«¡Todos al auto, he descubierto el Paraíso!»
Nunca la he podido olvidar. Palabra por palabra. Pero en especial por el entusiasmo exagerado de gestos grandilocuentes y sonrisa de oreja a oreja con que Rafael dijo esa oración. Se que en parte fue así porque tenía que entusiasmar a nuestros tres hijos, niños aún, para que le siguieran en la aventura. Pero también supe en el acto que había algo más entre esas palabras y no tardé mucho en que me diera cuenta qué era.
Como era costumbre, todos lo seguimos en sus locuras, incluso en aquella que involucraba un viaje en auto de una hora hacia la costa. Durante el viaje me habló poco y nada, pero su ánimo estaba por las nubes y lo compartía con Carlos, Nadia y Jesús, a quienes nunca les anticipó dónde nos dirigíamos. A mí sí. La playa se llamaba Aguas Verdes y en mi vida la había escuchado. Nos condujo por caminos de tierra e incluso por entre unos montes «¿Para dónde nos llevas?», le tuve que haber preguntado varias veces.
De súbito apareció el pueblo ante nuestros ojos. Primero buscamos alojamiento y luego paseamos. Era un pueblo bonito, muy tranquilo, pero fue allí, en plena calle central que los ojos intensos de una mujer vieja se posaron sobre nosotros de forma intimidante. No paró de mirarnos hasta que doblamos una esquina. Sentí un escalofrío que no me abandonó por todo el fin de semana. Pronto, Rafael nos llevó por fin a la playa de la que tan poco me había hablado. Debimos bajar con cuidado por un pequeño sendero flanqueado por rocas de todo tipo. «Mira la maravilla que es esto», me dijo apenas pudimos pisar la arena. Estaba impactado. No recuerdo haberlo visto así alguna vez. Parecía un niño.
Era una playa pequeña, de arenas claras, de roqueríos enormes rodeándola y con un mar que estaba en una calma total. Paz inmensa. Rafael y los niños jugaron por horas con la pelota de futbol de Carlos, las paletas de Nadia, y hasta se mojaron los pies en la orilla con Jesús. Al rato me tocó a mí entretener a los niños, y en algún momento mientras lo hacía Rafael se tumbó en la arena y se quedó dormido. Profundamente dormido. Eso me impresionó. Llevábamos quince años casados, habíamos viajado por muchos lugares, solos y luego con los niños, y nunca lo había visto quedarse dormido de esa forma en un lugar así. Su nivel de relajo era indescriptible. Me acerqué a taparlo con una de las toallas con las que andábamos y me quedé con él por un tiempo que no pude calcular. De un momento a otro despertó muy agitado y me miró con desconcierto: «Tuve una pesadilla, Clara», y como insistí tanto al verlo así, me la contó: «Estaba bañándome en el mar y de pronto me quise salir, pero no podía, era como si me tomaran unas manos y me tiraran hacia abajo en el agua. Luché, pero no podía salir.» Pálido como estaba, le grité a los niños para que nos fuéramos. Rafael no dijo nada por horas.
La verdad es que las sensaciones que me invadieron desde que llegamos al pueblo, no me abandonaron. Sentía una opresión en el pecho y un nerviosismo extraño, casi infantil, difícil de explicarlo en palabras de adulta. Al día siguiente, despertamos con los susurros de Nadia para meterse en nuestra cama. Tiritaba y conforme pasaron los minutos, su temperatura corporal aumentó notoriamente. Ese día no hubo paseo familiar ni visita a la playa, la niña estaba con fiebre y nos dedicamos a bajársela como fuese. A la mañana siguiente, nuestra última en el lugar, despertamos solas en la cama con Nadia. Rafael no estaba por ningún lado. Después de una hora apareció en la casa. Silente, tan pálido como el día anterior luego de contarme de su mal sueño. Le pregunté dónde había ido, pero yo ya sabía muy bien la respuesta. La podía sentir. «Fui a la playa. Tranquila, no fui a bañarme ni a dormir. Simplemente me quedé viendo el mar. Está bravo hoy.» Recuerdo que me dijo todo eso mirando un lugar indefinido de la habitación en la que estábamos. «Vámonos, Nadia está mucho mejor, pero vámonos», le dije. Él asintió y se fue a preparar las cosas para volver a la ciudad.
