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Cuento

«Seis opciones para el fin del mundo», por José Urriola

Antes de iniciar la lectura le pido que se busque un dado —de los comunes y corrientes, de los de seis lados, no se ponga desde tan temprano rebuscado o estrafalario—. Ahora láncelo para conocer cuál de los seis finales del mundo el azar ha escogido para Usted. Claro que lo puede también hacer mentalmente, prescindiendo del dado, pensando simplemente en un número del uno al seis; pero en ese caso la gente no dirá «oh, pero qué escritor tan lúdico, creativo e interactivo, qué obra tan metaficcional la que nos ofrece a sus brillantes interlocutores» (y todas esas cosas que a los autores nos encantan que nos digan aunque sigamos comiéndonos un cable y muriéndonos de pobreza). Aunque también es cierto que puede leerse esto sin pensar tampoco en ningún número del uno al seis, pero en ese caso me correspondería entonces a mí el derecho a decir: «pero qué lector tan poco lúdico y tan escaso para lo creativo, tan negado a lo interactivo y tan limitado para lo metaficcional». Bueno, claro, tiene Usted también, por supuesto, la opción de seguir de largo y no lanzar nada ni pensar en nada nada ni leerse nada. Y en ese caso nos salvaremos mutuamente Usted de mí y yo de Usted. No, porque qué va, porque tampoco es que voy a estar yo mendigándole a un lector que se digne a mostrar un mínimo de consideración y respeto por esto que he escrito con enorme pasión, rigor y entrega. Prefiero mil veces ser leído por pocos, muy pocos, pero que lo sepan realmente apreciar y estén a la altura del reto, antes que por millares…

Perdón, volvamos a lo que íbamos. A ver, por dónde iba. Ajá, por el fin del mundo. Con dado o sin dado. Seis opciones para escoger cómo se acaba todo esto.

