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Cuento

«Hábitat», por Vicente Luis Mora

Pero ahí no acaban las suposiciones. Hay algo más, según me cuentan. La disposición de los contenedores no se debe, en contra de lo que suele creerse, a ningún plan establecido; fue el azar y no un designio quien comenzó a mover las piezas. Tampoco había una mente perversa o genial en el principio de todo: simplemente, una empresa en quiebra. Sí, como lo oye. Una empresa naviera, que se encontró en suspensión de pagos y con cinco mil contenedores diseminados en barcos, por todos los puertos y mares del mundo. Pensaron que vendiendo las mercancías que incluían los cubículos de acero era factible salvar la firma, pero los costes de traer todos los buques a Misrat disparataron las deudas, y cuando los capitanes atracaron sólo inflaron las deudas con sus reclamaciones de honorarios. La suspensión devino quiebra y la solución —los contenedores—, problema. Éstos fueron vaciados para hacer frente a los acreedores y, al haberse desembarazado también de las naves y solares de almacenamiento, alguien tomó la decisión de enviar los contenedores vacíos al desierto, justo donde ha comenzado el Hábitat. No me mire así, lamento que la explicación no sea romántica, usted me dijo que investigara y he investigado. Lo repetiré de nuevo. No hay nada irracional en el principio. Subrayo esta palabra porque las cosas cambian a partir del origen, bastante pragmático, como puede ver, del asunto. Los cinco mil contenedores fueron abandonados en el desierto al azar, a veces unos a continuación de otros, a veces encima de los ya existentes. El único plan rector era quitarlos de en medio, eso era todo, como si fueran cajas de cerillas mojadas. Sus toneladas de acero y su puzzle multicolor taparon arena hasta ser visibles desde el cielo. Se hicieron fotos casuales, turísticas, desde un avión. Se publicaron. Y ahí comienza lo irracional, supongo. Debo fabular porque hay una parte de la historia que falta: procesos ausentes, que jamás sabremos. Los datos, lo irrefutable, es que poco a poco siguieron llegando contenedores a la extensión desértica, y ya no podemos decir que el hecho fuese casual: ni lo era el modo en que llegaron, ni tampoco la manera, en absoluto azarosa, en que se iban colocando junto a los demás. Quienquiera que los trajese, o quienes fueran los que los incorporasen, ya lo hacían con un método. Elijo el plural porque una sola y obcecada mente tras la formación de Hábitat es impensable, a menos que sea un sistema con vida propia. Soy investigador: un metódico, un lógico deductivo, y aparto de mi cabeza posibilidades como ésa, por estructura mental y por la necesidad de dormir bien por las noches. Creo en varias mentes vertiendo ideas sobre un imposible, en el cruce tridimensional de varias imaginaciones aberrantes, tejiendo sobre un mismo punto geográfico. Sin más. Varios locos añadiendo caos a un fenómeno casual y azaroso. Pero, usted lo sabe, la cuestión es que el caos tiene unas leyes, y Hábitat, otras. Los contenedores nuevos, y vuelvo al relato, disculpe mis digresiones, unían los antiguos. Los dotaban de una categoría de malla. Cada agregación convertía a los contenedores de alrededor en teselas de un mosaico, en nudos de un tejido, en ladrillos de una construcción, en vértebras de un animal, en órganos de un sistema. Miembros mutilados volvían a cobrar vida. Disposiciones caedizas o irregulares ganaban articulación lógica. Eso no puede ser un caos; supone una, o varias, o muchas, voluntades encontradas, cohonestadas o no, dirigidas por una sola mente (me niego a suponerlo, insisto), o no. A partir de ahí, nace Hábitat, más pequeño —pero tal y como hoy lo conocemos—, con la llegada de los primeros pobladores. El desarrollo tumoral de Hábitat, y la fluencia desmedida de inmigración, atraen con el tiempo la preocupación de usted. Su interés me atrae a mí a la historia, cuando me contrata para investigar. Y la investigación me lleva a convertirme en uno de esos pobladores, uno más en una marea de miles. Mis conclusiones son éstas, sé que su tiempo es escaso y caro. Ignoro de qué manera ha podido hallarse un modo de producción alimenticia en un desierto cubierto