La semana pasó como muchas otras; el trabajo de Rafael en el hospital, los niños en la escuela y todo lo que comprendía hacerse cargo de los cuatro en casa, trabajo arduo para el que ya estaba acostumbrada. Pero mi sensación de rechazo por el lugar no cesaba. En cambio él, conforme pasaron los días, fue pareciendo olvidar la pesadilla que tuvo dormido en aquella playa. Por el contrario, ya casi llegando al fin de semana insistió en que volviéramos a ir. Se sentía cansado y creía que ese lugar lo haría recargar las baterías que necesitaba.
Después de tantos años juntos podía descifrar ciertas cosas en mi marido que creo que ni él podía. Creía en sus ganas de ir a sentir el aire costero del lugar y en su necesidad de distención, pero lo supe ahí, y ahora tantos años después también, que lo que en realidad sentía Rafael era que algo de ese lugar lo llamaba. Y eso comenzó a darme temor.
«No quiero ir», dijo Jesús apenas supo que volveríamos a la playa. «Tuve un mal sueño», fue lo que agregó enseguida, pero no hubo caso que nos dijera de qué se trató por mucho que yo insistiera. Su negativa luego se transformó en rabieta. Definitivamente no quería que fuésemos, pero su padre logró convencerlo, a fin de cuentas.
Ese día viernes llegamos directo al mismo lugar donde habíamos arrendado la cabaña el fin de semana anterior. Había una energía extraña entre todos nosotros y no había ánimos de paseos. Eso quedaría para el día siguiente.
Rafael quiso ir a la playa apenas terminamos de desayunar. Su ánimo era exultante, como cuando vinimos la primera vez, y eso nos terminó contagiando a todos, incluso a Jesús.
Esta vez había más personas en la arena y también bañándose en el mar, pese al letrero rojo con letras blancas que indicaba no hacerlo. Tengo que admitir que mi sensación negativa se había disipado casi por completo al ver a mis hijos relajados y jugando en la playa. El semblante de Rafael había cambiado por completo y se veía feliz. Fue en medio de eso cuando todo se quebró con unos gritos que colmaron el aire. Las pocas personas que había corrieron hacia el furioso mar y Rafael junto con ellas pese a los alaridos de mis hijos pidiéndole que no lo hiciera. Alguien se estaba ahogando y los gritos que se volvían desgarradores develaban que era un niño. Vi a Rafael correr desaforadamente e ingresar al agua, y una parte de mi pensó que era la última vez que lo vería, pero de súbito se detuvo, se dio media vuelta y nos miró. Tuve deseos de gritarle pero ni un solo sonido salió de mi boca. Rafael decidió devolverse unos pasos y salir del agua. Otros seguían tratando de ayudar al niño mientras mis hijos fueron al encuentro de su padre, abrazándolo. Mis niños, que tuvieron la suerte que el otro pequeño no. No pudieron rescatarlo y el dolor que se sintió en esa playa aquella tarde no lo volví a ver ni experimentar nunca más.
Rafael decidió volver, pero el que lo hizo no fue jamás el mismo. Algo de él se había ido con ese niño por las aguas revueltas de ese mar oscuro y frío. Cada día la luz que siempre fue para todos los que lo conocíamos, y en especial para nosotros su familia, se fue apagando hasta que sólo quedó una profunda oscuridad. Él simplemente dejó de hablarme. Con sus hijos comenzó a ser indiferente hasta el punto de herirlos con ese desdén. Algo que los cambió para siempre. Al año de sucedido el incidente de la playa, Rafael desapareció cuatro días de la casa. Mi desesperación era sólo superada por un profundo temor, porque presentía lo que eso significaba. Al quinto día lo encontraron colgado de una viga en una de las cabañas que visitamos en la playa donde sucedió todo. Nadie sabe cómo entró ahí. Después de tantos años aún me pregunto que vio Rafael para dejar de intentar salvar a ese niño en la playa, y por qué eso lo derrumbó. Sé que fue por nosotros.
En la chaqueta que vestía encontraron un papel doblado desprolijamente dentro de uno de sus bolsillos: «Ese lugar me llamaba, Clara. Todos lo sentíamos. Y yo no quise escucharlo. Nunca dejó de gritarme después. Ya no soporto sus gritos.»
© Patricio Flores H. | Relato inédito
Patricio Flores H. | Chile, 1982
Nació en la ciudad de Santiago de Chile. Es profesor de inglés y narrador. En 2014 publicó la novela de fantasía El puente. También integra la antología de relatos Cuentos en movimiento (2017).
Foto de autor: Archivo
Foto de encabezado: Michael y Diane Weidner