Hacía un mes su viejo cine de barrio se había convertido en el «palacio» del cine. La madera había sido sustituida por el plástico y la penumbra por numerosas luces de colores que hacían que el lugar se pareciera a un parque de diversiones diminuto, encerrado entre cuatro paredes. ¿Atrás de cuál puerta está el tren fantasma?, preguntó Javier con sarcasmo y Carmen se rio, pero ya lo atajó con un por favor no empieces.
Frente a ellos la puerta de una sala dejó salir a la gente. ¿Viste el tamaño de la pantalla?, a mí que me den el control remoto, dijo Javier, y Carmen optó por ignorarlo.
¿Comprás nachos?, voy al baño ahora porque por lo general hay cola, le dijo ella con apuro. Estaba entusiasmada, no salían mucho. ¿Qué son los nachos?, preguntó Javier, un poco divertido, un poco fastidiado, por esa costumbre de su mujer de adoptar lo nuevo —lo impuesto, diría él— como si siempre hubiera existido. Nachos, había dicho con naturalidad, casi con costumbre, cuando era la primera vez que los pedían y probablemente tres días antes ella ni supiera que existía ese alimento que llevaba por nombre un diminutivo.
Cuando los nachos se acabaron todavía no había empezado la película. Un empleado del cine con la cara cubierta de acné juvenil pedía disculpas por la demora y prometía que a las veintitrés y quince iba a empezar la proyección. Ya eran las veintitrés y quince. Estaba avergonzado, tartamudeaba y no parecía muy seguro de sí mismo. Hasta ese momento solo podía oírse la banda de sonido de los adelantos, pero ninguna imagen la acompañaba.
Son ricas estas porquerías yanquis, aunque se acaban demasiado rápido, dijo Javier juntando las migas del fondo del envase de cartón. Sí, pero no son yanquis, son mejicanos, ¿no querés ir a tirarlo antes de que empiece la película?, dijo ella. ¿Por qué no vas vos que estás del lado del pasillo? Te dejo pasar. Bueno, está bien. Javier dejó su abrigo en la butaca y agarró el envase mientras Carmen daba el último sorbo a la Coca-Cola. Ella también tenía el abrigo sobre la falda; exageraban con la calefacción en ese lugar.
Cuando Javier volvía pudo ver a un hombre en la fila de adelante, dos o tres butacas a su derecha, que llevaba un balde gigante de pochoclo con la palabra popcorn impresa en letras felices. Deberíamos haber pedido pochoclo, dijo. No, los nachos tienen un poco más de alimento que el popcorn, le contestó ella. Sí, pero ahora se acabaron. ¿Querés ir a comprar? No.
Javier se puso a mirar alrededor, a las personas que esperaban el inicio de la película. Era una costumbre que solía tener y que a Carmen no le gustaba. Todo el tiempo pendiente de encontrarte con alguien conocido, le decía ella. No, no es por eso. ¿Y por qué es? Quizás para no encontrarme con alguien conocido. Entonces no mirés. No es tan fácil, si no miro quizás él pueda verme. Y si no mirás también. Sí, pero en ese caso no estaría preparado. ¿Preparado para qué? Para encontrarlo. Carmen entonces dejaba escapar un suspiro. A Javier no le importaba. ¿Cuántas veces habían tenido ya esa conversación? Hacía tiempo, igual, que no iban al cine. Cuando recién empezaban a salir lo hacían con frecuencia; una parte importante de su relación había parecido regirse por los resultados de cómo acababa esta o aquella película. Si terminaba bien, Carmen era feliz y Javier podía esperar algún mimo nuevo, algún avance, alguna exploración, por lo menos hasta la próxima vez que fueran al cine. El problema era que Javier prefería los finales negativos, detestaba el final-canto-a-la-vida, y si la película terminaba mal, Carmen se volvía intratable, podía abandonarse a la tristeza o, lo que era peor, sentir asco y hasta ira. Cierta vez un giro inesperado en la trama casi los separa en forma definitiva. Sin embargo, ya hacía siete años que vivían juntos.
