CÓSMICA CALAVERA #NoEsUnMundoOrdinario

«Ada», por Rosario Lázaro Igoa

La conocí en mis clases. Se había matriculado ese otoño, con el contingente de extranjeros que siempre aparecía al principio del semestre y que enseguida empezaba a desertar con el apremio de las demás clases de baile. Tenía el cuerpo compacto y se movía con agilidad por el territorio del parqué. El espacio le pertenecía. Ada, dijo que era su nombre. Ojos grises rasgados, pelo largo, oscuro, ondulado hasta la cintura. Se lo recogía con parsimonia en un rodete que se deshacía apenas empezaba a moverse. Era un ser infrecuente. Había una precisión inusual y que igual bordeaba la torpeza cuando abría los brazos y dibujaba arcos con sus pies sobre la madera. Giraba con la cabeza como dormida, pero demasiado despierta. También disfrutaba de caer al suelo con ganas, desplomarse. Afuera ya había nieve. Ada parecía no percatarse del frío, vestida con la misma campera de cuero, fuera agosto o noviembre. Su timidez al hablar contrastaba con ese desparpajo frente al clima inhóspito que nos iba acorralando.

Varias veces, al observarla repetir las series, me daba cuenta de que mi atención se enfocaba solo en su cuerpo menudo, ágil, y más nada. Ada. Sus piernas fuertes. La nuca al desnudo, cubierta por una pelusa marrón como su pelo. Los moretones sobre los muslos. Desaparecían los demás bailarines. Intuí que había algo de obsesión en eso. No era la belleza, era inquietud por la exactitud desprolija de sus desplazamientos, pero sobre todo fascinación por un momento en que ella parecía irse del cuerpo y volver segundos después, vacía, exhausta, con una felicidad que no sé de dónde venía. Con el paso de las semanas, decidí que fuera suyo el papel protagónico de la obra. Ada lo tomó como algo natural, previsible. Siguió bailando con su figura lejana, que por momentos me generaba atracción, pero que a veces también se me hacía amenazadora. Esa presencia exigua parecía precipitar el tiempo a su alrededor.

En diciembre dormimos juntos por primera vez. Habíamos ensayado hasta tarde y salimos a cenar con algunos del grupo. Después de moverse con seguridad por el escenario, volvió de a poco a la timidez, a la campera de cuero, a las frases monosilábicas, a los ojos hondos en respuesta a cualquier pregunta del grupo. Por alguna razón, antes de salir a la calle me acerqué y le pasé un brazo por los hombros. Lo hice sin pensar. Ada no se opuso. Caminamos entre los parches de hielo como un conjunto y fuimos así hasta un restaurante chino a la vuelta del instituto. Era la primera vez que mi cuerpo tocaba el suyo fuera de la lógica de los ensayos, del guiarla, del transformarla en aquello que la obra demandaba. Me senté a su lado. Pedimos varios platos para compartir. No tardaron en venir las cervezas. Ella comía con ganas. Estábamos muy cerca, tan cerca que empecé a sentir su respiración pausada, y de pronto, un momento en que ese ir y venir de aire parecía transformarse en la excitación de un animal al acecho. Luego venía la pausa, y dudaba si eso había sucedido o no.

En el medio de las voces cada vez más altas del grupo, comentarios sobre el ensayo, la expectativa de un estreno cercano, yo trataba de escuchar esa oscilación imprevisible. No me animaba a mirarla a los ojos, bastaba con sentirla junto a mi cuerpo, pautando el tiempo con un vaivén entre la calma y la excitación que no terminé de entender. Sobre la alfombra de mi casa, horas después, pasó lo mismo. Pausa, arrebato, ausencia, presencia. Desnuda, el cuerpo salpicado de moretones, se movía arriba de mí. En un momento, sus ojos grises se fueron y quedaron oscuros, muertos, mientras cogíamos sobre la alfombra. La abracé con fuerza y su pecho subía y bajaba entrecortado. Sentí sus tetas duras contra mi piel. De a poco, pareció volver a mi abrazo y empezó a murmurar obscenidades. Dijo que desde el primer día de clases quería que entrara en ella. Como nunca, me sentí a merced de ese ser ajeno. Ardía, incapaz de otra cosa más que penetrarla. La llevé en brazos hasta mi cama y terminé mientras ella, compacta, tenía el alma viajando por no sé dónde.

