Es lo único que sé hacer. Criar ganado, digo. Es lo único que sé hacer, porque no me he dedicado a otra cosa en toda mi vida. Mis abuelos construyeron esta granja, de la que después vivirían mis padres y mis tíos, y ahora yo soy el encargado de sacarla adelante, a pesar de las dificultades. Ni se imagina. No es que este trabajo haya sido fácil alguna vez, porque vivir del campo o del ganado nunca lo es, pero en los últimos años se ha convertido en una tarea casi imposible. Parece mentira. Tanto avance y al final… ¿Mis abuelos? Mis abuelos criaban vacas, cerdos, pollos… lo habitual. Tenían también una pequeña huerta, lo que les permitió sobrevivir a las dos guerras en mejores condiciones que muchos de sus vecinos, pero su principal fuente de ingresos fue siempre la granja, por supuesto. Vendían leche, queso, huevos… y embutidos, cuando era época de matanza. Mi madre y mis tíos aprendieron el oficio de sus padres, y todos ellos (salvo mi tía Luz, que estudió medicina y trabajó durante toda su vida en un hospital de la zona) se dedicaron a la crianza de animales. Cuando mis abuelos fueron demasiado mayores o se sintieron demasiado cansados para seguir trabajando, mi madre (que ya se había casado) y mis tíos se ocuparon de la granja. Hicieron una obra enorme para poder hacerse cargo de más animales y siguieron vendiendo productos derivados de la crianza, aunque de forma más profesional, por decirlo de alguna manera. Si mis abuelos habían vendido huevos, leche y demás a los vecinos (y, de vez en cuando, en las ferias que solían organizarse en la región), mis padres y mis tíos lograron ver sus productos a la venta en supermercados de todo el país. Se hicieron con un pequeño nombre en la industria, algo que considero realmente admirable, y durante varios años les fue bastante bien. No es que nadaran en la abundancia, pero lograron que a ningún miembro de la familia le faltara de nada. Tenga en cuenta que estamos hablando de finales del siglo XX; todo estaba empezando a torcerse, aunque nadie quisiera darse cuenta de ello… Me refiero a la situación en general, no sólo a las crisis económicas que llegarían pocos años después. Estas nos afectaron, claro, pero al ser la nuestra una empresa familiar, con pocos empleados y no muy grande, nos mantuvimos a flote. Sobrevivir a la guerra fue más difícil. Mi tío Juan murió en el frente, como muchos de nuestros conocidos, y tuvimos que enterrar a varios familiares a causa de lo que llamaban entonces «enfermedades asociadas», que no era sino la forma políticamente correcta de nombrar las afecciones causadas por los gases venenosos o por las armas bacteriológicas… El gobierno puede decir al respecto lo que le venga en gana; aquí todos hemos visto avionetas salidas de quién sabe dónde fumigando la región, así que nadie puede decirnos de qué han muerto los nuestros, porque lo sabemos muy bien… Pero eso ahora da igual. Estaba hablando de la guerra, sí. Fue muy duro. Yo ya trabajaba en la granja cuando estalló, y el recuerdo más vívido que tengo de aquellos años, además del hambre que pasábamos, era el tener que amontonar y quemar animales muertos todos los días: los nuestros, las mascotas de los vecinos, los animales del bosque… incluso insectos, figúrese. Teníamos que manejarlos a paladas; ni sé cuántos kilos podíamos llegar a quemar a diario. No había jornada que llegara a su fin sin que algún animal hubiera fallecido, generalmente tras haber pasado un par de días tumbado, quejándose e incapaz de comer o beber. Era terrible… Sí, sí, ocurrió en todas partes al mismo tiempo. Al principio, pensamos que era un problema de esta zona; del país, incluso, pero qué va, las noticias que llegaban del resto del mundo confirmaban que los animales (cualquier tipo de animal: mamíferos, reptiles, peces, insectos… en cautividad o en estado salvaje, daba lo mismo) se