En el sueño, la cara sin ojos se le acercaba flotando en la oscuridad, rodeada por un aura amarillenta y rojiza, con una sonrisa torciéndole la boca. Max se despertó. Estaba sudando y dando manotadas. Saltó y se golpeó la cabeza en la repisa del altar que estaba sobre la cabecera de la cama.
—¿Qué te pasa? —preguntó papá.
Llevaba en una mano la lámpara de gas que le iluminaba la cara con un resplandor entre rojo y amarillo. En la otra cargaba un revólver. Vio a Max con una mezcla de enojo y preocupación. La barba le brillaba como alambre electrizado.
—Apúrate —dijo mamá—. Ya vienen a comernos vivos.
Los demonios. La profecía de mamá había vuelto a cumplirse. El lugar sagrado le había dicho la verdad. La gente del pueblo era en realidad demonios que asesinaban a los otros para alimentarse con ellos y vestirse con su piel.
Max se puso de pie. No tuvo que buscar nada. Dormía vestido desde que mamá les había advertido que probablemente estaban de nuevo en territorio maldito. Llevaba en el pantalón su navaja y las fotos de sus dos hermanos mayores, que había tomado del altar.
Salieron al patio por la puerta trasera. Max volteó a ver el resplandor de las antorchas detrás de los cerros. Mamá le dijo que no perdiera el tiempo.
Habían ensayado la fuga varias veces.
Atravesaron sin tropezarse una mancha de bosque y llegaron al lugar donde los esperaban los dos caballos cargados de carne seca y cantimploras. Max titubeó al ver la caja de hierro, atada a la montura del caballo, donde papá llevaba las piedras del lugar sagrado. Max comenzó a arrodillarse.
—Por ahora se te perdona no adorar las piedras —dijo mamá con voz extraña.
Max arrugó el ceño. Mamá le acarició la frente para apaciguarlo. Max le besó la mano.
Al quinto día de viaje llegaron a una cueva en la montaña desde la que dominaban con la vista el pueblo más grande que Max había visto en su vida. Lo contempló con odio creciente.
—No bajemos —gruñó—. Mejor quedémonos aquí. Podemos vivir tranquilos, cazando y tomando agua del arroyo.
Estuvo a punto de decirles que había soñado los últimos días con las caras sin ojos de sus hermanos flotando en la oscuridad, rogándole que los vengara de un asesino que no alcanzaron a nombrar. Max prefirió guardar el secreto.
Papá y mamá sonrieron y lo abrazaron. Le dijeron que debía tener esperanzas, que en algún momento el lugar sagrado les señalaría el mejor lugar para vivir. Comieron junto a la fogata y papá contó cómo el alcalde había mostrado sin darse cuenta, cinco días antes, su verdadera identidad demoniaca.
—Tenía en los ojos un extraño brillo rojo —relató.
Los dos días siguientes, temprano en la mañana, papá bajó de la montaña para conocer el pueblo. Iba aseado. Mamá había lavado la ropa de los tres en el arroyo usando el jugo de una planta como jabón.
Cada noche hacían el ritual en la cueva, junto a las piedras del lugar sagrado, mientras Max repetía, arrodillado a diez metros de la entrada, la oración en una lengua desconocida que mamá lo había hecho aprender años atrás. Mientras oraba, apretaba contra el pecho las fotos de sus hermanos muertos. Papá y mamá se quedaban dentro de la cueva y Max se dormía sobre un lecho de hojas secas.
El tercer día, papá se retrasó. Ya era de noche y Max estaba intranquilo. Ideas escalofriantes le pasaban por la cabeza. Iba de un lado a otro mordiéndose los puños. Mamá trató de tranquilizarlo. Papá sabe cuidarse, dijo. Max estuvo a punto de decirle que todas las noches tenía el mismo sueño que había tenido la noche en que escaparon. Tenía unas ganas locas de entrar a la cueva y preguntarle al lugar sagrado si sus sospechas tenían fundamento o no, si el próximo pueblo era en realidad otra guarida de diablos sedientos de sangre. Pero era mayor su temor de romper la reglas.
—Todo está bien. Créeme —mamá trató de disfrazar la irritación en su voz—. Papá está bien. Ahora vete a tu sitio.
