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«Los asesinos», por Carlos Oriel Wynter Melo

La había matado más de una vez. Achataba la mirada y estiraba el brazo que sostenía el revólver. Después de un instante que le parecía inaguantablemente largo —siempre creía que no lo iba a soportar y por eso, es probable, lo hacía más corto de lo que estaba destinado a ser—, disparaba.

Ella caía entonces, pero pasados pocos días, una semana o un mes, regresaba para enfrentarlo de nuevo en un callejón lóbrego, primero lejana y, poco a poco, más cerca, más cerca por segundos, y él disparaba como en la ocasión anterior.

No era que pudiera explicarlo. A quien mataba, debía morir. Y no volver a aparecer. Pero ella regresaba como un círculo que no se trasladaba, sino que traslacionaba. Si alguien podía liberarlo con su muerte era ella, pero no daba la impresión de estar dispuesta a cederle su último aliento.

*

Desde la estación seca de 1997, me dedico al arte y ciencia de cazar espectros. Para algunos, soy un exorcista. Otros me creen un psicoterapeuta. Ambas opciones son ciertas, y sería muy complicado explicar, en las primeras líneas de esta historia, por qué. Confío en que más adelante podrá entreverse la razón.

Desde tiempos inmemoriales, existen quienes hacen lo que hago. No ha cambiado el corpus de nuestra disciplina: las lecciones que pasan de una generación a otra son, en esencia, las mismas lecciones. Ejercemos nuestro poder perdidos en desiertos vastísimos. Como los beduinos, levantamos nuestras casas de campaña en las inmediaciones de los oasis, lo que más de una vez ha provocado que se nos crea un espejismo. O escogemos departamentos minúsculos que pasan desapercibidos en ciudades resentidas y rencorosas, ciudades que tienen tantas venganzas que cobrar, que no se preocupan de quienes nos conformamos con sus márgenes. Este es mi caso. Muy pocas personas notan el letrero que he colgado en la entrada de mi local, o lo toman por mentiroso: Otto Garfenstel, cazador de espectros. En mi oficina hay un diván, una reproducción de Los girasoles de van Gogh, presidiendo el pequeño recinto, y un escritorio sobrio con su silla giratoria.

Sobra decir que la clientela no es mucha, pero la hay. Llegan, me contratan. Las más de las veces, logro sacarlos de fosas pobladas por los no vivos. En pocas ocasiones, fracaso.

De pronto, me encontré con la noticia. Se divulgó un martes. Una mujer había aparecido muerta en un callejón del Barrio histórico, la señora Aquilina Flores de Cerdán. Le sobrevivieron su esposo, el psiquiatra Valerio Cerdán, y una hija de veinte años. La señora de Cerdán pasaba la cincuentena, era ama de casa y poco dada a la vida social. Había salido a comprar legumbres en un mercado de las avenidas más antiguas del país y el asesino, quien no había dejado ni las más mínimas pistas, la había hecho desencarnar, o sea que la había matado. Tres tiros: dos impactaron el torso y uno la cabeza. Huyó a pie. Nadie lo siguió ni pudo encontrarlo. Deduje esta información a partir de mi lectura del periódico, el cual llegaba a la puerta de mi oficina religiosamente. Luego miré por la ventana, y recuerdo que descubrí los manteles de contaminación que comenzaban a asentarse sobre los edificios.

Una semana después, hubo otra víctima, un anciano que habitaba un edificio multifamiliar que pronto sería demolido. Había recibido también tres disparos. Esta vez, todos en el torso. La policía aseguraba que el trío de detonaciones era el sello del asesino. Yo me percaté, de inmediato, que el presunto sello no era una acción premeditada. El asesino tenía un arma con cargador de tres golpes. El posterior estudio de balística lo demostró.

En el siglo XIX se fabricó y distribuyó un revólver que solo podía alojar tres balas. Fue muy utilizado durante las guerras de aquellos días. Lo llamaron Robles Archundia, en honor a sus fabricantes. El malhechor, muy probablemente, pertenecía a una familia añeja. Tal vez quería decir algo usando un arma tan rara. ¿La seña apuntaba a un momento preciso del pasado? Las muertes seriales son, en ocasiones, un largo recorrido hasta una sola muerte. ¿Un espectro se negaba a morir? Si el matador era una víctima, necesitaría de mi ayuda.

Esparcí mis volantes por los lugares que supuse el asesino frecuentaba. Primero, cerca de la residencia del doctor Cerdán. Luego, en las inmediaciones de la facultad universitaria donde estudiaba su hija. Y dejé otras muchas en el edificio multifamiliar y deshecho en el que había ocurrido la segunda muerte. Después de esto, me dirigí a mi despacho y me dediqué a esperar.

La lluvia dejaba gotas que se deslizaban por las paletas de las persianas. Hacían figuras en el polvo que cubría el vidrio. En ocasiones, estas figuras permanecían cuando la lluvia se había ido y el sol hacía que el agua se evaporara. Era entonces que podía distinguir lo bellas y monstruosas que eran, y me llevaban a reflexionar sobre mi profesión y los misterios de quienes desean permanecer en el plano material, aunque estén muertos.

