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«La consigna», por Iliana Vargas

Una voz comenzó a llamarlo desde lo más hondo de su conciencia. Era algo parecido a un lamento prolongado, el quejido de una agonía espantosa. Cuando despertó, aún sin abrir los ojos, se dio cuenta de que en realidad era un conjunto de voces, un clamor cuya fuerza se manifestaba en oleadas.

Bernardo Esquinca


1 Vermer

Había salido a correr todos los días durante el último mes. No importaba que la bruma invadiera el sendero con su humedad helada y vaporosa: aspiraba los elíxires del alba como si de ello dependiera que sus pulmones se abrieran y la sangre comenzara a calentarse en su corazón. Corría para no sentir su cuerpo, para no escuchar los rumores que intercambiaban su carne y sus huesos desde hacía unas semanas. No sentir <=> No escuchar: ¿No vivir? ¿Qué prueba era esta? ¿El Principio? ¿El Ocaso? ¿El Fondo? Siempre le había causado mucha curiosidad aquello a lo que el Señor O, su consejero, se refería cuando le hablaba del Fondo Verdadero de Todas las Cosas:

Tienes que llegar al fondo y tocarlo para saber qué es lo que se ha desprendido de tu cuerpo durante estos años: no tu sombra; no tu doble; no tu contrario; hay algo que te fue inseminado en la hecatombe primigenia y que derrumbó tu sueño, se instaló en él, intercambió las palabras de la noche por las del amanecer en el limbo. Escúchalo en tu temblor.

Cada vez que pensaba en ello, recordaba cómo, durante su infancia, su inconsciente había sido bombardeado por rastros de imágenes inconexas, aleatorias, cuyo significado le intrigaba pero no llegaba a atormentarla como ahora: siempre, antes de iniciar el ritual para dejarse caer en el trance del sueño, se mira a sí misma al borde de un lago verde cubierto por una costra de tierra agrietada entre cuyos intersticios asoman nenúfares como ojos escamados que la incitan a dar el Gran Salto:

¿Cuándo abandonarás ese cuerpo?

¿Cuándo bajarás a encontrar tu verdadera forma?

No hay solo una manera de perderse en la sombra: es el agua y el barro; lama de sangre la máscara que te alimenta y crece en ti.

Llénate de ella. Ven.

Vermer sabía que estaba experimentando un proceso ajeno a su voluntad, pero para el que había sido concebida, como todas las de su especie. El dolor se imponía atravesándole las vísceras, haciéndole sentir que una marejada nacida de los infiernos fáusticos le estrujaba los intestinos y le depositaba una semilla ardiente, purpúrea, que le destornillaba la razón.

2 Marabunta

La noche guarda la diurna algarabía de las calles. No se sabe si los niños dejarán de gritar, aullar como bichos de azotea, celebrar la venganza en el atizador, las pieles desolladas tendidas al cielo. Los niños saben cuándo deben salir a cazar. Obedecen a los olores que despiertan su hambre en el trayecto; a los colores que les llenan la piel de frutas extraterrestres. Los niños deben abrir los ojos poco después de la medianoche, cuando la sal del puerto empieza a impregnarse en los dientes de los insomnes que abandonan sus casas en busca de fogatas al borde de la playa. Los niños no tienen nariz: respiran por las papilas de sus lenguas, todo el tiempo al aire, todo el tiempo husmeando y dando vueltas entre la hierba. Los niños saben que Vermer vendrá por ellos, en su forma de barro oscuro, con los brazos de fuego y la cabeza bicéfala: pez diablo y dragón submarino. Y se preparan para ella.

3 Escala

Hay algo en el aire que no te deja continuar. Aspiras con fuerza, tratando de dilucidar qué es eso que enturbia la noche, el sueño, la voz. Palpas tus huesos para comprobar que los filos en sus puntas siguen ahí: aunque de pronto se te encajan entre las costillas. Vives en las raíces de un árbol que crece hacia arriba y hacia abajo, alimentándose de otras raíces, de otras ramas, del agua que los demonios le exprimen a la tierra. Añoras perder los sentidos de tal manera que no recuerdes quién te trajo, quién te depositó en este cuenco de piedra. Bucear el aire, la noche cavernosa, el desierto del Sur. Te ofrecen un cuerpo que repeles. Y luego otro y otro y otro hasta que nazca una montaña de carne y no te ofrezcan más nada; hasta que el cuerpo que te alimente no sea otro, nunca más, que el tuyo.

4 Ciclo

No había terminado de preparar las infusiones que debía entregar a la Corte de las Ninfas, cuando Vermer sintió el ímpetu de volver a salir y exponer el cuerpo al aire, a la ventisca nocturna, a los humores del eucalipto, la salvia y el orcajuda negro: la mezcla de esos aromas anestesiaba el quiebre de tejidos, músculos y huesos que sentía a cada zancada. Más rápido y más intenso, el proceso de aceleración de la sangre buscaba el enfebrecimiento que culminaría en el estallido de los órganos que su cuerpo no necesitaría para llevar a cabo su nueva función. En algún momento sus piernas dejaron de sostenerla y cayó pesada e inmensa sobre el pasto fresco y húmedo. No podía distinguir de dónde provenían los espasmos que la acribillaban con más dolor: rendida entre los árboles de la vereda, su cuerpo perdía poco a poco los rasgos antropoides para convertirse en una pupa exoesquelética cuya carne se ennegrecía lustrosa como retazo de obsidiana.

