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CÓSMICA CALAVERA #NoEsUnMundoOrdinario

Cuento

«Onírica», por Jimena Antoniello Ligüera

El sol, aún lúcido, se escondía lánguidamente sobre el horizonte cuando Natasha regresó a su casa del trabajo. Agotada, se quitó de forma pausada los zapatos, luego toda su indumentaria de calle. Con el mismo tedio arrastró su cuerpo hasta la habitación y se colocó un vestido liviano de algodón y lino. Respiró hondo como técnica para despejar su mente y sus emociones, aguantando el aire por varios segundos hasta suspirar ruidosamente. Una práctica que había aprendido de los bomberos cuando hace años asistieron a una de sus tías por recurrentes ataques de pánico. Le gustaba la sensación de armonía y soledad que el apartamento vacío le proporcionaba al final del día. Conformaba su espacio, su fortaleza en medio de una ciudad que poco a poco le apretaba.

Natasha siempre había sido diligente e idealista, y creía profundamente en cuestiones como la meditación, la energía y la inflexión que el entorno ejerce sobre los individuos. Aun así, últimamente había comenzado a notar cómo su ecosistema perdía color de forma paulatina. No lo pensaba de un modo metafórico, como cuando alguno de nosotros tiene un mal día o un mal año y la carga de la existencia se cierne sobre uno volviéndolo más proclive a lo sensorial, no. Lo decía literalmente. Natasha había advertido que en los últimos tres años el color de sus muebles, de su ropa, incluso hasta de los alimentos que probaba poco a poco se desteñía. En varias ocasiones lo había comentado —aunque de forma muy casual— a sus colegas y amigos para saber si ellos percibían alguna variación en el entorno inmediato, a lo que estos respondían, sin mayor profundidad, que efectivamente el cambio climático iba a terminar achicharrando a la humanidad y que íbamos a sobrevivir, si acaso, como en las películas apocalípticas.

Cuando Natasha escuchaba algo como eso, sonreía educadamente, y pensaba que si bien el planeta estaba en terrible decadencia por directa culpa de sus habitantes, a ella en realidad le estaba afectando cierta mágica paranoia donde los objetos, y hasta su piel, se tornaban sutilmente en blanco y negro, sobre todo cuando dormía. Eran las noches, o las siestas, las que corroían poco a poco la luz de lo material.

Lo podía notar cuando observaba sus pies descalzos mientras movía suavemente los dedos sobre el suelo de madera para establecer un vínculo con el entorno. Hasta sus uñas pintadas hacía unos días eran más opacas. Absorta, Natasha entraba al baño para enjuagarse la cara y lavarse las manos. Se observaba en el espejo, analizando sus ojeras y las tenues canas que se asomaban por la coronilla. Apenas era capaz de reconocer ya su figura y el brillo acabado que subsistía en sus ojos. Se preguntaba con cierta tristeza dónde iban a parar todas las expectativas del mundo sobre las mujeres, o las de sus amigos para con ella, y se frotaba vehemente los ojos evitando cualquier reflexión profunda, hasta dirigirse después a su cama para intentar dormir.

Siempre utilizaba el descanso como una forma certera de evasión, donde el ritual era más o menos el mismo: inhalar y exhalar siete veces de modo lento y profundo, haciendo que el aire se distribuyese entre los pulmones y el tórax. Otra vez la técnica de los bomberos. Aunque sabía que dormir apagaba más sus colores, Natasha cruzaba los brazos sobre su pecho a modo de protección mística, y el resto era sencillo. Su anatomía había aprendido de memoria los movimientos que le llevaban a conciliar un sueño profundo y pronto quedó rendida, pero unos segundos más tarde, cuando su consciencia transitaba entre la delgada línea del mundo de los vivos y los muertos, los rumores de un sonido exterior le incomodaron; su cuerpo, sin embargo, le era tan pesado y ajeno que aquel instante no duró y pronto volvió a dormirse.

El segundero del reloj sobre la mesilla de noche, no obstante, se aceleró sin aparente motivo, volviendo el tiempo aleatorio.

El cielo se nubló momentáneamente, arrastrando un intenso viento.

Las extremidades de Natasha se agitaron mientras soñó con ovnis y terneros de metal. También soñó que era feliz, vestida con ropa fluorescente.

De pronto, su alma, o aquello a lo que los mortales podríamos caracterizar como espíritu, substancia o energía, se despegó. Aunque ella no lo sabía, esta entidad era su vivo reflejo. Un espectro rodeado de luz algo brillante, casi blanca, que flotaba y observaba cara a cara su propio cuerpo tendido.