Le dijiste popcorn, deslizó Javier hundiéndose en la butaca. ¿Qué? Al pochoclo. Es en inglés. Sí, ya sé. En otros lugares le dicen pororó. No seas asquerosa. Se rieron juntos. Eso lo sorprendió; no se reían juntos mucho últimamente; antes ella solía encontrar graciosos muchos comentarios que él hacía, y que él hacía para que ella los encontrara graciosos. No, en serio, ¿cómo es que el pochoclo de un día para el otro mutó en popcorn? Carmen alzó los hombros e hizo un gesto de duda y desinterés. Javier conocía ese gesto, pero de cualquier manera no hablaba del todo para ella.
¿Por favor me podría dar un combo popcorn?, Javier exageró la palabra haciéndola sonar snob y pedante. Es solamente un nombre, le contestó Carmen algo irritada porque sabía lo que se venía; es para vender más, dijo, seguramente piensan que pueden vender más popcorn que pochoclo. Javier sonrió; le gustaban esas salidas de humor ácido en su mujer. Vos cuando vas a Burguer King ¿no pedís Whopper acaso?, continuó ella, ¿Me podría dar un combo Whopper?; bueno, es lo mismo. No, no es lo mismo; lo mismo sería si fuera y pidiera un hamburger en vez de una hamburguesa. ¿Gustaría su hamburger con extra queso, Señor? Un Whopper es como una marca, dijo Javier y se quedó pensativo. Burger King ¿vendría a ser un rey burgués?, dijo, qué contradicción; bueno, en realidad es lo que todos los burgueses quieren ser. ¿Vos querés ser un rey?, le preguntó Carmen sin mirarlo. Mientras Javier buscaba una respuesta que no sonara violenta, Carmen lo distrajo con un no creo que burgués se diga burger en inglés. La maniobra funcionó, Javier se puso a pensar en cómo se diría entonces, pero no llegó a ninguna conclusión, y mucho menos a algún comentario sarcástico. Se quedaron un rato en silencio.
La película seguía sin empezar y la gente perdía la paciencia. Un hombre de las primeras filas llegó incluso a gritar: ¡Pongan un número vivo! Javier imitó el redoble de un tambor y un platillazo en señal de aprobación. Lo único que faltaría ahora es que salga un pelandrún disfrazado del Pochoclín ese de la publicidad y se ponga a bailar en el escenario. Carmen aplaudió una vez en señal de victoria. Ahí tenés. ¿Qué cosa?, preguntó él, incrédulo. Se llama Pochoclín, Po-cho-clín. ¿Y qué? La identidad del pochoclo se perpetúa por detrás del popcorn, resolvió ella y dio por terminada la conversación. Pero Javier le devolvió un no podés ser tan ingenua; ¿no te das cuenta de que es una estratagema para que la transición sea lenta y la gente no se rebele, y para que se olvide de a poco que el popcorn alguna vez fue pochoclo?; Pochoclín tiene los días contados, o a lo sumo, en cualquier momento se trasviste en Popcornín. ¿No se rebele?, ¿que la gente no se rebele?, ella perdió de manera visible la paciencia, sin levantar la voz; porque vos sos un ejemplo de militancia, seguramente; no pasás de aprobar si un pelotudo pide a gritos un número vivo.
Ella tenía la costumbre de abalanzarse sobre él con frases semejantes, pero quizás no más de una vez al año. Javier al principio se quedó mudo, con los ojos clavados en su mujer. Tenés razón, dijo después mientras se acomodaba en su butaca, y esperó. Es un signo de los tiempos, agregó al ver que nada ocurría, simulando estar más allá del asunto, pero con cierta medida pesadumbre; cuando la Academia Española aceptó y promovió el uso del término oscuridad por obscuridad yo juré nunca abandonar esa b, y sin embargo, un tiempo después apenas me acuerdo de que alguna vez existió; pero Setiembre nunca, sería como decir Otubre.
Carmen jugaba con su anillo y no lo miraba, pero tampoco parecía enojada. Entonces Javier se acordó de cómo en otros tiempos, cada vez que iban al cine, ella le agarraba la mano y apoyaba la cabeza en su hombro, imitando a la pareja a contraluz que aparecía siempre en la pantalla justo antes de que empezaran las películas, y de cómo le mantenía apretada la mano mientras duraba la proyección.