Cuando el asesino llegó a mi puerta la lluvia había dejado en una de las celosías la silueta de una mujer que parecía reír burlonamente. Yo la miraba con los pies subidos al escritorio cuando, tras la puerta transparente, apareció un hombre muy alto, además de calvo y robusto. El movimiento de la puerta hizo tintinear el adorno broncíneo que había colgado ahí; él entró.

—¿Es Otto Garfenstel, cazador de espectros? —Era una voz cavernosa y cansada. Pude hacerme una idea de su personalidad por la vibración de sus cuerdas vocales, también de la largura de su dolor.

—¿Ves a otra persona aquí? No, ¿verdad? Claro que soy yo. ¿En qué puedo ayudarte?

Dio un paso y se detuvo en cuanto notó la existencia del diván.

—No te preocupes por lo que ves. Podemos usar el diván o no. Son accesorios.

Arrugué un borde de la boca. Debía mostrarle, desde el principio, quién estaba a cargo.

—No has podido asesinarle, claro.

Se estremeció.

—Mira, asesino, si voy a tomar tu caso, y no he dicho que vaya a hacerlo, no debes tener reservas conmigo.

Se acercó a la puerta con el evidente afán de irse, pero no se fue.

—Si te vas, asesino, ella no te dejará tranquilo, volverá una y otra vez —decir que era una mujer no fue un tiro ciego: los hombres son embrujados, con alarmante reincidencia, por espectros femeninos. Desde la obra de Ovidio se compara al Amor con el fantasma de una mujer. Quien se fije en los párrafos que dedica al cortejo en el Teatro, podrá notar que la cercanía de asientos y hombros no da pruebas de que la mujer sea una entidad concreta.

Él regresó sobre sus pasos.

—No tienes de qué preocuparte, asesino. Me tienen sin cuidado las leyes del mundo. No son la gran cosa. Tampoco, por Dios, te preocupes por el diván.

—¿Qué quiere decir?

—¿Qué será? Que no te voy a delatar a la policía. Y que, si no quieres recostarte en el diván, me importa muy poco. Aunque eso no es lo único que dije. Después lo entenderás.

Fue hasta ese momento que bajé los pies del escritorio. Di fuertes zapatazos, dos estrellas ruidosas. Lo hice para provocarle un susto.

—Bien. Relajémonos. Puedes permanecer de pie, si quieres…

—De pie.

—Inmejorable. Pero insisto en que debes confesarte conmigo. No diré a otras personas nada de lo que me cuentes. ¿Entendido?

—Entendido.

—Fantástico. Dime, asesino, ¿cómo escoges a tus víctimas?

—Cierro los ojos.

—Claro. ¿Pero cierras los ojos y.…?

—Busco la puerta. La puerta de mi habitación interna. Descubro entonces quiénes están ahí, frente a la puerta, prontos a entrar.

—¿Y qué más?

—Me fijo en quiénes son. Sé entonces a quién debo asesinar.

—¿Así ocurrió con la esposa del psiquiatra?

—La esposa del psiquiatra se acercó demasiado a mi habitación interna.

—¿Te conoció en el despacho de su esposo? ¿Fue de esa manera que se encontraron por primera vez? ¿Pasó por el consultorio y tú estabas ahí?

—Sí. Yo estaba en la sala de espera. Me sonrió.

—Era una mujer amable y bienintencionada. Quizás su esposo le sugirió que hablara contigo para procurarte intercambio social.

—Varios días. Nos vimos varios días, en la sala de espera. Conversamos.

—Y algunas veces salieron juntos…

—Sí, escogía frutas y verduras, cuando compraba en el mercado. Frutas y verduras. Varias veces la acompañé.

El asesino hablaba como quien camina de puntillas: contestaba con lo estrictamente necesario y tenía el suficiente tiento para no hundirse en sus propias emociones. Pronunciaba las palabras tan lentamente que parecía idiota.

—¿Y al anciano, por qué mataste al anciano?

—Porque se acercó a mi habitación interna. Por lo mismo.

—¿Vives en el mismo edificio ruinoso donde él vivía?

—Sí.

—Conversaba contigo. Te aconsejaba. Cuando se estaba acabando el día, te invitaba a cenar. Te daba una generosa ración de su poca comida. ¿Arroz, porotos, unas hojas de lechuga?

—Arroz, porotos y unas hojas de lechuga. Tuvo un hijo como yo.

—No, asesino, no como tú. Quizás con tu edad y cierto parecido físico, pero tú no estás en tus cabales, muchacho. ¿Lo vas comprendiendo?

—Él decía que yo era alguien más, alguien dentro de mí mismo.

Nos habitan muchas personas, pensé, sin duda, pero no debiste haberlo tomado como un comentario halagüeño.

—Bueno, asesino, sigamos. Hasta ahora solo estábamos entrando en calor. ¿Sabes qué hay en tu habitación interna?

—Algo que llevo dentro siempre.

