Es viernes 12 de julio de 2019, sobre las tres y media de la tarde, y los termómetros exteriores marcan unos 37°C en Madrid. Por lo que una mosca, de tamaño medio y color grisáceo, harta del pavimento ardiente, decide meterse en la boca de metro más cercana. Tras descender sobre el fuerte olor a goma quemada de las escaleras mecánicas, el insecto aminora la velocidad. Revolotea entre un agujero por el que aflora un manojo de cables como raíces metálicas, la esquina levantada de un anuncio que aún huele a cola, y el frescor mohoso de un cubo que recoge filtraciones del techo. Finalmente, un intenso olor a aditivo de fresa le conduce al botín atesorado en una papelera; las cerdas de sus patas se impregnan con deleite en el helado fermentado, que es rápidamente absorbido por su probóscide. Metro de Madrid considera que, a esas alturas del mes, buena parte de la ciudad se ha ido de vacaciones, por lo que la frecuencia de trenes queda reducida a la mitad, a pesar de ser hora punta. Precisamente acaba de irse uno a pocos metros de allí, y los humanos chistan, en una inútil carrera para llegar, que asusta a la mosca, separándola de su banquete en busca de un lugar más seguro. Los paneles electrónicos indican que el próximo tren llegará en 8 minutos, lo que provoca una oleada de resoplidos entre los pasajeros.
Inseguro y despistado de su objetivo, el insecto divisa, con sus ojos facetados, cómo siguen llegando al andén transeúntes que no se han ido de vacaciones. Dudoso, sobrevuela cabezas de cabellos lacios o alopécicas, sobre las que afloran gotas de sudor que recorren lánguidamente sienes, orejas, cuellos y escotes, formando arroyuelos y cercos obscenos en el algodón de las camisetas y las blusas. La potencia odorífera de ingles y axilas humanas es como un mazazo en los finos receptores olfativos del díptero, por mucho que sus propietarios intenten huir de las percepciones sensibles y centrar su mente en el sofá y el ventilador —aire acondicionado para los más afortunados— que les espera al final del camino tras su jornada de ocho horas, si no son más. Ya se ha completado la primera fila en la vanguardia del andén, y la segunda aumenta a buen ritmo. Con el rabillo del ojo, se miran unos a otros con fiereza, con asco, con resignación. Se oyen las sacudidas leves y frenéticas de algún abanico, mientras la mosca intenta posarse en algún lugar firme del continuum pringoso, cada vez más bañado en sudor, con poco éxito. Una y otra vez es espantada mientras una fiebre viscosa se desliza tras las retinas y entre los tobillos, vidriando los ojos y acelerando la respiración. Los dedos se mueven sobre las superficies de los teléfonos —las nucas contracturadas— como polillas enloquecidas, sin detenerse en ningún sitio. Hay quien deja escapar una ventosidad silenciosa en venganza hacia sus congéneres y una niña pequeña, inquieta porque no se le permite bajar de la sillita y corretear a sus anchas, lanza unos aullidos que se pierden hacia la oscuridad del túnel.
En su momento, el panel con el tiempo de espera cambia de dos minutos a uno, y la gente que hasta entonces aguardaba apoyada al fondo del andén se apelotona contra los del borde, que ya no forman dos, tres o cuatro líneas sino un cúmulo hormigueante, con la oreja alerta al bramido inminente que ha de surgir de las profundidades. Justo cuando emergen los faros y los viajeros se impacientan como un Leviatán rugiente, llega al andén un joven encorbatado y fibroso, envuelto en un aura de desodorante y loción de afeitar, hablando por su iPhone con una despreocupación digna del último habitante de la Tierra. Con habilidad, sortea a la mosca, se desliza entre la masa y se dispone a colarse entre las puertas del vagón sin esperar siquiera a que acaben de salir sus ocupantes. Las miradas depredadoras que habían acechado su recorrido insolente pasan a la acción. Ah, no. Eso sí que no se puede tolerar. Emergiendo de la masa de cuerpos, una mano le agarra de la camisa y evita que suba. El chico, sin dejar de hablar, se zafa y no desiste en su empeño de colarse. Pero lo siguiente no es una mano sino un empujón, al que le sucede un codazo, una patada, un rasgón de tela. Pellizcos y arañazos desde ambos lados de la puerta del vagón, que no se detienen a mirar dónde acaba la ropa y dónde empieza la carne. Manos, codos, rodillas y dientes ansiosos por hincarse, por hundirse, por arrancar, destrozar y vomitar su frustración contra Metro de Madrid, contra la ola de calor, contra un empleo de mierda que, obviamente, no incluye vacaciones.
Nadie sabe quién empieza, ni tampoco quién acaba. Pero al cerrarse las puertas de nuevo y ponerse el tren en marcha se oye el golpe seco del iPhone, cayendo y resquebrajándose contra el suelo. La mosca puede observar, con su visión a cámara lenta, las aristas del cristal dispersándose en todas direcciones, y un aroma feroz, excitante, le eriza las cerdas. Contenta y golosa, revolotea en círculos triunfante. No tiene prisa, ninguna prisa, en prepararse para el festín que le espera, únicamente a ella.
© Raquel Jimeno Revilla | Relato inédito
Raquel Jimeno Revilla | España, 1985
Es narradora, ilustradora y gestora cultural. Licenciada en Filología Hispánica e Historia del Arte por la Universidad Complutense de Madrid y Doctora en Lenguajes y Manifestaciones Artísticas por la Universidad Autónoma de Madrid. Autora del guion del cómic Orloj, obra realizada en colaboración con el dibujante Francisco Tapias (2009), y del ensayo Círculo de Lectores. Historia y trascendencia de un proyecto cultural (2021).
Foto de autora: Archivo
Foto de encabezado: Camilo Jiménez