De cualquier manera, insistió él, más allá de la gente que se deja llevar por la moda y dice popcorn como si nunca hubiera dicho —horror— pochoclo, y más allá también de los empleados que dicen orgullosos y felices popcorn porque creen que son parte de una empresa que se preocupa por ellos, casi integrantes de una familia que empuja al unísono para lograr no sé qué, felices porque se creen parte de «algo», más allá de todos ellos hay alguien que decidió que a partir de determinado momento solo se iba a hablar de popcorn; imaginátelo parado frente a sus empleados o a los instructores de sus empleados, diciendo por primera vez algo así como: una de las áreas de ingreso que no debemos menospreciar en este negocio es la venta de popcorn. Javier hizo una pausa para acentuar el efecto de esta última frase. Los instructores deben haberse mirado entre ellos por lo menos con sorpresa, siguió, pero el mal ya estaba hecho; uno a uno, cada empleado subalterno al anterior dobló sus rodillas extasiado ante la epifanía del término, y tomó en sus propias manos la bandera que era la llave que le abriría las puertas al paraíso de ser parte de. Javier hablaba entusiasmado, al tiempo que se preguntaba cómo era posible que Carmen todavía lo soportara.
Bueno, es una empresa norteamericana después de todo, le dijo ella bastante aburrida, y los norteamericanos no dicen pochoclo. Estamos de acuerdo, le contestó él, pero en algún punto de la cadena está el primer argentino, el primer homo popcornus argentiniensis. Carmen echó la cabeza hacia atrás al corroborar el acontecimiento de algo que le parecía inevitable. Ahí vamos de nuevo, dijo; ya encontraste a tu supervillano de turno. Sí, el Señor Popcorn, y si me lo encontrara ahora lo cagaría a patadas en el culo. Basta, dijo ella con rechazo, no me gusta que me hables así. Javier se calló al instante. Solía empujar las situaciones al límite pero el límite siempre lo tomaba por sorpresa.
No te hablé así, le dijo, bajando el tono, casi dándose cuenta de algo. Para vos al final siempre todo es una mierda, lo interrumpió ella. No, eso no es verdad porque… Javier quiso encontrar un ejemplo, lo tuvo en la punta de la lengua, de hecho, pero se le escurrió entre los dientes y, como no era una persona a la que le gustara que se le escapara la presa, se enfureció, aunque con calma. ¿Y a vos nunca se te ocurrió que detrás de tu mundo perfectito y luminoso podía haber un Truman Show, una verdad obscura? Marcó la b. No, le contestó ella con seguridad, porque sé que detrás de ese mundo oscuro con b de sombras largas tuyo hay una realidad luminosa; lo sé porque la veo; a vos es como que se te llenó de smog la cabeza. Realidad luminosa oculta tras un mundo oscuro, repitió él, ¿como en qué película? No sé, no se me ocurre ninguna. ¿Ves?, Javier aplaudió, porque no existe.
Te pido perdón, pareció aflojar ella. ¿Por qué? Porque te dije que tenías smog en la cabeza. No pasa nada, volvió a acomodarse él en la butaca, conforme de sí mismo. En realidad lo que tenés es la nube tóxica que queda después de que un meteorito haga mierda la Tierra. ¿Qué? Y los dos sabemos cuál fue ese meteorito en tu vida, pero me parece que ya es tiempo de que te dejes de joder; te lo digo bien, le dijo bien ella. Él insistió en ignorar las metáforas de Carmen sobre la contaminación en su cabeza. Lo que sí se me ocurrió, dijo, es que detrás de este mundo de mierda podría haber más mierda; como en Dark City. ¿Cuál? La fui a ver solo. ¿Cuándo y desde cuándo vas al cine solo?