  1. Hay alguien que duerme en una cámara criogénica. Si alguna vez hubo una vida más allá de esa cápsula hermética no la recuerda en lo absoluto. Hace tanto que le indujeron al sueño y le encerraron en ese cocuyo de cristal irrompible que no recuerda nada más. Su memoria gira exclusivamente en torno a ese sueño que —no tiene otra opción— como creador y como único espectador ha ido construyendo meticulosamente a lo largo de años de hibernación mientras navega por el espacio. En ese sueño hay un planeta joven, erupciones volcánicas, el océano primitivo embravecido, la vida que se forja en microorganismos que después se agrupan en moléculas de carbono cada vez más complejas y más tarde derivan en organismos más sofisticados que nadan, luego reptan, hasta que salen a la superficie para poblar la tierra. La evolución, la mutación, algo relacionado con un meteorito, la supervivencia del más apto, guerras, civilizaciones, barbaries, bombas atómicas, hambrunas, refugiados, genocidios, pandemias. La alternancia de todo ello, la simultaneidad de todo también. De pronto despierta. Una voz avisa que ha llegado a destino. Aquí se acaba el viaje y comienza la misión. Mientras se despereza recuerda vagamente que soñó con un planeta absurdamente raro habitado por la especie más extraña del universo. Pero le cuesta tanto acordarse ahora. Es apenas un eco, una especie de resaca apagada en medio de la marea sideral. Además no tiene sentido, mejor se quita esas imágenes de la mente como quien se desprende de una última lagaña. La vida, la real, espera afuera.
  2. Frshllhsr (pronúnciese como si se inhalara por vía nasal un dedo de agua por medio de un pitillo) heredó la Tierra de su abuelo Aohrrrgtl (fonéticamente idéntico a si se tragara una polilla y se le quedara atascada en el esófago). Frshllhsr nunca quiso ese planeta tan pálido y anodino, habitado por una especie tan desabrida, y consideró un despropósito que Aohrrrgtl se lo legara en el testamento mientras a sus hermanos y tíos les dejaba constelaciones, agujeros negros, galaxias, cometas, cuásares y nebulosas. Así que Frshllhsr, en medio de una borrachera sideral, apostó la Tierra en una carrera de asteroides y la perdió. Ahora la Tierra le pertenece a Gkkätthflq (sonido de un ciempiés cuando se desintegra como un efervescente dentro de un frasco de mezcal) y cuando Gkkätthflq recibió la Tierra exclamó *||“]}{–´‚ que significa algo así como «¿pero qué mierda es esta?», y dio un manotazo furioso para borrar esa esferita de su presencia y también de la faz del universo. Y a partir de ese instante ya no estamos y nadie se acuerda, y en nuestro lugar quedó una especie de estela vacía de la más limpia sustancia oscura.
  3. El hijo de los Ortega nunca habló. No es que fuera mudo o tuviera algún problema en las cuerdas vocales, era más bien que no le nacía, no tenía motivos, nunca le dio la gana ni encontró necesidad de emitir palabra. Entonces ocurrió lo de la nave espacial que de pronto se apareció en el cielo y se posó sobre la plaza central del pueblo, se quedó flotando ahí durante días y semanas sin hacer nada sino zumbar. E intentamos hacer contacto y les pusimos música y encendimos luces. Se adelantó incluso la fecha de las fiestas patronales y les ofrecimos un festival gastronómico con bebidas y danzas típicas. Pero nada. Esa gente allá arriba en lo suyo, flotando sin emitir sonido. Entonces el hijo de los Ortega se acercó una noche y habló. Habló por primera y única vez en su vida. Se puso justo debajo de la panza de la nave, inclinó el cuello hacia arriba y soltó una frase con una voz que parecía venir de otro tiempo y otro espacio, como si sus palabras estuvieran forjadas con metales radioactivos que no existen en esta galaxia: «Si acaban con el mundo, por favor no bombardeen este pueblo». Y así fue. La Tierra sería arrasada y no dejarían ni una astilla en pie, ni una sola piedra sobre otra piedra. Excepto el pueblo, que permanecería intacto en medio del planeta yermo, gracias al hijo de los Ortega.
  4. El mundo es la creación formidable de una Inteligencia Artificial. No sabemos qué había antes, imaginamos que nada. Lo olvidamos o nunca lo supimos, que para los efectos viene a ser lo mismo. El hecho es que la gente en ese momento vio lo que ofrecía la IA como si fuera la primera vez que viera algo en toda su vida y dijo «esto es el futuro, ahora cambiará absolutamente todo y ya nada será igual porque quieran o no, estén a favor o en contra, esto es indetenible y llegó para quedarse». Eso, junto con todas esas cosas donde los partidarios más entusiastas del futuro y los fanáticos del apocalipsis acaban siendo básicamente la misma cosa. Pero resulta que el presente es tan estrecho, tan epidérmico y fugaz, y resulta que nos aburrimos tan rápido de lo sublime o lo patético, que entonces pasó el tiempo (tampoco mucho, que ya nada dura tanto) y con él pasó de moda la inteligencia artificial pero también pasamos de moda nosotros, nos hartamos de todo, incluso pasó de moda esa pulsión ansiosa por estar pendientes de lo que vendría después; y así nos disolvimos en la nada como quien se borra por medio de un largo fundido a negro donde ya incluso hubo pereza para ponerle después los créditos o un letrero que dijera FIN.
  5. Hay un fin del mundo donde al final no se acaba. Es decir, a Dios, a los extraterrestres, al gran arquitecto o a quien fuera que hizo este experimento se le olvidó que lo tenía reaccionado en un tubo de ensayo ahí tirado en el remoto rincón de las cosas que se lavarán mañana porque qué flojera. Quién sabe. Habrá surgido algo más importante, se les cayeron por una alcantarilla cósmica las llaves del laboratorio, o simplemente se perdió el interés. Entonces aquel tercer planeta azul pálido, el tercero con respecto al Sol, en vez de apagarse como lo hacen todos los mundos (sobre todo por inutilidad o por hartazgo), se le ocurrió mutar, evolucionar, empeñarse en seguir vivo, y como un mecanismo de defensa, como quien reprograma el propio código genético, forjó una especie de gagueo planetario para reiniciarse una y otra vez justo en el instante que precedía al final. Como una maquinita inútil de perpetuo movimiento, como una canica acelerada en bucle obstinado que por inercia se lanza una y otra vez por la pendiente de una cinta de Moebius. Así que nada cambia, todo se repite, porque cuando es inminente el fin del mundo al final no se acaba. Es decir, a Dios, a los extraterrestres, al gran arquitecto o a quien fuera que hizo este experimento se le olvidó que lo tenía reaccionado en un tubo de ensayo ahí tirado en el remoto rincón de las cosas que se lavarán mañana porque qué flojera. Quién sabe.
  6. El fin del mundo es el dibujo de una niña que se sale del contorno al pintar y que hace trazos que quisiera controlar pero que se le convierten en errores involuntarios. Y entonces cada desborde, cada rayón, cada equivocación se convierte en algo nuevo, en el germen para un nuevo trazo, una nueva idea, otros ojos más grandes, una nariz imposible, una oreja caída que acaba siendo un corazón o una segunda boca, o una criatura fantástica o un animal de una especie que no existe pero que mañana podría ser. Se van recombinando las líneas y los colores, se van amontonando unos sobre otros hasta formar densos manchones donde se acumulan todas las formas, texturas y matices de este mundo. Al final la niña, cuando no le quede más espacio para pintar o se canse de intentar darle sentido al sinsentido, regalará su obra a alguno de sus padres. La guardarán en el espacio de las cosas que no se pueden tirar porque algún día serán un recuerdo valioso y quién sabe si luego hasta lo enmarcaremos. Y ese será un buen fin para el fin del mundo, porque no tienen que ser todos terribles, quién quita que toque alguno hermoso.

© José Urriola | Relato inédito

José Urriola | Venezuela, 1971

Nació en Caracas. Periodista, docente, guionista y narrador. Estudió Comunicación Social en la Universidad Católica Andrés Bello y es magíster en literatura latinoamericana y cine documental. Es autor, entre otros, de los libros Experimento a un perfecto extraño (2012), Santiago se va (2015), Fisuras (2020) y Fantasmáquina (2022). Textos de su autoría han sido incluidos en diversas antologías internacionales.

Foto de autor: Marie Claire Kushfe

Foto de encabezado: Angela Compagnone

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