estaban muriendo y nadie sabía por qué. Y entonces les llegó el turno a las plantas. Aún se estaba decidiendo cómo actuar con el problema de la fauna cuando la flora empezó a desaparecer. Primero, morían las plantas domésticas; es decir, las que la gente tenía en casa o las cultivadas en huertos, jardines y tierras de labranza, y después las de los bosques y selvas. Ocurrió con mucha rapidez, como en el caso de los animales: un día a las hojas de una planta se les oscurecían los bordes y en cuarenta y ocho horas la planta en cuestión se había secado completamente. Era imposible aprovechar nada, ni siquiera los frutos (si los había), pues se pudrían en pocas horas. Y así llegó el fin de la guerra, claro… Me la trae floja lo que digan los políticos. Si se firmó el Tratado de la Hermandad (hay que ser hipócrita para ponerle tal nombre), fue porque los mismos dirigentes que nos habían metido en una tercera guerra mundial se dieron cuenta de que el planeta se moría con rapidez (si hubiese seguido muriéndose al ritmo de los cincuenta años anteriores, a nadie le habría importado lo más mínimo) y de que no podían seguir bombardeándose entre sí si querían salvar el culo. No se engañe: la guerra estalló y se terminó por intereses económicos, como pasa siempre. Ni conciencia ecológica ni amor por la humanidad ni tonterías por el estilo. Y cuando terminó la guerra llegó el hambre, lo cual era de esperar, teniendo en cuenta que el 75% de la flora y la fauna había desaparecido de la faz de la Tierra y que, en consecuencia, la protección de lo poco que quedaba pasó a considerarse un asunto de vida o muerte (siempre lo había sido, pero hasta entonces no le había importado lo suficiente a nadie como para hacer algo al respecto). Ya conoce las leyes: a todo aquel que dañe o acabe con la vida de un animal o una planta se le aplicará automáticamente la pena capital. Sin juicios ni procesos de por medio. ¡Bah! Al principio, a los ganaderos y granjeros nos permitieron mantener los animales que habían sobrevivido, aunque, por supuesto, no podíamos sacrificarlos. Eso salvó a nuestra familia durante un tiempo, pues pudimos alimentarnos de la leche y los huevos que nos daban la única vaca y las tres gallinas que todavía vivían. A medida que las reservas de alimentos se agotaban, la Alianza de Naciones decidió alimentar a la población con preparados sintéticos que, según decían, contenían todos los nutrientes que un ser humano necesita para vivir. Hubo quien dijo que era comida de astronautas. Si he de ser sincero, yo no sé si aquello que nos daban era lo que se comía entonces en el espacio, pero era repugnante. ¡Puaj! Pero ¿qué le voy a contar? Usted también ha comido esa asquerosidad y sabe de lo que le hablo… La cuestión es que no bastaba para alimentar a toda la población, claro, porque no se podía producir suficiente preparado para miles de millones de personas, habiendo, como había, déficit de materias primas. Así que la gente empezó a morir de inanición. Millones de personas morían a diario: en sus casas, en sus puestos de trabajo, en los hospitales, en las calles… Los cementerios se colapsaron, los hornos crematorios dejaron de dar abasto y al final tuvo que intervenir el ejército y llevarse los cadáveres que terminaban por acumularse como motas de polvo por todas partes, porque gran parte de la población había empezado a usarlos como alimento. Llegó a haber bandas organizadas, los «buitres», que se pasaban el día en la calle, al acecho, esperando que un transeúnte desfalleciese o directamente muriera a causa del hambre, para llevárselo lo más rápido posible quién sabe adónde e imagino que comérselo poco después. Cuando los soldados ocuparon las calles y se encargaron de recoger los cadáveres, estos grupos se quedaron sin sustento y decidieron pasar a la acción. Había que tener mucho cuidado con