por acero, pero en Hábitat no escasean los vegetales, ni la comida animal. Desde hace unos meses, sin que nadie sepa cómo, en los contenedores-mercado de la zona oeste puede comprarse pescado fresco. Como bien sabe, a Hábitat sólo llegan diariamente pobladores a pie y camiones con contenedores, pero vacíos; lo he comprobado, personalmente. Más cosas. Ha comenzado la construcción vertical; a cinco kilómetros de Klapuyan (frontera sur de Hábitat desde hace seis años, como sabe), puede verse una torre de contenedores puestos en pie de no menos de 200 metros de altitud. No he podido esclarecer la ingeniería utilizada para semejante envite constructivo, créame que es una de las razones por las que decidí volver: no sé si podría habitar confiado un lugar cuyas leyes no comprendo. Por lo demás, el cuidado arquitectónico roza el virtuosismo: los contenedores han logrado crear microclimas de sombra y zonas umbrías. El otro día descubrí un pasillo de kilómetro y medio a través de varias decenas de ellos, cuyas paredes frontales habían sido separadas con sierras. Es el lugar habitual de paseo de los moradores. También ha comenzado la excavación, y hay túneles en espiral de contenedores enterrados, donde se hace la vida social en grandes grupos. En algunas zonas se ha profundizado tanto que corren veneros desalados y la temperatura es fresca. La distribución poblacional media, hasta donde he podido comprobar, incluye a dos hombres y tres mujeres por contenedor, en régimen de familia abierta. Hay zonas enteras, sobre todo al norte, por donde más contenedores entran, de cubículos vacíos; y otras, más bien al sudeste, dedicadas al almacenamiento residual: de basuras, de trastos inservibles, de restos de las antiguas costumbres fuera de Hábitat, de cadáveres de moradores. En todas las saturaciones de contenedores hay uno, estratégicamente dispuesto, que contiene agua hasta el borde, con el techo abierto. No son infrecuentes, también, los que están llenos de arena: he deducido que es el tributo al desierto, la manifestación primigenia de lo que habrá de ser, un día, el credo al dios de las dunas. Proteo, ya me entiende. Lo imagino por el temor reverencial de los pobladores al simún. Hay cosas en Hábitat que tienen sentido, pese a todo: los cinco mil primeros contenedores están marcados con un aspa. Cualquier persona de aquí puede pensar que alguien los destacó al azar, pero cuando llevas allí un tiempo, entiendes de manera natural que son ésos y no otros los marcados; que, en realidad, no hubiera sido necesario remarcarlos, porque generan una especial energía. De hecho, aunque estén al sol, su tacto es frío. Desde hace tres años, la gente dejó de habitarlos, por respeto. Ahora son iglesias. Y, por último, y satisfaciendo una de las curiosidades originales que tenía usted al contratarme: lo de los animales metálicos es cierto. Se los oye rodar de noche, por las cubiertas superiores. Un amanecer confundí los ojos luminosos y azules de uno con las primeras estrellas. Hasta aquí puedo contarle. Hay más cosas, pero no se entienden fuera de Hábitat. Sé, creo saber, cuál es, en el fondo, el objeto de su encargo. Ahora lo tengo aún más claro, viendo la expresión de su rostro. Le recomiendo la zona sur. Hay millares de contenedores horadados, que generan una brisa suave, hospitalaria. Desde los colocados en altura, el perfil dentado e interminable de Hábitat se recorta en los atardeceres contra el rojo del desierto. Quédese allí. Yo quizá vuelva.


© Vicente Luis Mora | Del libro de relatos Subterráneos (DVD Ediciones, 2006)

Vicente Luis Mora | España, 1970

Es Doctor en Literatura Española Contemporánea, poeta y narrador. Autor, entre otros libros, de los poemarios Mester de Cibervía (2000) y Tiempo (2009), del ensayo La luz nueva. Singularidades en la narrativa española actual (2007) y de las novelas Alba Cromm (2010), Fred Cabeza de Vaca (2018) y Centroeuropa (2020). Ha sido galardonado con el Premio Málaga de Ensayo, el Premio Andalucía Joven de Narrativa y el Premio Málaga de Novela. Mantiene el blog de crítica cultural Diario de lecturas.

Foto de autor: Virginia Aguilar

Imagen de encabezado: Ernest Ojeh

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