Con un movimiento preciso y sutil, el espectro extrajo del pecho de Natasha un cúmulo de luz ámbar, una especie de farolito, colocándolo en su propio pecho para transportarlo. Al principio, experimentó cierta electricidad similar a las cosquillas, hasta que lo acomodó mejor. Miró un último instante el cuerpo inerte y grisáceo de Natasha tendido sobre la cama y se dispuso a abandonar la vivienda a través de los ventanales abiertos.

Una vez al aire libre, el espectro sobrevoló la ciudad, las avenidas, la gente. Nadie parecía percatarse de su existencia. Sorprendido de sus descubrimientos y sobre todo entretenido, deambuló largo rato entre los edificios y los coches, haciendo piruetas en el aire, o entre los carteles, y acariciando con la punta de los dedos el verde de las ramas de los árboles siempre que tenía oportunidad. Llegó finalmente a un centro comercial abandonado, lejos de la ciudad, y allí recorrió las roídas paredes y la naturaleza desmedida que se había apoderado del entorno, como reclamando un espacio del que había sido desterrada en pos de una civilización maquinal. El espectro ya no parecía tan risueño. El entorno y el abandono lo habían perturbado repentinamente.

Entre las ruinas, sin embargo, observó curiosamente una escalera mecánica en funcionamiento, invitándole a seguirla. Sobrevoló así las larguísimas escaleras que descendían inmutables hacia un lugar rocoso y subterráneo, donde la tierra misma le alentaba a hundirse en sus entrañas.

Una vez abajo, los movimientos del espectro junto con el destello luminoso de su pecho parecían ejercer un contraste significativo con los claroscuros. Percibió sus latidos cada vez más trepidantes a medida que inspeccionaba el área.

Prosiguió hacia una zona donde el tiempo dejaba de existir y las paredes rocosas se volvían amorfas, casi afiladas. Delante suyo encontró una puerta semidestruida que consiguió abrir tras varios intentos. El viento avivaba sonidos semejantes a un lamento azotándole las mejillas. Avanzó con cautela, pese al frío penetrante, hasta divisar a lo lejos una especie de fogata de considerable tamaño. Los chasquidos de la madera quebrándose retumbaban en la cueva, mientras el resplandor de los colores rojos y naranjas del fuego barbullaban contra los muros. En la distancia, la hoguera se asemejaba a una gran diosa frenética y danzante entre la nada absoluta.

El espectro se deslizó aliviado en dirección al fuego hasta que, de pronto, el descubrimiento de la sombra de un ser humano, amparada tímidamente en su lumbre y cuya materialidad era el reflejo de sí mismo y de Natasha en tonos de blanco y negro, le volvió cauteloso. Avanzó entonces más despacio. Al notar la nueva presencia, la sombra le recibió entusiasmada, como si de la única visita en milenios se tratase, y llena de euforia le llevó a recorrer su vivienda de cueva fría y oscura, también en blanco y negro.

Al fondo, en una de las habitaciones que ya había olvidado, se encontraba un conjunto de bibliotecas cubierto por telarañas y libros vetustos. La sombra comenzó a ojear embelesada volúmenes que recopilaban imágenes y memorias de Natasha y, orgullosa de sus pertenencias, se las enseñaba al forastero. Cuando llegó al segundo libro, el espectro visitante notó que dichas figuras correspondían a momentos horrendos del pasado. Los fracasos, las pérdidas, las desilusiones y accidentes. Todas esas imágenes brincaban al aire desde las páginas de los libros que la sombra presumía.

Desconcertados, los ojos del espectro se llenaron de angustia y desazón. Natasha siempre había sido una joven audaz, soñadora, que se arriesgaba sin represiones para ir en busca de nuevos retos. Aún confuso, el espectro enumeró mentalmente las veces en las que ella había viajado a ciudades exóticas, o intentado deportes poco convencionales. Recordó orgulloso un viaje al delta de Okavango, cuando Natasha decidió instruirse en fotografía de animales salvajes. O cuando se atrevió a practicar submarinismo con la única intención de vencer su miedo al mar. Evocó también las innumerables distinciones y premios a sus labores de trabajo, los descubrimientos, la vivacidad de la mujer que él conocía. Los recuerdos que la sombra le exponía vehemente no tenían correlación alguna con aquello que había vivido. ¡Faltaban los colores! Y en ese instante comprendió lo que Natasha había estado percibiendo durante los últimos años, aquella palidez.

