Escenario V. 1
—Rebeca, si estuviéramos en un precipicio, ¿a quién salvarías?
Mi hija había empezado a llamarme por mi nombre hacía unos meses, supongo que por imitar a su padre. Se me hacía raro e incómodo, pero no le dije nada porque pensé que se trataba de un capricho pasajero y que sería contraproducente recriminarla.
La pregunta en su origen fue más larga: «Mamá, si Martín y yo nos cayésemos por un precipicio y nos quedásemos colgando de una rama y tú solo pudieras salvar a uno, ¿a quién salvarías?».
Mis respuestas han ido variando.
La primera vez le dije que trataría siempre de salvarlos a los dos porque los quería por igual. Ella replicó: «Ya, pero, si SOLO pudieras rescatar a UNO porque, si no, nos morimos los DOS, ¿qué harías?». «En ese caso —resolví—, no salvaría a ninguno, me tiraría con vosotros y punto. Cómete las lentejas y déjate de tanto melodrama».
Recuerdo que, en esa primera ocasión, me vino a la cabeza una escena de una película de nazis en la que, en un juego macabro, obligaban a una madre judía a elegir entre sus dos hijos. «¿Con qué hijo te quedas? Decide o mato a los dos», la amenazaba el sádico guardia. La mujer, destrozada, optó por salvar a su hijo menor. Entonces, el soldado le pegaba un tiro a bocajarro al mayor, que no tendría más de once años, y disparaba después al pequeño, ante el terror inconcebible de la madre. Lo que he olvidado es si, por último, la mataba también a ella. Espero que sí, la verdad.
Sentí un escalofrío al pensar que a Ana se le había ocurrido ponerme en idéntica posición. ¿Sería eso normal? A menudo lo pensaba, no era la primera vez que ella me abordaba con esas preguntas.
De hecho, en algunas ocasiones, ante el mismo planteamiento, yo había respondido: «Salvaré al que se termine antes el escalope» o «Salvaré al que se calle y deje de preguntar estupideces». Ocurrencias por el estilo para salir del paso.
Una vez, hasta me preparé con tiempo una respuesta que creí infalible y definitiva para desactivar la pregunta bomba. Estaba deseando soltarla, de modo que, cuando el precipicio se abrió de nuevo en nuestra cocina, bajé el fuego donde se freían las croquetas, apagué el extractor para que se me oyese con claridad y, girándome hacia la mesa, respondí: «Me tiraría en paracaídas y, al llegar al fondo del barranco, sacaría de la mochila una colchoneta autohinchable que se montaría en un periquete y os salvaría a los dos». Martín aplaudió: «¡Yo me tiraré el primero!». Pero no coló para Ana. Dijo: «No, eso no vale, en el fondo del precipicio hay un río de lava y, en cuanto lo tocas, te abrasas».
Me tenía agarrada. Ella sabía, de alguna manera oscura, que en una situación así mi corazón se decantaría por Martín. Y lo que es peor, no hacía falta que estuvieran en un abismo al borde de la muerte, porque yo había hecho mi elección hacía mucho tiempo. Pero era algo que jamás reconocería; una vergüenza visceral, marcada en mi ADN, que me obligaba a ocultar, a suavizar, a compensar continuamente, tanto que incluso mi marido me reprochaba que trataba a Martín con más dureza que a Ana.
Desde el primer momento, sentí una conexión con Martín distinta a la que había sentido con ella. No era porque yo hubiera deseado más un nacimiento que otro, sino porque había entre nosotros más complicidad. Ana nunca se rio conmigo siendo un bebé, no le gustaba que la zarandease en brazos ni que le hiciese fiestas, no le gustaba que nos sentáramos a pintar monstruos, no le gustaba que leyésemos cuentos de miedo metidas bajo las mantas…
Ana iba echando por tierra, una a una, todas las escenas idílicas que yo había imaginado sobre lo que supondría ser madre de una chica. Porque, antes de que naciera, pensaba que sería más parecida a la niña que yo fui. También tenía presentes las promesas que yo me había hecho de pequeña para un posible futuro como madre. Recuerdo decirme a mí misma, en el rellano de la escalera, como si tomara apuntes en un magnetófono imaginario: «Jamás obligaré a mis hijos a besar a la gente, y menos a las vecinas viejas con pelos en la barbilla».
U otra que me hice un día, mientras me dirigía al colegio hundiendo mis katiuskas con enojo en la nieve que no podría disfrutar: «A mis hijos les dejaré faltar al colegio sin motivo, sobre todo, si nieva».
