La primera vez que visité aquella casa estaba lloviendo. Yo era un niño entonces, y cada vez que intento ir más atrás, una luz azul me ciega.
Es difícil definir la impresión que me produjo el encuentro con Publio Randall, porque se mezclan elementos contradictorios como el miedo y la fascinación.
Estaba allí, en mitad de una estancia fresca y umbría, agarrado de la mano de mi madre, que buscaba el remedio para una enfermedad. En los muebles viejos, llenos de cajones y compartimientos, había sapos secos, yerbas con púas de apariencia venenosa, botellas que contenían extrañas raíces con formas humanas, amuletos, maderas grabadas, alambiques, recipientes con líquidos rojos y verdes, muñecos traspasados por agujas de tejer, manos en osamenta, flores de nombres extraños escritos en papeles amarillentos, cabezas y crestas de gallinas, y frascos gordos con líquidos amarillos donde flotaban fetos de cerdos, perros y humanos.
Randall tenía unas manillas metálicas en las muñecas, y en la mano izquierda un anillo de miedo donde la cabeza de una serpiente con ojos de zafiro parecía a punto de atacar. Mi madre escuchaba con atención sus palabras. Era un lenguaje extraño, quiero decir, era mi lengua, pero no podía descifrar su mensaje oculto. Un ventilador de alas metálicas daba vueltas. En las paredes colgaban retratos de gente antigua y animales disecados; en aquel auditorio de muertos se sentía una respiración de tiempos y lugares ajenos a los sentidos y una incierta alusión al mal.
Habíamos atravesado la ciudad de un extremo a otro. Hicimos fila frente a una casa de madera y colores pálidos. Entramos. Afuera, bajo un sereno apacible, otros esperaban su turno.
El viejo entregó a mi madre un frasco verde con un líquido espeso. Ella sacó un pañuelo anudado en las puntas, de una de ellas extrajo billetes que desenrolló y entregó. Luego, ambos se despidieron con palabras amables y nos dispusimos a marchar.
Antes de salir volví la mirada, me encontré con la de Randall y todo pasó. Un ánimo distinto, algo surgió en mí con esa mirada, una fuerza como la del centro de la Tierra. Durante días no pude dormir. Mis ojos se hundían en la oscuridad de mi cuarto, donde me parecía que tarde o temprano el viejo Randall surgiría, y brillarían sus ojos de animal de pantano.
Fue un día, al atardecer. La luz ponía distintas variaciones de azul en la piel del viejo. El sol rojo descubría en su cara facciones amarradas a las cavernas de sus ojos avivados por fiebres interiores. En la atmósfera parecía haber una zoología de animales invisibles flotando entre nosotros.
—Usted tiene algo que decirme, señor Randall.
—¿Cómo entraste, muchacho? —dijo, conformista, sabiendo que sobraba la pregunta.
—Eso no importa, usted lo sabe.
—Eres muy joven todavía para ciertas preguntas, y más para las respuestas.
—He venido solo, señor Randall.
—¿Hasta aquí?
—Yo tampoco sé cómo lo hice, pero estoy aquí.
—Está anocheciendo, muchacho, en tu casa deben estar preocupados. Vete ya, los santos lloran las horas perdidas.
—No puedo, siento que usted sabe algo de mí, tiene que decírmelo. Hable y me iré.
Hubo un silencio largo poblado de asedio. Extraños hilos nos movían. Me dio la espalda y se internó en la casa. Aunque sus palabras habían tocado mis nervios, yo lo seguí hasta un patio de plantas de tallo alto y hojas anchas. Se había hecho de noche. Apenas adivinaba su presencia entre las sombras. Si no hubiese sido por sus ojos brillantes lo hubiera perdido. Brillaban como si tuvieran el universo contenido.
No sé qué diminutos resortes movieron mi lengua. Las palabras me quemaban el paladar; sin embargo, había una fiebre que me abandonaba con ellas. El viejo se acercó, puso su boca en mi oído y me reveló en murmullos el secreto, la oscura luz de los días venideros. Su voz era cálida como la cama de la que una mujer se levanta en la mañana.
