dormir. Tanteó con torpeza hasta encontrar la hendija y la atravesó con su miembro. Eduvigess sintió aquel ardor familiar. La embistió unas cuantas veces mientras le apretaba las tetas, mientras trataba de hacerlas salir por el escote pronunciado de la bata blanca. Pero ella lo empujó. Él frunció el ceño pues anticipó un rechazo, pero lo que pretendía Eduviges era ponerse encima. Luis entendió y se dejó guiar, dubitativo. La Niña lo cabalgó con timidez al principio, con ensañamiento más tarde. La boca de Luis permanecía abierta en un grito mudo y sus ojos estaban en blanco. Primero Eduviges sintió un poco de asco del paisaje de muelas podridas que divisaba al interior de la boca del primo, pero luego se entretuvo en notar que su interior se había ido humedeciendo y que ahora el vergajo de Luis entraba y salía sin fricción y una sensación tibia en su vagina empezaba a resultarle placentera. Aceleró la cabalgata mientras cerraba los ojos y se concentraba en aquel calor que amenazaba con convertirse en cosquilla. Pero fue interrumpida por el bramido animal de Luis que eyaculaba entre contracciones.
Dejó pasar un minuto y sacó aquella cola fláccida, de salamanca mutilada, de su vagina. Y se recostó contra su montón de paja con los ojos bien abiertos. Expectante. Luis, como todos sus clientes, había entrado en ese trance raro en que, le habían explicado algunos, veían su propia muerte. Luego de que ocurría no volvía a encontrarse con ellos de nuevo. Se había tenido que acostar con muchísimos hombres en esos meses en la Casa de las Putas, pero siempre eran hombres distintos. Luis era el primero que repetía y ella sentía curiosidad. Durante el trance, los hombres se ponían lívidos y algunos sufrían pequeñas convulsiones. Ella fantaseaba con verlos echar espuma por la boca hasta ahogarse en su propia baba, pero nunca había tenido el placer de verlos morir. Siempre se recuperaban y dejaban el cuartucho con aire pensativo; a veces muertos de miedo y entre lloriqueos.
Luis parecía que tampoco iba a morir aquella noche. A los minutos empezó a recuperar el sentido. Abrió los ojos y Eduviges se fijó en su mirada nebulosa que se transformaba, poco a poco, hasta recobrar el aire desconfiado de siempre. Un rastro de saliva se le escurría por la comisura. Lo limpió con la manga de la guayabera desabotonada. No habló. Tanteó la paja hasta encontrar la cuerda y procedió a amarrar el tobillo de Eduviges al suyo, de tal manera que la jovencita no pudiera escapar o siquiera moverse mucho sin despertarlo. La Niña pataleó y lanzó algunos bufidos e insultos. Pero el hombre no hizo caso, no la miró y regresó a su cama improvisada. Sobre la yesca le dio la espalda y fingió dormirse. Eduviges hizo silencio y dejó caer su cabeza sobre la paja puntiaguda. Los ojos se le llenaron de lágrimas y estas estuvieron rodando por su cara durante mucho tiempo, pero ella procuró no emitir ni un solo sonido.
Habían estado caminando desde el amanecer. Al mediodía Eduviges se plantó y dijo que no daba un paso más, que tenía sed y mucha hambre, que las piernas le dolían.
―¿Cuál es tu plan, Luis? ¿Seguir caminando por el monte hasta morirnos de cansancio o de hambre? ¿Para esto me sacaste de la Casa de las Putas?
Luis, que iba adelante, retrocedió unos pasos hasta ponerse frente a su cara y le apretó con violencia los cachetes con una mano renegrida de tanto apartar los hierbajos y empuñar el machete. Eduviges soltó un quejido lastimero, más de miedo que de dolor.
―¡Cállate! Los pies me deberías besar por haberte sacado de ese lugar. ¡Malagradecida! A lo mejor sí que naciste para ser una puta.
―¿Por qué me tratas así, Luis? ―dijo Eduviges en un tono grave que nunca antes el primo le había escuchado.