La primera vez que le dije a Ana que ese día no iba a ir a clase porque era un día especial y que nos íbamos de aventuras por ahí, me miró con ojos de torta y me recriminó: «Eso está muy mal. Además, yo quiero ir al colegio porque hoy la señorita nos va a dar bolis a los que escribimos bien. ¿Quieres que me quede con el lápiz y parezca tonta?».
Una mañana, cuando Martín tenía casi tres años, cayó una copiosa nevada. Los vestí, preparé los almuerzos y, tras dejar a Ana en el colegio, en vez de ir a la guardería, Martín y yo regresamos a casa, cogimos el trineo y fuimos a divertirnos a la nieve. Él, empapado hasta las cejas, me dijo: «Es el mejor día de mi vida». El mío también lo fue. Sentía más miedo de que Ana descubriese nuestra pella que de cualquier otra persona. Ese día, para acallar mi conciencia, le llevé un huevo de chocolate a la salida del colegio. Se lo comió y me dio la sorpresa que había dentro para que se la guardase. «Pero ábrela, vamos a ver qué te ha tocado, ¿no?», la animé. «No, mejor en casa, aquí se puede perder alguna pieza.»
Por eso, hoy, cuando Ana vuelve a preguntarme: «Rebeca, si estuviéramos en un precipicio, ¿a quién salvarías?», aprovecho que Martín está comiendo con un amigo para sentarme frente a ella y hablar del tema.
—A ver, cariño, vamos a hablar de esto en serio, porque ya empieza a preocuparme. ¿Por qué me preguntas lo mismo constantemente? ¿A qué viene esa obsesión con el precipicio?
Ana se agacha bajo la mesa para recoger el tenedor que se le acaba de caer y, mientras tanto, responde con desenfado:
—Por curiosidad.
—Hombre, Ana, a mí me parece algo más que simple curiosidad. Por curiosidad uno pregunta un par de veces, no día sí y día también.
Se ha incorporado y ahora me observa con dureza.
—Siento curiosidad por ver qué mentiras te inventas para no decir que salvarías a Martín.
No aparta la vista, quiere comprobar si esquivo la piedra o si esta me levanta la piel, del impacto, y me hace sangre. Los pensamientos en mi cabeza se disparan. Ana tiene diez años, es muy inteligente y muy madura, ¿pero lo suficiente para una confidencia de este calibre? De todas formas, ¿no lo sabe ya? ¿Hasta cuándo negar lo evidente? Si lo reconozco, ¿podremos empezar a acercarnos la una a la otra? ¿No es mejor ser sincera? ¿No es eso lo que está buscando? ¿No me ha pesado toda la vida que mis padres no lo fuesen conmigo? ¿No me juré, cuando anunciaron sin previo aviso que se divorciaban, que yo nunca engañaría a mis hijos, que no dejaría que la realidad los pillase totalmente desprevenidos e indefensos?
—Mira, Ana, hoy te voy a hablar con total sinceridad, como a una persona adulta. Siempre has tenido una gran sensibilidad para ser consciente de lo que ocurre a tu alrededor, pero hay cosas que intuyes que no eres capaz de comprender y que, por tanto, interpretas mal. A ver si puedo explicártelo; yo daría mi vida por vosotros dos, porque a los dos os quiero con toda mi alma, sois lo que más me importa en este mundo. Lo que pasa es que cada persona es distinta, nacemos con un temperamento determinado y sentimos mayor afinidad por los que se asemejan más a nosotros. Martín, simplemente, se parece más a mi forma de ser y por eso tenemos esa complicidad; nos gustan las mismas cosas, nos reímos con las mismas tonterías… Pero no significa nada. Únicamente eso, que somos más afines.
Me detengo porque la voz está a punto de quebrárseme. Supongo que me hallo ante uno de esos «momentos Kennedy» que decía mi padre; uno que recuerdas hasta el final de tus días; el instante bisagra en el que ves abrirse una nueva puerta de tu vida y no sabes si lo que vas a encontrar al otro lado la mejorará o la empeorará definitivamente. Durante estos segundos de silencio espero el flash de la fotografía que mi mente está tomando. Quedarán registrados para siempre el mechón suelto del flequillo de Ana, el jersey verde oscuro que lleva, el plato de loza azul con espaguetis a medio terminar, el rastro rojizo alrededor de sus labios que resaltan contra su piel tan blanca, el koala de peluche de Martín secándose sobre el radiador, el mantel de cuadros azules y blancos con el lamparón de grasa imborrable que tiene un frutero encima para disimular, el intenso olor a suavizante de la ropa que acabo de sacar de la lavadora y que aguarda en el cubo, el tacto y el calor del pantalón de pana en mis manos metidas como una cuña entre mis piernas…
—Bueno —dice ella al cabo—, pues tampoco costaba tanto explicarlo.