ellos. Solían elegir a sus víctimas en función de su gordura, por lo que cualquiera que fuera algo más que piel y huesos hacía bien en no salir de casa más que lo realmente imprescindible y, en todo caso, procurar hacerlo sólo cuando hubiese soldados cerca. Poco importaba que el canibalismo también se penara con la muerte o que se hubiese decretado el estado de excepción: nadie estaba a salvo. Cualquiera podía sufrir un ataque nada más poner el pie en la calle. Se llegó a tal punto de inseguridad y de falta de alimentos que la Alianza de Naciones se vio obligada a tomar cartas en el asunto (bien porque el problema lo requería, bien porque varios políticos y sus familias habían sido atacados y devorados por sus empleados domésticos), y no tuvo más remedio que regularizar la situación. Primero se aprobó la Ley del Primer Cuerpo, según la cual toda pareja oficial (entendiendo como oficiales los matrimonios y las parejas de hecho inscritas en el registro) estaba obligada a concebir un hijo y entregárselo al Estado una semana después de su nacimiento. La Ley de los Cuerpos Alternos, que entró en vigor al mismo tiempo, establecía que, si una pareja tenía más hijos, debía asimismo entregarlos al Estado de forma alterna, es decir, los padres podían quedarse con los hijos pares (el segundo, el cuarto…), pero tenían que entregar a los impares (el primero, el tercero…). Se suponía que la puesta en práctica de estas leyes debía ayudar a paliar el hambre reinante (pues los cuerpos entregados a las autoridades eran convenientemente procesados y servidos a la población junto con el preparado sintético), pero no fue así. Estaba claro que no iba a funcionar, por una gran cantidad de motivos diferentes: primero, llevar un embarazo a buen término con la falta de alimentos que había entonces y con el nivel de estrés con el que había que lidiar a diario era casi imposible; segundo, la obligación de entregar la mitad de la prole para alimentar al resto del mundo hacía que la mayoría de las parejas no se inscribiera en el registro (o que se separara de cara a la galería y continuara en secreto con su relación) y que, por supuesto, se asegurase por todos los medios posibles de no engendrar una criatura, ni siquiera por accidente; y, por último, como se puede usted imaginar, la gente que seguía teniendo hijos ideó un millón de trucos diferentes para no tener que entregarlos (o, al menos, para no entregar tantos como en teoría debía): desde ocultar el embarazo, primero, y falsificar los libros de familia y los certificados de entrega después, hasta comprarles a madres solteras sus recién nacidos a cambio de cantidades variables de preparado sintético (estas iban a tener que entregarlos de todas maneras, debido a la Ley de Entrega Monoparental, que estipulaba la entrega al Estado de todo bebé nacido fuera de una pareja oficial) y hacer pasar a esos bebés por los propios. Al ver que la situación seguía siendo insostenible y que el ritmo de muertes no disminuía (porque la gente seguía muriéndose de hambre, porque seguía siendo asesinada o porque los buitres morían debido a las enfermedades transmitidas por la carne de los cuerpos que devoraban), la Alianza de Naciones decidió revocar la Ley del Primer Cuerpo y la Ley de los Cuerpos Alternos varios años después de haberlas puesto en vigor. Al mismo tiempo, se hizo cargo de los pocos animales que quedaban en las granjas y los reubicó en los Centros de Preservación Animal, donde los científicos intentaban salvarlos de la extinción. Por lo que yo sé, aún lo están intentando, y no les está saliendo muy bien que digamos. Pero ese es otro tema. Se aprobó entonces la Ley de Cuerpos de Crianza, gracias a la cual a los dueños de granjas se nos dio la oportunidad de continuar con nuestro trabajo y de poder salir adelante sin dejar de hacer lo que mejor sabíamos (criar ganado), al mismo tiempo que nos adaptábamos a las nuevas necesidades del mercado. Nosotros aceptamos, por supuesto, y desde entonces (y ya va para veinte años; es increíble cómo pasa el tiempo) nos va relativamente bien, aunque nos costó un poco empezar debido al cambio de género. Además, tuvimos que hacer obras y remodelar toda la granja, porque las madres viven aquí y no podíamos tenerlas en jaulas, como antes hacíamos con los animales… No, aquí no se improvisa nada, está todo regulado. De vez en cuando acuden voluntarias a la granja, mujeres jóvenes sin recursos que quieren un techo y un trabajo y les da igual qué hacer con tal de dejar de pasar hambre, pero lo normal es que sea el Estado el que nos envíe a la mayoría de candidatas a madres. Sea como sea, todas, vengan de donde vengan, tienen que pasar una serie de pruebas y demostrar que están sanas, que son fértiles y lo suficientemente fuertes, tanto física como mentalmente, como para tener varios hijos y entregarlos nada más nacer, sabiendo que van a utilizarse para alimentar al resto del mundo. Los fecundadores también viven aquí, en un ala diferente… Sí, bueno, se dicen muchas tonterías al respecto. ¿Qué se piensa la gente, que vivimos en una orgía eterna? ¡Imbéciles! Desempeñan un trabajo, como lo hacen las madres y como lo hacemos nosotros. Ellos también tienen que pasar una serie de pruebas, como es lógico, y mantenerse sanos y fuertes para ser capaces de copular varias veces al día. Se invierte mucho dinero y muchos preparados sintéticos de primera calidad para que nuestros fecundadores y nuestras madres críen cuerpos sanos que nos puedan alimentar a todos, no podemos permitir que ocupe nuestras instalaciones cualquiera que quiera pasar un buen rato. No es ético ni lógico. ¡Por favor! Además, las relaciones sexuales en la granja están terminantemente prohibidas fuera de las ocho horas de fecundación establecidas por la ley… Para evitar sustos, ¿para qué, si no? Como digo, todo está perfectamente regulado, hasta el último detalle… Eh, no, claro que no es así en todas partes. Existen diferentes procesos de producción porque también existen diferentes mercados a los que enviar los cuerpos. Esta es una granja bio y, por tanto, aquí la crianza de cuerpos se realiza de manera tradicional. En las fábricas de producción de cuerpos, por el contrario, se fecunda a las madres de manera artificial y las alimentan con preparados especiales para mujeres gestantes que aceleran el crecimiento de los bebés. Allí, la mayoría de los partos se produce aproximadamente seis semanas antes de lo habitual y las madres vuelven a ser fecundadas, por lo general, apenas un mes después de haber dado a luz. Claro, su nivel de producción es muy alto, pero la calidad de los cuerpos deja mucho que desear (tienen demasiada grasa y tienden a sufrir enfermedades infecciosas, por lo que hay que administrarles antibióticos para que puedan servir para el consumo), por eso son tan baratos. Esos son los cuerpos básicos. Ya sabe, los que se les conceden a las familias con pocos recursos económicos. Según la Ley de Alimentación Básica, todo grupo familiar de cuatro individuos recibe, junto con su ración de preparado sintético diario, un cuerpo una vez al mes. Los grupos familiares con recursos sólo reciben el preparado, porque se supone que disponen del dinero necesario para comprar cuerpos de calidad, que provienen de granjas como esta: cuerpos sanos, con poca grasa, que han sido concebidos y alimentados de forma natural. Nuestros cuerpos son caros, sí, pero su calidad es de primera clase. No hay color… En nuestra granja, las madres disponen de habitaciones privadas (no como en las fábricas, donde las hacinan en dormitorios colectivos sin ningún tipo de control) y, fuera de las horas de fecundación, pueden realizar otras actividades… Es muy importante