Luis sacudió la cabeza como si se hubiera dado un golpe contra algo duro y miró al suelo. Vio que Eduviges estaba descalza y que los pies le sangraban. O le habían sangrado en algún momento; ahora una costra rojiza y seca le embadurnaba los calcañares y el contorno de las uñas.
―No tienes zapatos ―susurró.
―Eso no importa. Estoy acostumbrada a caminar descalza. No me duele. De verdad.
―Perdóname…
―Está bien.
―Podemos descansar un momento. Mira, aquello de allí parece una mata de tamarindos. ¿La ves? No está muy lejos. ―Luis alargó su mano y tomó la de Eduviges que se dejó conducir con suavidad en dirección al frondoso árbol. La boca se le hizo agua de pensar en la acidez de los tamarindos y el estómago le volvió a rugir.
Más cerca pudo divisar los racimos que colgaban demasiado alto, fuera de su alcance. Luis se soltó y emprendió una carrera hasta la sombra que proyectaba el espeso follaje del árbol y ella lo imitó con un repentino júbilo. Los brazos iban extendidos. El viento soplaba contrario y pegaba el vestido contra su cuerpo, casi amenazaba con levantarla en vuelo como un papalote pálido y liviano. Le hubiera gustado empinarse hacia los cielos y ver desde arriba dónde era que estaban; sentirse libre y dueña de sí misma, aunque solo fuera por esos instantes… aunque luego tuviera que caer.
Luis llegó al tamarindo y aprovechó el impulso de la carrera para treparse por su tronco. Se sentó en la primera rama y empezó a zarandear las que le quedaban al alcance de los brazos para hacer caer las vainas marrones. Eduviges llegó al pie del árbol y extendió las manos queriendo agarrar algunas vainas durante su caída, antes que chocaran contra el suelo y su frágil cáscara se agrietara. Las diminutas hojas del tamarindo le cayeron en la cara y se adhirieron a su pelo. Ella las recibió con una sonrisa de ojos entrecerrados, pues le recordaba a los confetis que lanzaban durante las fiestas del pueblo, cuando todavía era niña y feliz. Luis bajó de un salto de la rama, tomó un puñado de vainas del suelo y se recostó contra el tronco anchísimo.
―Esto nos va a dar tremenda sed. Pero por lo menos de hambre no nos vamos a morir ―dijo haciendo añicos con los dedos la cáscara de la primera vaina y metiéndose una semilla pulposa en la boca. Su rostro se contrajo en una mueca.
―¿Tan ácidos están? ―preguntó Eduviges mordiendo con cautela una de sus vainas peladas.
No estaban ácidos, sino que sabían a azufre. Pero el hambre era demasiada, así que comieron sin protestar, aunque las muecas de sus caras eran incontenibles. Luego de un rato de chupar la pulpa ponzoñosa de aquellos tamarindos y de escupir sus semillas negrísimas y brillantes lo más lejos que podían, en una suerte de juego no pactado contra ellos mismos, Eduviges habló:
―¿No me vas a decir qué es lo que viste?
Luis no se lo esperaba y su primera reacción fue ponerse de pie de un salto y caminar hasta el borde de la sombra.
―Está bien, no tienes que contarme nada. Mejor hablemos de tu plan. ¿Cómo piensas llegar hasta la Sierra Maestra? No sé yo, pero me parece que queda todavía un poco lejos, ¿no? Habría que coger un tren, como mínimo. Pero…
―Ya no quiero ir a la Sierra ―dijo Luis categórico.
―¿No? ―Se asombró Eduviges―. Pero ¿y los alzados y el nuevo comienzo y…?
―Eduviges, que vi que me mataban allá arriba. Si subo a la Sierra me van a matar.
Ella hizo silencio. El viento movía las ramas y el confeti vegetal continuaba cayendo.
―No lo entiendo. La primera vez no fue así.
―¿Ah, no? ¿Qué viste la primera vez?