No le quito los ojos de encima. Busco cualquier señal de dolor, de rabia, de incomprensión, de alivio, de lo que sea… Permanece inmutable.
—¿Puedo repetir espaguetis? —pregunta.
Escenario V. 2
Retengo esa palabra que no había oído nunca: «afinidad». La repito mientras mastico los espaguetis: afinidad, afinidad, afinidad, como si también tuviera que tragármela. Concentrarme en ella me ayuda a poner cara de estatua y que mi madre se quede con las ganas de saber cómo me ha sentado lo que me ha dicho. No me apetece que sepa nada, al menos hasta que yo no tenga más claras las cosas.
Cuando termino de comer, me voy a mi cuarto y cierro la puerta. Toco un rato la flauta, quiero que me deje tranquila. Después, busco un diccionario de sinónimos en el ordenador. Sandra, mi profesora de Lengua, nos enseñó a hacerlo a principio de curso.
Afinidad:
- Sinónimos: analogía, similitud, semejanza, relación, conexión, inclinación, simpatía, tendencia, conformidad, correlación, consanguinidad, vinculación, proximidad, aproximación.
- Antónimos: disparidad, antipatía.
De la lista solo entiendo «simpatía y antipatía». Las apunto en un cuaderno y las subrayo con mi rotulador 3D verde fosforito, el que me regaló mi amiga Valeria. Me quedo hipnotizada mirando cómo engordan las letras hasta levantarse de la página, parece que están vivas. Escondo el cuaderno en el cajón de los puzles que nunca hacemos. Pronuncio para mí: «simpatía». «Antipatía».
Mi madre me quiere, o eso dice, es su obligación como madre, pero acaba de confesar que Martín le cae mejor. O sea, que yo le caigo gorda. Pienso en la tía Rosa. Es antipática, gruñona, no nos deja ni merendar viendo la tele. «Hay que comer en la cocina para no echar migas», repite siempre. No somos «afines» la tía Rosa y yo. ¿Quiero a la tía Rosa? Por mí, como si se muere.
Me abrazo a un cojín. Me hierven los ojos. ¿Quién más me parece antipático? Mateo Garralda, Claudia Alonso, Emma Pereda, la gorda del 3ª C, la amiga de Valeria de la piscina… ¿Y quiero a alguno de ellos, a pesar de todo? Por mí, como si se mueren.
Saco el cuaderno y, ahora con un rotulador negro que uso para repasar los contornos en mis dibujos, escribo:
«Por mí, como si se muere mi madre». «Por mí, como si se muere mi padre». «Por mí, como si se muere Martín». «Por mí, como si se mueren TODOS». «Por mí, como si me muero ahora mismo».
Guardo el cuaderno en su escondite. Me echo sobre la cama y hundo la cabeza en la almohada para llorar sin hacer ruido. Cuando me quedo vacía, me levanto y me lavo la cara en el baño mientras me miro con mucha atención. Estoy así un buen rato ante el espejo, hasta que mis ojos se deshinchan. Me imagino en el futuro, cuando sea mayor y me largue de esta casa. Me imagino formando mi propia familia. Yo solo tendré una niña que se llamará Betty Lisa. No tendrá padre, me tendrá únicamente a mí. Y jamás verá a sus abuelos ni a su tío.
Vuelvo al cuarto. Cierro la puerta. Toco un poco más la flauta. Saco el cuaderno otra vez. Escribo:
«Nunca le hablaré a mi hija como si fuera una persona mayor. Nunca le contaré toda la verdad de las cosas. Aunque la termine odiando igual que a todos, yo NUNCA se lo diré».
Presente
Me quito las Gafas Ecográficas de Futuro Virtual entre jadeos. La doctora me había avisado de que la experiencia sería impactante, pero no había creído que hasta tal punto. Durante un momento, no puedo controlar mi respiración, me falta el aire. La enfermera me acerca un vaso de agua.
Se nota que están acostumbradas a este tipo de reacciones porque ambas permanecen calladas y, mientras me recompongo, una levanta la persiana del consultorio con excesiva parsimonia, y la otra manipula los numerosos datos que ha recibido el ordenador durante mi especial ecografía.