En todo caso siempre hay alguien que digita, dijo Javier. Ahí va tu supervillano otra vez, le retrucó ella. Alguien que se alimenta de lo que nos hacen creer. Como los yanquis, según vos. Sí, también; como el director en The Truman Show, y los extraterrestres en Dark City. Bueno, si te fijás, a The Truman Show la hicieron en Estados Unidos, a la otra no sé, pero se ve que este es un tema que a ellos también les preocupa. Sí, no sé por qué, se puso reflexivo Javier, pero no le duró, porque era un mecanismo, no la búsqueda de una respuesta; y me contaron que en esta película que nunca empieza son las computadoras las que se alimentan de la gente, ¿nos habrán cagado el final? ¿Computadoras en esta?, se extrañó ella. Sí. Pero si en esta…
Las luces del cine se apagaron y la gente aplaudió y silbó sarcásticamente. La pantalla se iluminó, pero Carmen no le agarró la mano, ni apoyó la cabeza sobre su hombro. Javier se la quedó mirando un instante sin que ella acusara recibo.
Ambos disfrutaron mucho de la película; sin embargo, la película que vieron no fue la misma. Mientras él se maravillaba, no sin miramientos, con el universo y las proezas técnicas de The Matrix —esto ya lo vi en Dark City—, ella se reía y lloraba con Notting Hill. Le gusta, pensó Javier, eso es bueno, por favor que termine bien. Pero no terminó ni bien ni mal, ni una ni otra película, porque antes de que esto sucediera se escuchó en el cine un sonido parecido al de una sirena antiaérea, que hizo que toda la gente presente entrara en estado de ausencia. La pantalla se alzó y la imagen se perdió, aunque los rayos del proyector siguieron inundando el espacio vacío detrás de ella. Sus dedos largos señalaban el camino, había que seguir la luz azul.
Lo que iluminaban ahora era un largo pasillo descendente, hacia el que se dirigieron un poco más de la mitad de las personas que habían estado sentadas en sus butacas. Carmen y Javier también fueron, al igual que los demás, sin saber que lo hacían. La intermitencia de la luz y la persistencia y volumen de la sirena mantenían en trance tanto a los que se movían como a los que no. Nadie elegía.
El pasillo era largo, y no tardaron en salir de la zona iluminada y caminar por unos minutos en la oscuridad más absoluta hacia una fosforescencia rojiza al final del túnel. El calor aumentaba. La gravedad de la sirena dejó paso a la estridencia rítmica de maquinarias, pero el encantamiento no se rompió. Ya no oían ni veían, ni percibían el olor fuerte que provenía del lugar hacia el que sus pasos los llevaban.
Dejaron atrás salas de máquinas y más pasillos y puertas. Cruzaron una sala amplia donde a los costados colgaban de ganchos, boca abajo, desnudos y ensangrentados, seres muy parecidos a ellos, seres mucho más parecidos a ellos que los que los empujaban si iban lento o los pateaban si se caían. Caminaron hasta la última puerta, frente a la que todos se sacaron la ropa.
Más allá se abría un abismo, y aún más allá ardía un fuego de horno que tenía para sus ojos algo de maravilla. Cuando les llegó su turno, Javier y Carmen se agarraron de la mano y, en un estado de seminconsciencia súbita, al mismo tiempo y sin dejar de mirar las llamas, él dijo pochoclo y ella popcorn. Después dieron un paso adelante, y el golpe de un mazazo en la nuca los hizo caer sin sentido en la cinta transportadora que los llevaría hacia la verdad.
© Christian Broemmel | Del libro de relatos La felicidad es una zanahoria capitalista (Qeja Ediciones, 2021)
Christian Broemmel | Argentina, 1972
Escritor y realizador audiovisual. Publicó el libro de relatos Luz negra (2011), la nouvelle El hombre que hablaba en flores (2015) y la novela A morir (2016), escrita a cuatro manos con C. Castagna. Participó también en las antologías El amor y otros cuentos (2011), Karaoke (2012), Covers de la literatura argentina (2013), Naturaleza muerta (2016) y 3 historias en 1 clic (2018). Fue editor de la sección de reseñas literarias de Revista No Retornable y coorganizador del ciclo de lecturas y música No lo intenten en sus casas. Sitio web: broemmelchristian.wixsite.com/website
Foto de autor: María Eugenia Olazarri
Imagen de encabezado: Corina Rainer