Esa primera noche no pude dormir. Pasé horas observando su respiración. Calma, excitación, calma. Excitación breve, tenaz, sin tregua a su organismo dormido. Cuando por fin empecé a dejarme llevar por el sueño, sentí que Ada se deslizaba fuera de la cama. Abrí los ojos y la vi parada frente a mí. Tenía los ojos abiertos, pero inertes. De repente, empezó a caminar: casi que flotaba por el cuarto. Fue hasta la ventana y trató de abrirla, sin éxito. Movía los herrajes. Musitaba algo. Afuera la nieve había cesado. Le pregunté si estaba despierta, pero no respondió ni cambió en nada lo que estaba haciendo. Sentí algo muy extraño al verla inaccesible y de cuerpo tan pleno contra la ventana, algo como la intuición del miedo. Desde la calle, sonó una bocina y eso pareció alterarle el trance, porque volvió caminando a la cama. Su respiración era tranquila cuando me abrazó hasta cerrar los ojos de nuevo.

Supe que Ada era demasiado joven cuando a la mañana siguiente me preguntó si la casa era solo mía, si no la compartía con amigos. Me reí. Luego miró asombrada la biblioteca de madera. Dijo no tener más que cinco libros, que amontonaba abajo de su veladora. Dudé si preguntarle algo sobre la noche pasada. Ella observó las pinturas en las paredes, soltó algo sobre la cantidad de adornos y tocó la lana de la alfombra del living. La miré moverse, como quien evalúa una pieza de colección. Al sentirse observada, se puso a bailar sobre la alfombra y comprobó cómo amortiguaba su peso al caer. Poco después, devoró el desayuno y tomó varias tazas de café. La observé. No fui capaz de decirle nada sobre sus ojos grises muertos en plena madrugada. Antes de salir, quiso que la cogiera con fuerza sobre la mesada de la cocina. «Para quedarme con tu olor», dijo. Nos despedimos en el metro. Su campera de cuero se perdió enseguida en las escaleras mecánicas y sentí una puntada de nostalgia cuando no la vi más. Esa misma tarde le mandé un mensaje y le pedí que viniera a verme de noche.

***

El primer mes pasó rápido. Ada trajo sus cosas y no demoró en quedarse a dormir de corrido. Además de los ensayos, yo daba clases por otros lados, así que en general llegábamos tarde a casa, y casi siempre habíamos cenado cada cual por su lado. Un par de veces nos encontramos para ir al cine, pero ella se dormía a mitad de la película, así que no fuimos más. Ada era un ser fluctuante, silencioso, aunque siempre con disposición para al encuentro conmigo. Siempre lo mismo: cogíamos, ella se quedaba dormida, luego se levantaba y caminaba en círculos por el cuarto, como un ser enjaulado. De mañana nos vestíamos y avanzábamos juntos contra el viento helado rumbo a la estación. La despedida era con un beso leve a la entrada del metro.

Nunca supe nada de su vida, de los veintipocos años antes de conocernos, ni qué hacía cuando no estaba conmigo. Sabía que era extranjera, que sus padres tenían una granja, que estudiaba matemáticas en la universidad y poco más. Ella tampoco me hizo preguntas. En las clases, tratábamos de fingir que no pasaba nada, pero ya todos sabían. Se darían cuenta de que no tenía ojos más que para ella, que ninguno de los demás bailarines me importaba, solo Ada, Ada dando vueltas en el escenario como un ser que estaba en otro planeta. Con el paso de las semanas, no demoré en desarrollar una dependencia brutal de su cuerpo, las piernas torneadas, sus tetas duras, el sexo siempre mojado, como si nunca fuera suficiente. Un sábado de mañana le pregunté si se acordaba de lo que hacía de noche. «Te dejo hacer lo que me gusta que me hagan», fue su respuesta. «No, cuando te dormís», inquirí. Hubo un silencio, después una respuesta que trataba de sonar espontánea. «Ah, sí… Sueño mucho y dicen que a veces camino», dijo abriendo los ojos, brillantes, fijos en los míos.

Ada empezó a contarme cosas. Aquel sábado lo pasamos entero en casa, casi no salimos de la cama. Una tempestad monumental cubría el país y la nieve no paraba de acumularse en la puerta. Ada dijo que eran ciclos, que desde chica le pasaba. Ahora estaba empezando uno, dijo. Pesadillas repletas de violencia, de alguien presionando su garganta, la asfixia hasta la muerte y el cuerpo que despertaba. Le pedí que me contara más. Le costaba hablar, pero se esforzaba al describir con detalle esa sensación de la muerte en el sueño. «Sé que no está pasando, pero es como si sufriera igual». «¿Y siempre es el mismo sueño?», quise saber. «Siempre, pero con variaciones que no terminan de alterar la sensación de morir y seguir acá».

