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«Agujeros negros», por Samanta Schweblin

El doctor Ottone se detiene en el pasillo y, muy despacio al principio, con la mirada fija en alguno de los azulejos blancos y negros que cubren los pasillos del hospital, comienza a balancearse sobre las plantas de sus pies, así que el doctor Ottone está pensando. Después toma una decisión, vuelve a entrar al consultorio, prende las luces, deja sobre el sillón sus cosas y busca, entre todo lo que hay en su escritorio, la carpeta de la señora Fritchs, así que Ottone está ocupado con algún tema y se propone encontrar una solución, una respuesta al menos, o derivar ese tema a otro doctor, por ejemplo al doctor Messina. Abre la carpeta, busca una página determinada que encuentra y lee: «…Agujeros negros ¿Me entiende? Usted está acá, por ejemplo, y de pronto está en su casa, en su cama, con el pijama ya puesto, y sabe perfectamente que no ha cerrado el consultorio, ni apagado las luces, ni recorrido lo que tenga que recorrer para llegar a su casa, es más, ni siquiera se ha despedido de mí. ¿Entonces? ¿Cómo puede ser que usted esté en su cama con el pijama puesto? Bueno, eso es un espacio vacío, un agujero negro como le digo, un tiempo cero, como lo quiera llamar, ¿qué más si no?…»

El doctor Ottone guarda la carpeta, recoge sus cosas, apaga las luces, cierra con llave y se dirige hacia el consultorio del doctor Messina, a quien está seguro de encontrar a esa hora. Ottone efectivamente encuentra a Messina pero dormido sobre el escritorio y con una estatuilla en la mano. Lo despierta y le entrega la carpeta de la señora Fritchs. Messina, un poco dormido aún, se pregunta, o le pregunta a Ottone, por qué se ha despertado con una estatuilla en la mano. Con un gesto, Ottone responde que no sabe. Messina abre el cajón de su escritorio y le ofrece una galleta a Ottone, galleta que Ottone acepta. Messina abre la carpeta.

—Lea la página quince —dice Ottone.

Messina busca, encuentra y lee, todo cuidadosamente, la página quince. Ottone espera atento. Cuando termina su lectura, Ottone le pide una opinión.

—¿Y usted cree en esto, Ottone?

—¿En agujeros negros?

—¿De qué estamos hablando?

Así que Ottone recuerda el vicio de Messina de responder solo con preguntas y eso lo pone nervioso.

—Hablamos de agujeros negros, Messina…

—¿Y usted cree en eso, Ottone?

—No. ¿Y usted?

Messina abre otra vez su cajón.

—¿Quiere otra galleta, Ottone?

Ottone agarra la galleta que Messina le ofrece.

—¿Cree o no cree? —insiste Ottone.

—¿Yo conozco a esta señora…?

—…Fritchs, la señora Fritchs. No, no creo que la conozca, solo vino a verme dos veces y es su primer tratamiento.

Alguien toca la puerta del consultorio y se asoma. Ottone reconoce al portero y pregunta:

—¿Qué necesita, Sánchez?

El portero dice que la señora Fritchs espera al doctor Ottone en la sala de ese piso. Messina recuerda al portero que son las diez de la noche y el portero explica que la señora Fritchs se niega a irse.

—Está en pijama, sentada en la sala, y dice que no se va si no habla con el doctor Ottone. Qué quiere que le haga yo…

—¿Por qué no la trajo, entonces? —pregunta Messina mientras mira la estatuilla.

—¿La traigo acá? ¿O al consultorio del doctor Ottone?

—¿Qué le pregunté yo a usted?

—Que por qué no la traje.

—¿No la trajo adónde, Sánchez?

—Acá.

—¿Dónde es acá?

—A su consultorio, doctor.

—¿Adónde tiene que traerla entonces, Sánchez?

—A su consultorio, doctor.

Sánchez saluda y se retira. Ottone mira a Messina, la mandíbula de Messina, así que Ottone está nervioso y aún espera una respuesta de Messina, doctor que comienza a guardar sus cosas y a acomodar papeles del escritorio. Ottone pregunta:

—¿Se va?

—¿Me necesita para algo?

—Dígame al menos qué opina, qué cree que conviene hacer. ¿Por qué no la ve usted?

Messina, ya desde la puerta del consultorio, se detiene y mira a Ottone con una leve, apenas marcada, sonrisa.

—¿Qué diferencia hay entre la señora Fritchs y el resto de sus pacientes?

Ottone piensa en contestar, así que su dedo índice atina a subir desde donde reposa hacia la altura de su cabeza, pero se arrepiente y no lo hace. Queda entonces el dedo índice de Ottone suspendido a la altura de su cintura, sin señalar ni indicar nada preciso.

