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«Hambre», por Kristina Ramos

Dime lo que comes y te diré quién eres.

Jean Anthelme Brillant-Savarín


Después de almorzar me retiré a mi habitación. Al rato llegaron mis primos de visita y nos pusimos a corretear en el patio. Yo no esperaba que el mayor de ellos arremetiera con tanta fuerza hacia mí y de un empujón me botara al suelo. En venganza cogí un puñado de tierra y se lo metí a la boca. Él se enfureció y de inmediato lo escupió, mientras todos reían a carcajadas.

Días después, recordando aquel incidente, sentí curiosidad por el sabor de la tierra. Así que me senté en la vereda de mi casa y de manera discreta comí un puñado pequeño. Al principio me sentí temerosa, como si se tratara de un pecado mortal, pero grande fue mi sorpresa al darme cuenta de que me gustó aquel extraño bocado, y llené mis mejillas como si fuera una ardilla hasta que me sentí satisfecha.

Desde ese día comenzó la adicción a ese terroso manjar y, por supuesto, lo hago a escondidas, como una adicta a las drogas. No creo que sea algo malo, pues en diferentes ocasiones he oído hablar a mis vecinas, cuando alguno de sus bebés accidentalmente se lleva un poco de tierra a la boca, que la comen por falta de hierro. Supongo que debo tener una carencia de ese mineral en mi organismo, por eso siento ese deseo irrefrenable por consumir tierra.

A medida que el tiempo transcurría, fui coleccionando pequeñas macetas con diferentes tipos de flores, hasta tener más de treinta que coloqué estratégicamente dentro de la casa. Así fui creciendo con esta afición, hasta que me casé. Dejé el hogar que me vio nacer para formar el mío. Conseguí trabajo vendiendo desayunos en el mercado y por las tardes seguí con mis estudios, mientras mi pareja trabajaba en la chacra. Con el tiempo conseguimos construir una casa de adobe, compramos algunos animales y nuestra pequeña granja creció, así tuvimos un nuevo comienzo.

***

Un día, al despertar, me sentí extraña. Me levanté, cogí la pequeña maceta que tenía en mi mesa de noche, con cuidado de no lastimarme con las espinas del cactus, y rasqué un poco de tierra con el dedo. La puse sobre mi lengua, pero en esta ocasión las ganas de comer más se intensificaron. Acto seguido, sentí náuseas.

Quise correr al baño, pero el vómito salió disparado de mis entrañas y una masa oscura se derramó por el suelo. En ese momento no me había percatado de que mi esposo me estaba observando. Cuando levanté la mirada, lo vi parado junto a la puerta con un gesto de fastidio.

—¡Qué te pasa, mujer! ¡Cómo se te ocurre comer tierra! Al escucharlo intenté justificarme, diciéndole que es normal.

—Me falta hierro, Narciso, ¿no sabías que la tierra es buena pa’eso?

—Cómo va a ser bueno, si hasta has vomitado. Seguro ya tienes gusanos en la barriga.

—Esos son cuentos, hombre. Pregúntale a tu mamá y verás que tengo razón.

Ni siquiera me contestó, dio media vuelta y se fue azotando la puerta.

Al quedarme sola, me sentí más tranquila, limpié y después de una ducha reconfortante quise comer. Primero fue un pan, luego otro, y al darme cuenta me había comido más de cinco. No le di importancia en ese momento, bebí una taza de café y fui a trabajar.

En el trayecto, los vendedores ambulantes fueron mi perdición y sus voces se entremezclaban en mi mente. Me ofrecieron diferentes tipos de alimentos y todo se me antojaba. Salivaba con los fuertes aromas y me resultaban irresistibles. Durante todo el día consumí una gran cantidad de comida y al llegar la noche sentí un profundo malestar. No pude conciliar el sueño, desperté a mi esposo varias veces para que me trajera agua y me acompañara al baño a vomitar.

—¡No debes comer tanto mujer, ya estás con empacho! —me decía con fastidio, aunque no me importaban sus palabras. Mi mente se encontraba ocupada, los pensamientos iban y venían. Todos relacionados con la comida. Así transcurrieron varias semanas, todas igual. Una vez que los malestares desaparecían, el hambre aumentaba.