Perdía y recuperaba el sentido, la noción de conocimiento era distinta cada vez que abría los ojos: había tantos conocimientos a los que tenía que llegar como si se tratara de capas en el cielo, en la tierra, en el aire; tenía que irlas quitando todas; absorberlas, desgajarlas y colmar su interior con ellas para conformar su nuevo rostro, su nueva otredad, su nueva búsqueda, su nuevo designio.

5 Carne y fuego

Tengo el cielo alterado entre la lengua, y el heno no basta para cambiar la saliva por aguardiente perlado. No he sabido utilizar el conocimiento que la sangre entre los dedos de los pies me ha dejado a lo largo del camino, y presiento que la venganza del demonio será fuerte, severa. Una nube de gas verde ópalo, verde jade, verde jaspeado por lirios hirvientes, purpúreos, amenaza con devorar de nuevo mis huesos, atravesando los poros de esta coraza que yo creía más fuerte que la piel humana, horadando, horadando sin tregua cada una de las capas de dermis que ya no lo es; de carne que ya no lo es: otro paisaje, otro nombre, otra tierra, otra especie. Dentritus hypermaliis dice ahí, en medio del cuerpo, donde hace unos días respiraba la carne a través del ombligo. Ahora no. Ahora ni siquiera los dientes asoman por la abertura velluda. Ahora solo esa marca hilvanada con raíces de salvia: Dentritus hypermaliis, mi nueva esencia.

6 Monstruo

El mar huele a voz de tierra y arrecife. Los niños se afilan los unos a los otros las escamas que cubren su piel y los dientecillos que bordean sus dedos. La mutación de su morfología, terrorífica para los habitantes del puerto al principio, se convirtió en objeto de veneración cuando descubrieron que los niños solo cazan a los intrusos, los predadores y los seres que deben ponerse a prueba en un ritual de paso. En particular, fueron concebidos para desatar confrontaciones, pero no por poder, por odio, por territorio o en defensa propia, sino con el único fin de entregarse en sacrificio. La consigna es muy clara: los niños son el anzuelo, pero también el arma que ayuda a los nuevos monstruos a culminar su metamorfosis. Como no son movidos por emociones, el método de los niños consiste en dejar de comer durante días: guardan su hambre para embestir con la fiereza genuina de la bestia que necesita alimentarse, y de esta forma, provocar el instinto naciente del ser en cuestión para que su cuerpo logre despojarse de todo lo que lo identifica con su especie.

La mayoría de las veces los niños terminan la afrenta con el estómago satisfecho, rebosantes de sangre y vísceras de sus contrincantes, quienes, a pesar de percibir el inminente peligro en el que se encuentran, son engañados por su noción compasiva: el instinto de sobrevivencia se nulifica al creer que las heridas infligidas por estos seres extraños pero infantiles, no les harán gran daño. Cuando descubren el error es muy difícil detonar los mecanismos de defensa ocultos en su monstruosidad latente, y lo único que queda de ellos es una masa informe, negra, viscosa, sin identidad alguna. En estos casos, el sacrificio va a la cuenta de La Sublime Negación. Cuando la metamorfosis culmina satisfactoriamente y el monstruo se acepta como tal, su brutalidad es inclemente y ningún niño logra salvarse. El nuevo monstruo se aleja hacia la morada en donde deberá hacer cumplir su insignia, pues todos los monstruos tienen un trabajo específico que realizar para mantener el balance justo del universo, y los restos de los niños son absorbidos por la tierra para empezar una nueva gestación, con escamas y dientecillos más resistentes para su próximo encuentro. Nadie puede solo desaparecer. El ciclo, ciclo es.

7 Orkham

Vermer ya no existe. Su nuevo cuerpo tiene una configuración ajena a toda humanidad, pertenece a la especie Dentritus hypermaliis. Percibe olores a través de la piel, y eso hace que su sangre se agite, incitándola a buscar alimento. Ahora tiene ojos en cada una de las garras de seis patas que la impulsan a recorrer la playa y sus peñascos; obedece a ese nuevo instinto, feral y certero, que la guía al campo de batalla. Al llegar ahí, se sorprende ante la pequeñez de sus contrincantes, pero descubre, en sus miradas diminutas, el mismo halo de voracidad que siente hervir por todo el sistema de su estrenada monstruosidad, aquella con la que a partir de hoy han de identificarla como Orkham, devoradora de señuelos.


© Iliana Vargas | Del libro de relatos Yo no voy a salvarte (Eolas Ediciones, 2021)

Iliana Vargas | México, 1978

Escritora y traductora. Licenciada en Letras Hispánicas por la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional Autónoma de México. Es autora de los libros de cuentos Joni Munn y otras alteraciones del psicosoma (2012), Magnetofónica (2015), Habitantes del aire caníbal (2017) y Yo no voy a salvarte (2021). También ha colaborado en publicaciones impresas y digitales de México y el extranjero.

Foto de autor: Archivo

Foto de encabezado: Oscar Keys

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