Cuando la sombra eligió otro de los tomos donde se dibujaba la muerte del propio espectro, éste la detuvo enfurecido, intentando arrebatarle el libro. No quería seguir mirando. Era como si con cada imagen todo su pasado se extinguiese en un abismo de tonos ásperos, o peor aún, como si la propia Natasha poco a poco se desfigurase.

Al observar la congoja en el rostro del espectro, la sombra cerró el libro bruscamente y quiso sabersi la paulatina muerte de los colores en el mundo real de Natasha podía tener algo que ver consigo misma, con sus libros y recopilaciones. Le suplicó al espectro que le ayudase a comprender, incluso a rectificarse, a volverse más vívida. Le expresó que desde que alcanzaba su memoria había existido única y exclusivamente en aquella cueva para repetir la misma tarea, la de coleccionar lo gris.

El espectro la contempló en silencio un instante, analizando la situación. Necesitaba ayudarla. Ayudar a todos, incluso a sí mismo. Tras meditarlo brevemente, y con extrema delicadeza, substrajo de su pecho el farol de luz y lo posó en las manos de la sombra; la criatura lo asió con ímpetu, como si se tratase de una nueva oportunidad de vida. Cuando la energía luminosa entró en contacto con la sombra y el lugar comenzó a transformarse para bien, ésta se carcajeó eufórica: «¡Funciona, funciona! ¡Mírame!», exclamó.

Los libros comenzaron entonces a agitarse.A sacudirse en las estanterías a un ritmo frenético mientras emanaban ondas lumínicas y de colores esplendorosos.

Las imágenes grisáceas se desgarraron de las páginas en una vorágine desproporcionada pero eficaz. Apariciones y recuerdos se dispararon de los textos para deshacerse en la cueva mientras el entorno paulatinamente se tornó más ameno y más cálido. El resplandor del fuego sonrojó los rostros de ambos y el lugar se convirtió de súbito en un espacio seguro y apacible, donde hasta la puerta quebradiza de la entrada recobró su uso.

La cueva ya no parecía remota ni gélida sino una habitación agradable donde cobijarse del mundo exterior.

Como forma de agradecimiento, la sombra le ofreció un libro con imágenes a color de Natasha, quien ahora lucía resplandeciente. El espectro, aliviado con el resultado de su intervención en el mundo subterráneo, abrazó fugazmente a la sombra, quien se sonrojó halagada, reconociendo secretamente la magia de todas esas coincidencias. Sin más dilaciones, se despidió reflexionando cuál debía ser su próximo movimiento.

En la superficie, el centro comercial seguía derruido y obsoleto, pero el espectro deambuló veloz y orgulloso, atravesando los mismos parajes que a la ida. Esta vez ya no se interesaba por la gente, las calles ni la ciudad, su objetivo era otro.

Al entrar por la ventana de Natasha, sobrevoló en dirección hacia ella y la observó tendida en el lugar habitual, los brazos aún cruzados sobre su pecho. Se preguntó si habría permanecido en aquella misma posición a lo largo de las horas, como si su cuerpo hubiese estado olvidado en un trance recóndito durante toda la noche, pero rápidamente descartó los pensamientos. No había tiempo que perder.

Con suavidad, el farolito de luz que antes había albergado en su propia textura lo hundió nuevamente en el cuerpo dormido de la joven, y de forma casi inmediata un resplandor abrasador engulló la habitación y las formas, implosionando en una quietud definitiva, restableciendo todo aquello que con anterioridad parecía haber estado descompuesto a su alrededor.

Natasha de repente abrió los ojos. Se incorporó entre las almohadas cuando halló el libro a color entre sus manos.

Estaba impaciente.

Estaba radiante.

Era un nuevo día.


© Jimena Antoniello Ligüera | Relato inédito

Jimena Antoniello Ligüera | Uruguay, 1978

Es guionista, narradora y poeta. Estudió Letras en la Facultad de Humanidades de Montevideo y la Universidad Complutense de Madrid; también realizó estudios de guion en la Escuela de Imagen y Sonido de Madrid y de cinematografía en la New York Film Academy. Es autora del poemario Entropía del alma (2012) y del libro de relatos Todo lo que debe morir (2019). Su obra ha sido publicada en antologías nacionales y revistas del extranjero.

Foto: Archivo

Foto de encabezado: David Werbrouck

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