―No estoy muy seguro, pero sé que me moría ya viejo. Pero ayer no vi eso, Eduviges. ―Luis se dio la vuelta y se dirigió a ella en un par de pasos largos y raudos. Se puso de cuclillas frente a ella y la sacudió por los hombros―. ¿Por qué, Eduviges? ¿Por qué pasó eso? ¡Haz que vuelva a ser lo de antes! No quiero morir así…
―¡Para! ―le pidió ella. La agarraba demasiado fuerte y sentía que iba a partir sus clavículas en cualquier momento―. No tengo ningún control sobre eso. Eres el primero que regresa y repite… Ellos nunca vuelven. Se van, procurando alejarse de la visión que tuvieron, pero su destino siempre los encuentra.
―¿Su destino? ¿Pero cuál es mi destino? ¿Cuál de las dos visiones será mi muerte?
―Quizás ninguna de las dos…
―¿Qué quieres decir?
Eduviges se levantó del suelo.
―Que deberíamos seguir caminando si queremos salir de este monte antes de que nos coja la noche.
Caminó con decisión alejándose del tamarindo. Luis la siguió.
Anduvieron un rato en silencio. Era la hora del día en que los bichos comenzaban a salir de sus guaridas y había un montón de insectos revoloteando sobre sus cabezas y posándose sobre la piel de sus nucas y sus frentes. Luis volvió a hablar:
―Lo mejor sería irnos para La Habana. Si quieres un nuevo comienzo no hay un mejor lugar. Allí nadie nos va a conocer. Tengo un poco de dinero. Podríamos abrirnos camino…
―¡Humo!
―¿Cómo?
―¡Veo humo! Allá adelante. ¡Mira! Debe haber un pueblo o por lo menos un caserío.
Luis oteó el horizonte y vio que Eduviges tenía razón. Alguien había encendido una hoguera. Debían llegar hasta allí.
―Me gusta eso de ir a La Habana ―comentó Eduviges al rato. Y ya no volvieron a hablarse hasta que llegaron a lo que finalmente resultó ser un batey muy parecido a aquel donde ellos dos habían crecido y al que Eduviges no le interesaba regresar jamás.
El guajiro, un hombre robusto de piel curtida y agrietada, que rondaría los sesenta años de edad, los miró de arriba abajo con el ceño fruncido y expresión de quien ha visto llegar a la misma Parca. Luis y Eduviges esperaron atentos a que contestara sus preguntas: dónde estaban; si podría decirles de un lugar donde pasar la noche y cómo se iba de ahí a La Habana. El guajiro se tomó unos momentos para continuar inspeccionando a los desconocidos, hasta que finalmente les hizo una seña con la cabeza para que lo siguieran.
―Si se quedan aquí en cualquier momento se van a topar con la Guardia Rural y donde van a pasar la noche es en el cuartel.
―¿Por qué si nosotros no hicimos nada? ―lo desafió Eduviges y Luis la miró con ojos furiosos y le hizo un gesto con el dedo en los labios para que se callara.
―Como si eso le fuera a importar a la Guardia Rural… Miren, vejigos, yo no sé en qué jelengue andarán metidos ustedes dos, pero nadie se merece los planazos de esos esbirros. Esta noche se quedan en mi casa. Pero en cuanto cante el primer gallo se me están yendo a buscar quien los lleve para el pueblo y ahí se las arreglan para llegar a La Habana.
―Muchísimas gracias, don. No sabemos cómo pagarle… ―empezó a decir Luis.
―Ya, ya… No hace falta tanta ceremonia. A cualquiera se le muere un tío.
Eduviges y Luis intercambiaron miradas inquietas por lo demasiado bien traído del proverbio aquel.