Han pasado quince años desde la implantación de las V.F.U.G (Virtual Future Ultrasound Glasses), y todavía nadie sabe cómo prepararse para esta prueba. De hecho, según las estadísticas, aunque el número de usuarias va en aumento, todavía hay un 40% de mujeres que rechazan el método. Algunos países y religiones incluso lo han prohibido.
Aunque ya se lo he preguntado antes, repito:
—¿De verdad que esta predicción es fiable? Ha sido… espantoso. Cuánto resentimiento, cuánto odio y dolor. Y, además, había un error: mi hijo Martín era más pequeño que la niña.
La doctora desvía la vista del teclado, desplaza su silla hasta mí, que estoy en la camilla con los electrodos del aparato todavía conectados a mi vientre, y me contesta, afable:
—La fiabilidad es de un 96 %. Pocas veces obtenemos una tan alta. Y lo de la edad de su hijo se debe a una interpretación de su subconsciente, que quizá ha percibido a Martín como más inmaduro o desvalido, y lo ha solucionado a su manera. Son pequeños detalles fácilmente interpretables por un psiquiatra. De todas formas, como ya le expliqué, que sea una estimación precisa de su futura relación no quiere decir que sea inamovible. Ahora, usted cuenta con una poderosa ventaja: está avisada, puede preparar, junto con un equipo de psicólogos infantiles, estrategias para mejorar las cosas. De eso se trata. Hay que ver esto como una oportunidad extraordinaria para formar familias más felices y sanas. Y, como ya habrá visto en las campañas gubernamentales, el buen uso de esta tecnología redunda en beneficio de todos, en nuestra mejora como sociedad. A veces, la solución más dura es la más responsable, hay que saber pensar de manera altruista. Claro que, finalmente, usted es quien tiene la última palabra.
Pienso en Martín, en mi marido, en lo bien que estamos los tres juntos. Pienso en Ana, que ahora mismo no es más grande que un diente de ajo, en la vida amarga que le esperaría junto a nosotros…
Trago saliva. Otra vez noto una ola de vergüenza y de asco hacia mí misma subiéndome desde el estómago. Me la trago. Apuro el vaso de agua. ¿Por qué los científicos no inventan también algo para anular este lacerante sentimiento que acompaña el uso de su maldita máquina? Una culpa insidiosa que siento que no es mía, que viene incorporada de serie igual que el instinto de supervivencia o el miedo. Pero no, al parecer, con esta cuestión sí que tengo que lidiar yo sola.
—Creo que no va a funcionar —contesto a la ginecóloga—. Quiero abortar en cuanto sea posible. Mi marido y yo hemos convenido que, si algo así sucedía, no seguiríamos adelante. No vamos a poner en peligro la felicidad de nuestra familia.
—De acuerdo —me dice ella, cogiéndome la mano con cariño—, le daremos luego la píldora para que la tome esta noche o cuando quiera, dentro del plazo de diez días a partir de hoy. Señalaré en el informe que ha sido un caso de «alta incompatibilidad constatada», ¿le parece bien?
Afirmo en silencio. Ojalá hubiera podido marcar la opción de «individuo inestable y potencialmente peligroso», siempre está mejor visto eso de librar a la sociedad de un violador o un asesino. En esos casos, la gente hasta suele mandarte tarjetas de agradecimiento. ¿Qué les diré a mis suegros? La norma social dispone no preguntar al respecto si los progenitores no comentan nada, pero al final, más tarde o más temprano, todos acaban metiendo las narices. Me alegro de que mis padres estén muertos.
Percibo el apretón empático de la doctora antes de soltarme la mano y regresar al ordenador para completar los datos. Enseguida me dice que todo está listo y que ya puedo irme.
Cuando cruzo la puerta de la consulta, me invade una alegría incontenible. Estoy a punto de sonreír, pero me topo con la mirada expectante de las mujeres que, angustiadas, aguardan su turno en la sala de espera. Con gesto compungido, saco un kleenex del bolso y me giro un poco para limpiarme unos ojos que permanecen secos.
© Regina Salcedo | Del libro de relatos En qué te has convertido (Baker St., 2021)
Regina Salcedo | España, 1972
Nació en Pamplona. Es escritora, guionista de videojuegos y profesora de talleres literarios. Ha publicado la trilogía de fantasía Los libros de Ollumarh (2019) y la colección de relatos En qué te has convertido (2021). También es autora de los poemarios Icebergs (2014), Protagonistas (2015) y Mujer varada (2018).
Foto de autor: Archivo
Foto de encabezado: Fábio Lucas