En mi morral comencé a llevar distintos bocadillos a todos lados y mis hábitos comenzaron a cambiar. Empecé a sufrir de insomnio, subí de peso, me sentía fea y nada calmaba mis ansias de comer. Dejé de estudiar y me resultaba difícil ir a trabajar, aunque lo seguía haciendo.

La relación con mi pareja se deterioraba con el pasar de los días y las cosas empeoraron cuando una noche, al volver a casa, busqué tierra en todos los rincones sin ningún resultado. Todas mis macetas habían desaparecido. ¡Mierda!, dije para mis adentros. No podía creer que se habían llevado todas mis plantas. Entré en crisis, grité y lloré, pero no obtuve respuesta. Salir y comerla directamente del suelo era muy evidente y ya no quería más problemas. Así que comencé a idear con qué podía suplir la falta que me hacía consumir tierra.

Con el paso de los días se me antojaban nuevas cosas y empecé a consumir objetos pequeños fáciles de tragar. Primero fueron botones, pedacitos de plástico y hasta monedas. También rascaba las paredes de mi casa con una cuchara, que estaban revestidas de yeso, y lo iba comiendo hasta llegar al adobe, que era lo más parecido a la tierra. Para no generar sospechas, los agujeros que iba dejando los tapaba con los muebles.

Los fines de semana que Narciso estaba más tiempo en casa me invadía una terrible ansiedad y me arrancaba los cabellos, uno por uno, hasta hacerlos una pequeña bolita, y los tragaba. Siempre a escondidas.

Mi aspecto lucía desmejorado con el paso del tiempo; mis ojos perdieron su brillo y mi esposo trajo a la casa a mi suegra para que me atendiera. Ella se levantaba muy temprano y me preparaba deliciosos potajes que me atragantaba con una sensación de júbilo excesivo. Mis kilos aumentaban tanto como mi hambre y cuando no podía controlar mis manías, bebía licor y agua en cantidades enormes. Me convertí en una aspiradora que succionaba todo a su paso.

Con mis ganas de comer empezaron mis cambios emocionales y mis estados de ánimo variaban a la velocidad de la luz. La presencia de mi familia me irritaba porque ellos no estaban contentos con esos cambios tan bruscos, y me decían frases hirientes, pensando que así dejaría de atascarme de comida. «Eres una ballena», «Cerda», «Si sigues comiendo, vas a reventar», «Gorda, puerca, marrana…»

Desde luego ya no confío en su cariño. Los prefiero lejos de mí.

***

En mi último intento por no comer quise rechazar la comida que mi esposo me ofrecía, mirándolo a la cara con un gesto severo. Él insistió, como si tratara de probarme y ante su enfática firmeza, no tuve más remedio que aceptarlo. Fue en ese momento que nuestra vida conyugal, tan efímera, terminó por disolverse. Narciso me abandonó. Le repugnaba mi presencia y la forma en que me embutía los alimentos, ya que era incapaz de saborear sin atiborrarme la boca hasta empezar a babear, incluso masticaba grotescamente. Le daba tanta vergüenza que era incapaz de mirarme a los ojos.

Me volví una esclava de la comida y al quedarme sola no tuve fuerzas para prepararme mis propios alimentos, así que iba a un comedor popular, pedía cualquier cosa para saciar el hambre y me iba. Me convertí en un ser sin voluntad, vivía para comer.

Mis pasos aletargados, propios de mi peso, hacían que respire con dificultad. Mis piernas parecían globos, unas manchas oscuras ocupaban gran parte de mi rostro y de mis senos brotaba un líquido lechoso que me causaba repugnancia. Era una versión grotesca de la humana que un día fui. Ya no me reconocía y odiaba esa versión de mi cuerpo.

***

Una tarde, rebuscando entre las cosas que dejó mi marido, encontré una botella de vino añeja. En el fondo había unas cuantas pasas que flotaban como moscas muertas. Lo cual hizo que salivara, hundí el corcho con desesperación y lo bebí de pico. Luego sentí la lengua adormecida, como si se tratara de un veneno. Me dio asco y vomité poniéndome en cuatro patas. Un olor a fermentado se apoderó del lugar, mi cuerpo temblaba y tenía los ojos tan abiertos que por un instante sentí que se salían de sus cuencas. Ya no podía más con esa situación. La desolación se leía en mi rostro; sin embargo, al cabo de un par de horas mi suegra me trajo un guiso que devoré rápidamente, hasta me di cuenta de que seguía tratando de comer cuando ya no había nada en el plato y me desesperé hasta el punto de morderme las uñas y sangrar. Ella, al verme en ese estado, se asustó y me dijo: «Con razón mi hijo se fue de tu lado.» Sus palabras fueron emitidas con desdén, no obstante, seguía ahí.