No sé cuánto tiempo pasó, pero con cada palabra que pronunciaba parecía robarme las pocas certezas que me quedaban. Si hubiese reunido la fuerza para correr, lo hubiera hecho, pero cada palabra llevaba a la otra. Supe que era mágico ese conocimiento que habitaba en el espíritu de las palabras, supe que el orden se había roto, que sabía lo que a todo hombre le estaba vedado: la fecha del fin de sus días.
—Es imposible que usted pueda saber eso —dije, apelando a la mentira, esa vieja arma de los hombres. Era inútil. Mis palabras se enfriaban y él tenía más fuegos que mil mediodías.
Yo, que pude tener una oportunidad en el mundo, ahora sabía el secreto que abría las piedras de mi tumba, la fecha de mi muerte, pero no sus circunstancias. Mi absoluta certidumbre en lo revelado por el viejo Randall, el misterio de mis días contados resuelto en una fecha desvelada, me negaba la paz de un destino ignorado y oscuro. Me condenaba a vivir bajo el peso de una maldición serena, la enfermedad de saber lo que no se debe.
—No sé por qué te lo he dicho. Cómo voy a comprenderlo, si tú mismo no sabes qué te llevó a preguntarlo. Hay algo más grande que nos ha empujado a estar aquí, ahora, cometiendo este pecado. Desde ahora, la palabra mañana no saldrá tan fácil de tu boca.
Tenía razón, yo no lo comprendía, pero poco tiempo faltaba para que mi mente descubriera la dimensión de esa verdad. Un secreto que jamás debí desentrañar, un dolor anticipado y que no podría apaciguar jamás con frases sentidas.
Me guio hasta la salida. Yo era solo un muchacho, y a él no le importaba enviarme de regreso por las calles anochecidas. Entonces comprendí: ambos estábamos seguros de que nada nos pasaría esa noche.
Muchos años después cabeceo el sueño frente al murmullo del televisor. Estoy solo, acostumbrado a la ausencia de espacios acogedores: vivo en un edificio de «ambiente familiar» con cuatro cerraduras en la puerta del apartamento. Salgo poco, salvo a una oficina de redacción, donde el teatro es más difícil.
Mi única riqueza es una limitada colección de música: boleros, jazz, las gimnopedias de Satie. Gustos anacrónicos, voces capaces de sustraerme un poco del vacío que da levantarse cada día más cerca del fin. Era la oveja que había escapado del redil. Colgado en la pared, un almanaque con fechas desesperanzadas.
Ayer me tocó, en una extensión ocasional del trabajo diario de página, hacer un informe sobre el estado del viejo camposanto de la ciudad. Al estar ahí, el recuerdo se acercó. Me aproximé a un grupo familiar, gente al parecer adinerada, congregada frente a un mausoleo de mármol, ideal para distinguir los muertos de las estirpes ávidas de poder, aún después de podridos. Los deudos estaban allí, juntos y fríos, apretando en sus bocas la vieja pastilla de los viejos resentimientos. También yo, escribiendo impresiones y detalles para la crónica, presintiendo el futuro como un traje incómodo.
Me alejé unos pasos del cortejo y encendí un cigarro. Había cerca otros nichos y tumbas, también una lápida abandonada a la voracidad de las yerbas. Sobre la losa, un ramillete azul de lirios de pantano. En ella, una inscripción grabada, oscurecida por un musgo que raspé sin esfuerzo con mi zapato: P. R. Al leerla no pude dejar de sentir miedo.
© John J. Junieles | De la antología Textos escogidos (Banco de la República, 2019)
John J. Junieles | Colombia, 1970
Estudió Derecho y también Periodismo en la Fundación Gabriel García Márquez para el Nuevo Periodismo Iberoamericano. Ha sido profesor en la Maestría en Escritura Creativa de la Universidad Nacional y de Guion en la Universidad Javeriana. Ganador del Premio Nacional de Literatura Ciudad de Bogotá; entre otros reconocimientos. En 2007, fue escogido para el proyecto Bogotá 39. Es autor de los libros de cuentos Con la luz que me queda basta (2007), El amor también es una ciencia (2009) y de las novelas Hombres solos en la fila del cine (2004) y El hombre que hablaba de Marlon Brando (2020).
Foto de autor: Milagro Espinosa
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