—¿A qué le tiene miedo, Ottone? —pregunta Messina, y se retira cerrando la puerta, dejando a Ottone solo y con su dedo índice que baja lentamente hasta quedar colgado del brazo. En ese momento entra la señora Fritchs. La señora Fritchs lleva un pijama celeste, con detalles y puntillas blancas en cuello, mangas, cinto y otros extremos. Ottone deduce que esta señora está en un estado nervioso considerable, y deduce esto por sus manos, que ella no deja de mover, por su mirada y por otras cosas que, aunque comprueban esos estados, Ottone considera que no necesitan ser enumeradas.

—Señora Fritchs, usted está muy nerviosa, va a ser mejor si se calma.

—Si usted no me soluciona este problema, yo lo denuncio, doctor, esto ya es un abuso.

—Señora Fritchs, tiene que entender que usted está haciendo un tratamiento, los problemas que tenga no se van a solucionar de un día para el otro.

La señora Fritchs mira indignada a Ottone, rasca el brazo derecho con la mano izquierda y habla:

—¿Me toma por estúpida? Me está diciendo que tengo que seguir dando vueltas por la ciudad en pijama, pijama en el mejor de los casos, hasta que usted decida que el tratamiento está terminado. ¿Para qué pago yo ese seguro médico, a ver?

Ottone piensa en el doctor Messina bajando las escaleras principales del hospital y esto le provoca diversas sensaciones, sensaciones en las que no va a profundizar ahora.

—Mire —dice Ottone con paciencia, empezando a balancearse, lentamente al principio, sobre las plantas de sus pies—, cálmese, entienda que usted está con problemas psicológicos, usted inventa cosas para ocultar otras cosas más importantes. Todos sabemos que usted no pasea en pijama por el hospital.

La señora Fritchs desenrosca pliegues de las puntillas de su camisón, así que Ottone entiende que la charla será larga.

—Siéntese, por favor, relájese, vamos a hablar un rato —dice Ottone.

—No, no puedo. Va a llegar mi marido a casa y yo no voy a estar, tengo que volver, doctor, ayúdeme.

Ottone desarrolla rápidamente la primera de las sensaciones postergadas de Messina bajando las escaleras. Aire entrando por las costuras del abrigo, entonces frío, un poco de frío.

—¿Tiene dinero para regresar?

—No, no llevo plata cuando ando en camisón por casa…

—Bueno, yo le presto para que vuelva a su casa y pasado mañana, en el horario que a usted le corresponde, hablamos de estos problemas que tanto le preocupan…

—Doctor, yo le acepto el dinero si quiere, y vuelvo a casa, perfecto. Pero ya le expliqué, sabe, dentro de un rato estoy acá de nuevo, y cada vez es peor. Antes pasaba cada tanto, pero ahora, cada dos o tres horas, zas, agujero negro.

—Señora…

—No, escuche, escúcheme. Me recupero, o sea, vuelvo a donde estaba. ¿Cómo le explico? A ver, desaparezco de casa y aparezco en casa de mi hermano, entonces me desespero, imagínese, tres de la mañana y aparezco en pijama, pijama en el mejor de los casos, en el cuarto matrimonial de mi hermano. Entonces trato de volver. ¿Sabe, doctor, qué sufrimiento? Hay que salir del cuarto, de la casa, todo sin que nadie se dé cuenta, tomar un taxi, todo en pijama, doctor, y sin plata, imagínese, convencer al taxista de que le pago al llegar. Y cuando estoy por llegar, zas, fin del agujero y aparezco en casa otra vez.

Ottone aprovecha este tiempo para analizar la segunda sensación de Messina escaleras abajo. Entrada a un auto, ambiente más agradable, alivio al dejar el peso del portafolio en el asiento del acompañante.

—Aparte imagínese, andaba por casa siempre con dinero y un abrigo atado a la cintura del camisón, no sea cosa. Pero ahora no, basta, cuando caigo en agujeros ya no vuelvo. Si igual nunca llego, tomo taxis que casi nunca alcanzan a dejarme donde les pido. No, basta, ahora me quedo donde esté hasta que pase el agujero y listo.

—¿Y cuánto tiempo tardan en pasar estos agujeros negros?

—Y, vea, yo no puedo decirle con exactitud, una vez fui y volví en el momento, sin problema. Y otra estuve en casa de mi madre unas cuantas horas, diga que ahí sé dónde están las cosas, preparé unos mates y paciencia, tardó tres horas, doctor, una vergüenza.

Ottone piensa en cuántos minutos ya ha estado la señora Fritchs en el hospital y no obtiene un número definido, quizá cinco, quizá diez, no sabe.

Sánchez toca la puerta del consultorio y se asoma. Ottone pregunta:

—¿Qué pasa, Sánchez?

—Lo busca el doctor Messina.

—¿Cómo? ¿No se fue?