Max hizo caso. Regresó a su cama a diez metros de la cueva.
Estaba seguro de que esa noche no iba a pegar los ojos.
Lo despertó el roce de un objeto frío contra la mejilla.
—Shh. Tranquilo —dijo una voz masculina—. No te muevas.
El hombre le apretó la hoja del machete contra la cara.
—¿Qué haces acá?
Max contempló la silueta del desconocido contra las nubes de bordes iluminados por la luna. También vio el doble brillo rojo a la altura del rostro.
Fue incapaz de moverse o hablar. Sintió que el cuerpo se le convertía en una barra de hielo. El hombre se arrodilló para hablarle de cerca, sin dejar de apretarle el machete contra la piel. Tenía el aliento fuerte, como el de todos los demonios.
—No quiero hacerte nada —susurró el demonio—. Solo quiero saber por qué estás en mi tierra.
El demonio comenzó a decir algo, pero se detuvo en seco. Max conocía bien el sitio exacto del corazón. No lo había leído en ninguna parte. Lo había soñado.
El demonio se levantó en busca de aire, dio cinco pasos y se derrumbó con la navaja clavada en el pecho.
Max se quedó quieto, las manos inmóviles junto al cuerpo, esperando que su respiración volviera a la normalidad. Se levantó temblando, sin saber muy bien lo que iba a hacer. Pensó en muchas cosas y al final decidió tomar una lámpara y el machete del intruso y arrastrar el cadáver hasta el arroyo.
Antes de arrojar el cuerpo a un pozo sin fondo que había cerca de ahí, Max se sentó en una piedra para verificar que el intruso no se movía. Era extraño. Se trataba de un demonio, pero había muerto de una sola herida en el corazón. A Max no le quedaba más remedio que averiguar qué había realmente debajo de la piel del desconocido. Dijo la oración que le había enseñado mamá, sacó la navaja y comenzó a cortar.
Max tiró el objeto el suelo, junto a los pies de mamá, que se le quedó viendo con los ojos muy abiertos, sin poder disfrazar el terror de saberse descubierta. Abrió aún más los ojos al contemplar la cosa que Max acababa de arrojar al piso, en medio de un círculo de luz opaca: era la piel del cráneo de un hombre, aún sanguinolenta, con la lisa cabellera negra cubierta de lodo seco. Dos agujeros oscuros en vez de ojos le devolvían la mirada desde el suelo de tierra.
Ella trató de decir algo, pero de sus labios temblorosos no salió más que un hipo extraño. La mirada de Max estaba fija en las manos de mamá, que sostenían la piel de otra cara, pero ya curtida por los años, aunque el cabello conservaba algo de su antiguo brillo. Dos lágrimas comenzaron a correr por las mejillas de Max cuando reconoció en aquel despojo el rostro del hermano que llegaba a visitarlo cada noche en sus sueños. Sintió algo extraño en la cabeza.
Mamá gritó y dio un pequeño salto. Max se derrumbó.
Detrás de él estaba papá, aún sosteniendo el hacha con que acababa de rajarle la cabeza. Se quitó la máscara hecha con la cara de su tercer hijo y estuvo viendo cómo Max convulsionaba durante un minuto en el piso hasta quedarse quieto. La mancha de sangre casi negra bajo el cuerpo de Max fue abriéndose paso en el polvo.
—Es una lástima —dijo papá. Señaló el pedazo de carne que Max había tirado a los pies de mamá—. De todos tus hijos, este era el único que tenía talento.
© Dennis Arita | Relato inédito
Dennis Arita | Honduras, 1969
Es narrador, traductor y realizador audiovisual. Autor de las colecciones de cuentos Final de invierno (2008), Música del desierto (2011), El visitante y otros cuentos de terror (2018, en coautoría con Kalton Bruhl) y El tigre hambriento (2021). Desde 2013 ejerce el periodismo escrito y audiovisual en medios independientes de su país. Parte de su trabajo ha sido incluido en las antologías Entre el Parnaso y la Maison (2011) y Doce cuentos negros y violentos (2020).
Foto: Archivo
Foto de encabezado: Marc Babin