Era como si nuestro vínculo se hiciera más fuerte ahora que yo creía entender a dónde iba cuando tenía los ojos ausentes. «¿Y el caminar de noche?», le pregunté. «De eso no me acuerdo, pero a veces me despierto y no sé dónde estoy. Pero no sé si es mi cuerpo o es mi cabeza. Creo que dura mucho tiempo, porque me cuesta demasiado volver, es un esfuerzo horrible», terminó por decir y se puso a comer unas rodajas de pan que habían sobrado del desayuno. No agregué nada. Quería que dijera algo más, pero cualquier interrupción podría ser un quiebre a la nueva forma que parecía tomar nuestro vínculo. Dudé si el volver sería del sueño o de algún otro lugar al que Ada se desplazaba cuando se iba a dormir. La miré mientras masticaba y rocé su cara con el dorso de mi mano. Su respiración era discontinua de nuevo. Por un momento, sus ojos se vaciaron de cualquier intencionalidad y fueron dos espejos grises opacos. Un frío terriblemente real me recorrió la espalda y se extendió por mis extremidades. Los pelos se me erizaron. Supe que tendría que alejarme. Su boca se movía sola, tragando el pan con mermelada.

***

En efecto, el ciclo empezó y las noches fueron cada vez peores. Ahora no solo había pesadillas y pasos perdidos en el cuarto. Su cuerpo hervía. Ada también hablaba, casi siempre balbuceos, pero frases completas a veces, destellos que confirmaban la necesidad de no dormirme y escuchar, tratar de retener un mensaje de otro lugar. Yo quería escucharla y tratar de seguirle la conversación. Es injusto, reclamaba ella al día siguiente, pero yo no podía más que estar alerta. Además de alerta, empecé a sentir miedo de su cuerpo. Ya no la tocaba. Después vinieron días en que sus pasos sonámbulos giraban en redondo, casi que corrían alrededor de la cama blanca que la sujetaba al sueño. Siempre tenía los ojos grises bien abiertos. Mi sueño leve, capaz de interrumpirse en cualquier momento, era la posibilidad de sostenerla por el hombro siempre que quería salir corriendo, pero no siempre lo lograba. La actividad era frenética. De mañana repetía que estaba exhausta, que no podía aguantar más, que un día no iba a poder volver. Alguien la retenía en otro lado. «¿Y cómo es el otro lado?», le pregunté una vez, cuando mi cansancio era evidente también. «Gris, hay tanto silencio y es vacío, horrible de tan vacío».

***

Un día me desperté y sentí un cuerpo arriba de mi cuerpo. Ada se había ido el fin de semana a ver a su familia. No había nadie en casa. Traté de mover los brazos y las piernas, pero no respondían. Era un cuerpo y era pesado. Quise gritar y de la boca no salían sonidos. Entré en pánico y la transpiración me empapó la espalda. No sé cuánto rato duró ni cómo salí de esa situación. Me acuerdo sí de tener la certeza absoluta de que ese era el mundo de Ada, y de que ahora era yo quien estaba en una batalla perdida de antemano.

—Es la forma más común de visita —me aseguró Ada cuando se lo conté por teléfono.

—¿Visita?

—Sí, visita. Por una cosa o por otra, te vienen a ver —explicó de una manera condescendiente, mientras se escuchaba el mugido de unas vacas atrás.

—Prefiero que no me visiten —recuerdo que dije.

Al volver del viaje, Ada pidió un taxi en el aeropuerto y vino directo a casa. No pasó nada entre nosotros. Ada estaba demasiado ocupada en correr y gritar por el cuarto, ojos abiertos, alma ausente.

***

El estreno fue en marzo. Ya no nevaba y la noche estaba inusualmente cálida. Me acuerdo de sus movimientos casi descoordinados, de sus ojos en pleno dominio del escenario, y luego, de un momento a otro, oscuros y opacos, de una infinitud que se me hacía demasiado. El público aplaudió varias veces. Ada parecía contenta en aquel momento y también cuando la noche avanzó en festejos. La fiesta fue en el patio del teatro que, con el aire no tan gélido, se podía usar para esas celebraciones. Ada, el mismo animal de siempre, incomprensible, a veces presente, como ahora. Tomamos whisky. Ella era una sombra inquieta y silenciosa, con la respiración entrecortada y los ojos brillando de algo parecido a la alegría. En ningún momento me habló ni me dirigió la mirada. Mantenía conversaciones breves con las demás personas, pero enseguida se iba de cualquier grupo. Iba y venía del baño. Una de esas veces la seguí, la visión recortada a puro alcohol, la seguí hasta ver que cerraba la puerta. Me paré del lado de afuera. Escuché su misma respiración agitada. Era una intromisión, lo sabía, pero seguí adelante. Entré al baño de al lado y esperé.