que las madres estén a gusto, por eso disponen de sala de vídeo y biblioteca, e incluso de gimnasio. Son muy felices aquí. No, no pueden abandonar el recinto. Ni antes de quedarse embarazadas ni una vez que se ha certificado que lo están. Entonces, con más razón. ¿Sabe cuánto dinero podrían ganar en el mercado negro a cambio de un cuerpo sano y engendrado de forma natural? A ver si se cree que somos idiotas. De ninguna manera. En cuanto una de las madres se queda embarazada, se pone en marcha el Protocolo de Desarrollo del Cuerpo Nonato: primero, deja de tener relaciones sexuales; segundo, se le realizan exámenes y análisis regulares para comprobar que el cuerpo se desarrolla adecuadamente; tercero, se la vigila de cerca, especialmente en sus salidas al patio; y, por último, en cuanto llega a los siete meses de gestación, no se le permite abandonar su habitación. Claro que reciben los mejores cuidados posibles y que en ningún sitio van a vivir mejor que aquí, pero nunca se sabe. Tenga en cuenta que trabajamos con seres humanos; a veces se les meten ideas raras en la cabeza (les dará por pensar que van a vivir mejor ahí fuera, vaya usted a saber) e intentan escapar. Tenemos que ser extremadamente cuidadosos; sobre todo ahora, por culpa de esos locos… Sí, ya sabe, los AAE, los Activistas por una Alimentación Ética. Al principio eran cuatro pelados, pero cada vez hay más. Raro es el día que no se manifiestan frente a la granja, tiran cócteles molotov y llenan los muros de pintadas insultantes. Es increíble. Parece mentira que tengan tanto tiempo libre y tan pocas ganas de hacer con él algo provechoso. Y, aun así, tocamos madera: no nos podemos quejar, porque los insultos y los cócteles no nos hacen demasiado daño. Hemos oído rumores, ya sabe. Han llegado a quemar granjas con las madres, los fecundadores y los cuerpos recién nacidos dentro. También atacaron a la cocinera esa que sale en televisión, ¿sabe a quién me refiero…? Eso es, la que publicó el libro de recetas para cocinar cuerpos. Nuevas recetas para nuevos tiempos, creo que se titulaba. A la pobre mujer le dieron una buena paliza, los muy salvajes, casi no lo cuenta. Dicen que somos una aberración, que no está en nuestra naturaleza devorarnos entre nosotros y, mucho menos, tratar a nuestros congéneres como ganado. ¿Se lo puede creer? Hace treinta años teníamos que defendernos de los vegetarianos y los ecologistas de turno y ahora nos toca lidiar con estos. Son todos unos fanáticos y unos ignorantes. Como si el mundo con el que sueñan fuera posible. ¡Idiotas! La cuestión es molestar y complicarnos la vida al resto… No, no acepto sus argumentos, claro que no, ¿acaso lo hace usted? ¿Cree realmente que somos crueles, que nuestras madres y fecundadores sufren? ¿Cree usted que se puede alimentar a miles de millones de personas sin el trabajo que hacemos aquí? ¡Por el amor de Dios, me dedico a criar ganado, no a la trata de blancas! ¡Yo no estoy esclavizando ni maltratando a nadie, yo estoy salvando a la humanidad!
© Izaskun Gracia Quintana | Del libro de relatos Lo que ruge (Ediciones El Transbordador, 2021)
Izaskun Gracia Quintana | España, 1977
Nació en Bilbao. Es licenciada en Filología Vasca y trabaja como diseñadora gráfica editorial, traductora y correctora, además de escribir artículos para diversos medios y coordinar talleres de escritura. Fue editora y cofundadora de la editorial de poesía Masmédula. Es autora de los libros de relatos Lo que ruge (2021) y Crónicas del encierro (2016), y de los poemarios Ohe hutsetan (2018), despertar lloviendo (2017), vacuus (2016), ártica/artikoa (2012), saco de humos (XIX Premio de Poesía Villa de Aranda, 2010), eleak eta beleak (XVII Premio de Poesía Ernestina de Champourcín, 2007) y fuegos fatuos (2003). Vive en Berlín desde 2011.
Foto de autora: Archivo
Imagen de encabezado: Sawyer