***

Al noveno mes:

Mientras sorbía tranquila la sopa, sufrí un retortijón en el estómago que me tumbó al suelo y me hizo retorcer como un gusano gigante. Nunca había comido tanto como esa vez, sentí que iba a explotar. Me ardía la boca, que estaba completamente seca por dentro, y un bulto palpitante en el estómago me cerró la garganta. El dolor era tan intenso que sentí como si me arrancaran las entrañas.

—¡Qué horror! —gritó mi suegra cuando me vio tendida en el suelo; la situación empeoró cuando me percaté de que algo viscoso chorreaba por mi vagina. Aquel líquido pegajoso apestaba como una cloaca.

—Por favor, por lo que más quieras, déjame morir. Le supliqué.

—¿Estás loca, Hermelinda? Ya viene…

—¡Maldito engendro! —grité, y de inmediato sentí una patada en el estómago. Luché contra esa cosa que salía de mi vientre. Jamás logré eliminar la sospecha de su presencia, pese a la insistencia con la que traté de convencerme de que yo solo exageraba, y que ese ser no existía. En el fondo sabía que mi suegra se dio cuenta de mi estado y por eso nunca se alejó de mí.

De repente sentí cómo mi vagina se abría y se desgarraba mientras una masa caliente salía de ella.

—¡Veo el cuero cabelludo! —vociferaba mi suegra, a la par que con mis manos intentaba arrancarlo de mi cuerpo, pero se resbalaban por los coágulos y la sangre que tenía alrededor.

—¡Puja, Hermelinda, pujaaa!

—¡Carajo! No puedo más. ¡Sácamelo!

Pujé con todas mis fuerzas para deshacerme de él, y como si fuera un corcho salió disparado de mis entrañas. El expulsarlo surtió un efecto de alivio inmediato. Levanté la cabeza para verlo solo por curiosidad. Una maraña de pelos cubría una parte de su repugnante cuerpo deforme; esa criatura se movía en su propia inmundicia y emitía chillidos salidos del infierno. Su respiración era agitada y en su rechoncho cuerpo hinchado llevaba incrustados botones, monedas y pedazos de yeso que se endurecieron formando unas bolas que sobresalían en su piel. Su vientre hinchado denotaba la presencia de gusanos, que se movían queriendo salir a la superficie. Me sentí asqueada y no realicé ningún esfuerzo por tocarlo.

—¡Maldita mujer! ¡Qué hiciste con mi nieto! Un grito desgarrador salió desde lo profundo de su garganta, mientras tomaba entre sus brazos esa terrosa masa de carne.

—¡Vieja de mierda, lárguese y déjeme en paz!

Mi suegra no se cansó de maldecirme y lloraba con amargura. Tras un instante, dejó al horroroso bebé sobre la cama, envuelto en una manta, y luego se agachó apretando los puños. Me golpeó en el rostro descargando su frustración. No me moví, pues ya nada me importaba. Eso generó que se enfureciera aún más.

—Nunca quise ser madre, mucho menos tener entre mis brazos a ese ser amorfo —le dije apenas susurrando.

—¡Ni los perros desprecian a sus crías! ¡Muérete, desgraciada! Aquellas fueron sus últimas palabras, mientras cruzaba el umbral de la puerta. En ese instante, cesaron los gritos estridentes.

…Su asqueroso corazón dejó de latir. Me sentí libre.


© Kristina Ramos | Relato inédito

Kristina Ramos | Perú, 1987

Nació en Huancayo. Estudió Psicología en la Universidad Peruana Los Andes. Es coeditora de Revista Aeternum, investigadora independiente y narradora. Ha publicado en diversas revistas y antologías del Perú y el extranjero. También ha dictado charlas sobre literatura fantástica y talleres de creación de cuentos de terror. En la actualidad trabaja en la publicación de su primer libro de relatos.

Foto de autor: Archivo

Foto de encabezado: Nsey Benajah

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