Llegaron a la casa del guajiro; un bohío hecho de madera y techado con guano, de suelo de tierra apisonada y ventanas larguiruchas. En el portal lo esperaba una mujer de pelo largo y canoso. Parecía intrigada por la compañía con la que se acercaba el marido. Cuando estuvieron lo suficientemente cerca el hombre emitió un gruñido y la mandó a echarle más agua a la sopa. Eduviges notó que la cara de la mujer estaba cubierta de moretones, antes de que esta diera la media vuelta y corriera hacia el interior de la casa. En el portal había un par de taburetes. El guajiro se sentó en uno e indicó a Luis que hiciera lo mismo con el otro.
―¿Cómo se llaman ustedes?
―Luis. Y ella es Eduviges… mi mujer.
―Está bien. Luis, dile a tu mujer que vaya a ayudar a la mía con la comida.
―Con mucho gusto la ayudo, don…
―Agustín. Sin el don, niña.
―Con mucho gusto, Agustín.
Eduviges se dirigió a la cocina e hizo por saludar a la mujer. Se presentó y le preguntó cuál era su nombre. Pero solamente obtuvo como respuesta que esta le alargara un cuenco con unos boniatos y un cuchillo, para que los pelara. Eduviges no insistió más en entablar una conversación. De vez en vez espiaba la cara de la mujer, que revoloteaba, como un colibrí marchito, de un sitio al otro de la casa. Uno de sus pómulos estaba muy hinchado y de un color violáceo profundo. Eduviges pensó que le debía doler muchísimo. No se atrevió a preguntarle qué le había pasado. O quizás supo que aquello era innecesario. Al rato se sentaron a la mesa y devoraron en silencio, cada uno, un plato de harina de maíz con unos pedazos grises y azulinos de boniato hervido. La mujer les alcanzó unas sábanas y un par de cojines que acomodaron en el suelo, junto a la puerta de entrada. Y luego, marido y mujer, se retiraron temprano a su dormitorio, que consistía en un espacio separado del resto de la casa por una cortina doble de yute un poco tiznada por el carbón de la cocina demasiado cercana. No había pasado mucho tiempo cuando el viciado espacio del bohío se llenó del ruido de los ronquidos de ambos. Eduviges se quedó mirando al techo y se sintió triste, muy triste. Pensó, de nuevo, en los moretones en la cara de la mujer y en la manera en cómo el guajiro nunca la miraba a los ojos, ni siquiera cuando le ordenaba a gritos que le rellenara el plato de comida.
Esos eran los pensamientos que le calentaban su cabeza ya insolada de todo el día caminar a la intemperie, cuando sintió la mano de su primo apretar burdamente uno de sus pechos.
―¿Qué estás haciendo, Luis? ―preguntó y un deje de asco se filtró en su voz.
Luis se removió hasta encaramarse encima de ella y apretar sus cachetes, tal y como había hecho en la mañana.
―Hago lo que me dé la gana, Eduviges.
―Vas a despertarlos y nos van a botar de aquí.
―Entonces más te vale quedarte muy calladita ahora cuando te la meta.
―Luis, por favor… ―Le costaba mucho trabajo hablar con los cachetes apretados de aquella forma―. Me duele.
―Necesito saberlo, Eduviges. ―Luis le separaba las piernas y se abría camino con su media erección hacia el interior de ella.
―Está bien, pero no tienes que hacerme daño.
―No te voy a hacer daño. Hazme lo que me hiciste ayer, anda, no seas malita.
Eduviges consiguió darse la vuelta y ponerse encima, como había hecho la noche anterior. Luis se dejó caer sobre su espalda y cerró los ojos. Eduviges pensó que aquella era una maravillosa idea e hizo otro tanto. En la oscuridad de sus párpados cerrados se concentró en el movimiento de subir y bajar sus caderas, en el calor que nuevamente se fue expandiendo por su vientre, en esta ocasión mucho más rápido, como si su cuerpo ya supiera que aquello le resultaba placentero y se saltara etapas del proceso. De pronto: la humedad. Toda ella en su interior estaba mojada, como nunca antes lo había estado. Esto facilitó que acelerara sus movimientos, que apoyara sus manos sobre el torso desnudo y lleno de pelos de Luis, que apenas se movía, dejándola a ella en control absoluto de la situación. Eduviges tuvo que morder sus labios para no gemir. Todo el peso de su cuerpo recaído en las rodillas; toda la atención de su mente, en el humedal entre sus piernas que parecía a punto de estallar. Y el estallido llegó con espasmos y contorsiones, con un grito ahogado contra el hombro de Luis que le tiró de los cabellos y le ordenó, con ojos de asesino, que se callara… que hiciera silencio, puta de mierda. Pero poco más pudo insultarla, era demasiado placentera la sensación y la hora de su propio orgasmo había llegado y entraba con él en el trance de la revelación de su futura muerte.