Estábamos al lado, pero ella no lo sabía. De pronto sentí que había alguien más en aquel cubículo junto al mío. Fue una impresión sutil al principio, pero después se tornó una fuerza neta. Lo que vino después no sé si lo inventé o si de veras era ella gimiendo de placer, susurrando las mismas cosas que me susurraba a mí, su cuerpo disfrutando el embate de aquello otro, contorneándose contra la pared, riéndose de todo sin importarle nada de nada. Empecé a llorar en silencio. Sentí que el mundo se iba al diablo, o al menos mi mundo. Tal vez nunca habíamos estado en el mismo lugar. No tuve celos ni furia, solamente angustia, y la necesidad cada vez más evidente de alejarme sin demoras. Era como estar en una pesadilla sin posibilidad de despertarme. Gritos de seres que no estaban en este plano de cosas. Ada me ponía al borde de un espacio vacío y sin fondo, en el que volver ya era imposible, la misma sensación de aquella vez de las tostadas y sus ojos vacíos. Ada estaba en otro lugar al que yo no quería ir. Pero resulta que yo estaba ahí y me daba cuenta demasiado tarde. Las lágrimas se me condensaban en los ojos. Al rato, cuando todo terminó, salió del baño dando un portazo. Yo creo que dormí hasta la mañana siguiente, cuando un empleado de la limpieza me sacudió el cuerpo y dijo que ya era hora de que me fuera.

Llegué a casa y seguí durmiendo todo el día. El cansancio me había superado, no podía sostener más esa vida tan cerca de mí, expandiéndose como una sombra oscura por todos los rincones. Recién me desperté cuando afuera era de noche de nuevo. En el celular, había sucesivos mensajes de Ada. 05:36 AM: «Te estoy buscando hace horas y no te encuentro. Me voy a dormir a mi casa». 11:02 AM: «¿Dónde estás?» 13:55 PM: «¿Dónde te metiste?». 19:11 PM: «Voy para ahí, no entiendo qué te pasa». Eran las siete y media cuando leí esa seguidilla de preguntas. Ada estaba en camino. Estaría saliendo de la entrada del metro. Caminaría ahora mismo hacia casa, adentro de su campera de cuero, sin inmutarse por la nieve ni por el viento. Apagué la luz y me tapé, como si eso fuera a solucionar algo.

Primero tocó el timbre, una, dos, tres, cuatro veces, en períodos cada vez más largos. Después se puso a golpear la puerta de madera, como si quisiera derrumbarla. Creo que en un momento pateó la cerradura. No me moví de la cama. Gritaba que le abriera. «Sé que estás ahí», decía. Pasaron los minutos y sentí que lloraba. Por pena, a pesar del miedo, bajé la escalera y le abrí la puerta. Ahí estaba. Campera de cuero salpicada por la nieve. Labios morados. Ojos llenos de agua. Ada. Me abrazó y reculé. No le importó. Parecía un animal al acecho y yo era su presa natural, previsible, incapaz de escapar. El deseo era doloroso, como una hoja de metal. Hizo lo que quiso, una vez más. Todo lo que quiso. Una y otra vez.

En mitad de la noche, un grito me despertó. «No puedo volver», resonó en el techo el cuarto. Era una voz despedazada. Me senté en la cama de un salto y tardé en situarme en la oscuridad. Cuando los ojos se acostumbraron a la penumbra, me di cuenta de que ahí estaban. Ella, Ada, la de ojos grises y pelo castaño hasta la cintura, la de los movimientos torpes y sublimes. Ada. Desnuda. Al lado de la ventana. Aquello, una forma oscura, la rodeaba, como una gigantesca babosa, lenta, alrededor de su cuerpo compacto. La textura oscura le subía por el medio de las piernas fuertes, le cubría las tetas y se le enroscaba alrededor del cuello. Ada. Las venas ya estaban saltadas, eran visibles en el cuello y en la frente. La estrangulaba. Ojos vacíos que no me vieron. El llanto venía cada vez más bajo. No sé si traté de moverme, pero de todas formas mi cuerpo estaba fijo a la cama. Sentí las manos atornilladas al tronco. Las piernas estaban pesadas, como si hubiera alguien sentado sobre ellas. El pecho oprimido. Me faltaba el aire y mi respiración empezó a agitarse. Salté de la cama y traté de alcanzarlos, pero de pronto no había más nadie que yo en el cuarto.


© Rosario Lázaro Igoa | Del libro de relatos Cráteres artificiales (Criatura Editora, 2021)

Rosario Lázaro Igoa | Uruguay, 1981

Es traductora literaria, además de investigadora y cronista de prensa. Se licenció en Comunicación y tiene un doctorado en Estudios de la Traducción (Universidad Federal de Santa Catarina). Coeditó y tradujo del portugués la antología Crónicas de melancolía eufórica, de Mário de Andrade (2016); del inglés, tradujo Dinosaurios en otros planetas, de Danielle McLaughlin (2020), entre otros. Es autora de la novela Mayito (2006) y de los libros de cuentos Peces mudos (2016) y Cráteres artificiales (2021).

Foto de autora: Archivo

Foto de encabezado: Yuris Alhumaydy

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