—Vamos, tú puedes hacerlo mejor. Esfuérzate.

—Alguien que llevo dentro.

—Mejor. ¿Pero quién es ese alguien, está muerto o vivo?

—Quiero matarlo, pero no puedo.

—¡Formidable! Lo que pensé. Una contradicción: quieres matarlo, pero, a la vez, lo resguardas en una habitación inexpugnable.

Él cerró los ojos y pude imaginar la ciudad que bullía en su mente. Era una ciudad del pasado. Había una chica adolescente y él mismo era un adolescente. El momento se llamaba Desilusión y la chica adolescente, Deseo.

—Quiero matarla: es una chica.

—Claro, pero si alguien toca a la puerta, un dolor enorme se apodera de ti.

—Sí —Ya para entonces estaba llorando.

—¿Te das cuenta de que la esposa del psiquiatra y el anciano eran opciones para reemplazarla? Estaban entrando cariñosamente en tu cuarto interno.

—Sí, creo.

—Pero los eliminaste.

—Así es.

—A ver, ¿por qué crees que no puedes matarla? Parecieras no poder vivir sin ella.

—No lo sé.

—¡Tonterías! —exclamé poniéndome de pie de un tirón —Lo que creo es que ella tiene todavía un propósito que cumplir.

Comencé a caminar zigzagueantemente, rondándolo. Con dos dedos, me sobaba la barbilla.

—Una vez fuiste inocente. ¿Qué digo? Eras ingenuo. No tenías una habitación interna sino un amplio pasillo interior: las personas entraban y salían de ti sin empacho. Pero llegó ella, y lo que viviste con ella te paralizó, te convertiste en una estatua de sal. ¿He acertado?

—Sí.

—Tu familia era muy tradicional y tu madre protectora. Tu padre se ocupaba de los negocios que mantenía en la capital, y de una finca de varias hectáreas ubicada a dos horas de la residencia. Tus dos hermanas, madre y criadas formaban un cerco alrededor tuyo. Ella fue tu primer descubrimiento más allá del cerco. Por eso te impactó tanto. Los espectros más letales son los que tienen la capacidad de sorprendernos.

Para entonces, temblaba descontroladamente. Mi intuición no había fallado. El asesino era miembro de una familia de rancio abolengo. Debió haber sido refinado alguna vez, antes de que el fantasma lo extenuara. Vivió en un mundo privilegiado y pequeño, como más o menos nos ocurre a todos cuando somos niños.

—Cierra los ojos.

—¿Que cierre los ojos?

—¡Eso fue lo que dije, asesino, que cierres los ojos!

Obedeció.

—Ahora quiero que vayas hasta la entrada de tu habitación interna.

—¿Por qué?

—¡¿Quieres que ella te deje tranquilo o no?! ¿Quieres dejar de asesinar?

—Sí.

—¡Entonces, obedéceme!

Los chicos malcriados y heridos, en ocasiones, asesinan. Nadie es tan importante para ellos como ellos mismos. Egoístas. Lo he visto incontables veces.

—¿Ya llegaste, asesino?

—Sí.

—Ahora abre la puerta.

—¡¿Qué?!

—¡Que abras la maldita puerta!

Sin duda, les tenía cariño a la esposa del psiquiatra y al anciano. Pero los mató. No podía sentirse en paz con ello.

—¡Lo hice, abrí la puerta, ella se está acercando!

—Déjala que se acerque. No se te ocurra dispararle con tu revólver de maricón.

—¡Tengo que hacerlo!

—¡No lo hagas! ¡Ya sabes que no morirá y después elegirás a alguien que te parezca el causante de tu pena, quizás a mí! ¡Pero ella regresará una y otra vez!

Apretó los dientes. Su miedo espesaba el aire.

—¡Está cerca! ¡Me matará!

—Lo hará, y tú no debes impedirlo.

—¡¿Por qué, por qué quieres que me mate?!

—Debió haberlo hecho hace muchos años, cuando eras un adolescente. Deja que te quite el revólver. Recibe su desprecio, siéntelo sin escapatorias. Deja que te apunte con el arma que tú mismo le diste. No impidas que dispare. Otro tú nacerá después, cuando haya muerto tu yo pasado.


© Carlos Oriel Wynter Melo | Del libro de relatos Mujeres que desaparecen (Uruk Editores, 2016)

Carlos Oriel Wynter Melo | Panamá, 1971

Narrador, profesor y editor. En 1998, gana el Premio Nacional de Cuento José María Sánchez y en 2010 recibe una mención honorífica en el Premio Centroamericano Rogelio Sinán. Integró la lista Bogotá 39 (2007), y también fue nombrado como uno de Los 25 secretos mejor guardados de América Latina por la FIL de Guadalajara 2011. Ha publicado varias colecciones de cuentos, entre ellas El escapista (1999), Invisible (2005) y Mujeres que desaparecen (2016). También es autor de las novelas Nostalgia de escuchar tu risa loca (2013) y Las impuras (2015). Sitio web: carloswynter.com

Foto de autor: Archivo

Imagen de encabezado: Bellava G

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