Eduviges lo vio poner los ojos en blanco y mover la cabeza como en una pequeña convulsión. Pero esta vez no quedó a la espera de qué ocurría, no aguardó a ver si la suerte le concedía que se ahogara al tragarse su propia lengua. Eduviges, aún con el miembro babeante de su primo en el interior de su húmeda vagina, tomó el machete, que había quedado suspendido contra una de las paredes de madera, lo desenvainó en un solo movimiento y cortó de un tajo el cuello de Luis. No pudo evitar acompañar el golpe de su machetazo contra la garganta del primo con un grito desgarrador. La sangre salpicó y manchó de espesas gotas su bata blanca. Agustín se levantó y descorrió la cortina. Parecía que le costaba ver en la oscuridad qué había sucedido. Eduviges rebuscó presurosa entre las ropas de Luis. Palpó el cuerpo que aún se movía en suaves espasmos y emitía gorjeos de ahogo. En el tobillo izquierdo, aprisionado por la liga de la media, encontró el envoltorio en que su primo escondía el dinero que le había robado a Lautaro, luego de matarlo.
―¿Qué coño pasa aquí? ―empezó a gritar Agustín mientras se aproximaba sujetándose los pantalones.
Eduviges no soltaba el machete. Abrió la puerta del bohío con la mano desocupada y la luz de la luna penetró e iluminó la escena. El cuerpo inerte de Luis, con un tajo en el cuello del que aún salía sangre en pequeños borbotones irregulares. Un grito de mujer. De aquella mujer de la que Eduviges nunca supo el nombre. Pero la Niña no volvió siquiera la vista atrás. Salió corriendo hacia ninguna parte, hacia donde fuera que no la volvieran a llamar de aquella forma, que no le volvieran a recordar su pasado. La Habana le había parecido un buen destino, pero ahora sabía que era a la Sierra Maestra hacia donde debía dirigirse. Al fin y al cabo, ahora ella también conocía de su muerte. Pero antes de que esta llegara tendría que vivir y vivir para ver cómo las cosas cambiaban de una manera imposiblemente drástica. Eduviges caminó sin rumbo. Dejó atrás el caserío. Se metió al monte. Se perdió entre los matorrales con la certeza de que llegaría finalmente a algún sitio. Al suyo.
Cuando amaneció, los campesinos de la región que salieron a arar la tierra descubrieron con asombro que una capa de escarcha cubría las cosechas. Era septiembre, pero hacía un frío desconocido. Hubo quien juró haber visto caer del cielo pequeñas motas blancas que se volvían agua al poco tiempo, al chocar contra la tierra o contra la superficie de los objetos y de la piel. Lo cierto es que nunca antes, ni tampoco después, las frutas se dieron más dulces que en aquella temporada.
© Maielis González | Del libro de relatos Jauría (Mig21 Editora, 2022)
Maielis González | Cuba, 1989
Es narradora e investigadora. Ha publicado, entre otros, los libros Los días de la histeria (2015), Sobre los nerds y otras criaturas mitológicas (2016), Espejuelos para ver por dentro (2019) y De rebaños o de pastores (2020). También integra las antologías Umbrales virulentos: Antología de ciencia ficción latinoamericana (2020) y Antología iberoamericana de ciencia ficción (2021). Actualmente coordina, junto a Sofía Barker, el podcast literario “Las Escritoras de Urras”.
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Foto de encabezado: Lina White