—Sí, se fue, pero al rato estaba acá de vuelta, me parece que el doctor está un poco angustiado, anda a medio desvestir, o vestir, no sé decirle, doctor, y pregunta por usted.

—¿Qué pregunta, Sánchez?

—Si usted está, si puede usted hacerle el favor de ir a verlo. Parece enojado…

El doctor Ottone mira a la señora Fritchs, señora que rasca con la mano derecha su brazo izquierdo y contesta la mirada de Ottone con un gesto recriminatorio.

—Va a tener que disculparme.

—No, lo acompaño.

—No, hágame el favor, señora, quédese acá. El doctor Messina enojado es ya de por sí todo un problema.

Sánchez acompaña la opinión de Ottone con un movimiento de cabeza y se retira caminando por el pasillo, pasillo que Ottone recorre ahora unos metros detrás.

Se asoma Messina, minutos después, no sabe bien Messina después de qué, tras el biombo de su consultorio, para descubrir a la señora Fritchs sentada en un sillón. Messina mira su propia mano y se pregunta por qué tiene, otra vez, esa estatuilla. Mira desconcertado el escritorio, el lugar vacío donde la había dejado un rato atrás. Luego mira a la señora Fritchs y la señora Fritchs, con las manos aferradas a los brazos del sillón, como si fuese a caer hacia o desde algún lado, mira al doctor Messina.

—¿Y usted quién es? ¿Qué hace en mi consultorio?

—El doctor Ottone dijo…

—¿Por qué está en pijama?

—El portero y el doctor Ottone fueron a buscarlo al…

—¿Usted es la señora Fritchs?

—Usted también está en pijama —dice la señora Fritchs mientras observa asustada la estatuilla en la mano del doctor.

Messina verifica su apariencia, plantea mentalmente distintas hipótesis sobre las razones de su propio paradero actual, deja la estatuilla en su lugar y acomoda el cuello de su camiseta hasta que este queda centrado con respecto al eje del cuello, posición de camiseta que hace de Messina un hombre más seguro.

—¿Usted es la señora Fritchs?

—El doctor Ottone dijo que lo esperara acá.

—¿Yo le pregunté algo sobre Ottone, señora?

—Sí, soy la señora Fritchs, espero al doctor Ottone.

—¿Le parece que este puede ser el consultorio de un doctor como el doctor Ottone?

—No sé, puede que no, yo solamente lo espero.

Compara Messina mentalmente la figura de esa señora con la de su mujer y no obtiene ningún beneficio.

—¿Usted es la señora que tiene problemas con los agujeros negros?

—¿Usted no los tiene?

En ese momento Messina comprende algunas cosas, cosas de las que solo rescata dos como planteos pertinentes. Primero, lo que puede estar pasándole; segundo, que tras la señora Fritchs se esconde una persona de suma inteligencia. Piensa una pregunta para comprobar el segundo planteo:

—¿Por qué espera al doctor Ottone?

—Ottone y el portero fueron a buscarlo a usted al hall. ¿Usted es el doctor…?

—¿Messina?

—Eso, Messina, necesito que alguien me ayude.

Messina busca y encuentra sobre su escritorio la carpeta de la señora Fritchs y, de espaldas a esta señora, revisa el contenido, a la vez que relaciona ideas de agujeros negros, gente en pijama y estatuillas. Pregunta:

—¿Qué cree usted que nos está pasando?

—A usted no sé, doctor, pero a mí nada —responde Sánchez, que entra por la puerta y le alcanza un juego de llaves. Messina mira rápidamente el sillón vacío donde un segundo antes estaba la señora Fritchs.

—¿Qué hace acá, Sánchez? ¿No tiene nada mejor que hacer? Sánchez, brazo extendido hacia Messina con llaves enganchadas al extremo del dedo índice, habla:

—Acá tiene las llaves, doctor. Yo me voy.

—¿Adónde se va usted? ¿Dónde está la señora Fritchs?

—Mi horario termina a las diez, ya son diez y media, yo me voy.

—¿Dónde está la señora Fritchs?

—No sé, doctor, por favor tome las llaves.

—¿Y Ottone? ¿Dónde está Ottone?

—Lo está buscando a usted, doctor, yo me voy.

Messina sale de su consultorio sin tomar las llaves y recorre el pasillo de azulejos blancos y negros hasta el hall, donde encuentra a Ottone.

Pliega Ottone los dedos de su mano derecha hasta obtener un puño cerrado, sin aire en el interior, para luego forzar estos dedos con la mano izquierda, lo que produce una serie de crujidos en los nudillos, así que Ottone ha visto a Messina, está sumamente angustiado, y le desagrada ver a este doctor, el doctor Messina, a medio vestir, o desvestir, Sánchez no ha sabido decirle y él no alcanza ahora a elaborar una definición correcta.

Messina va a preguntarle algo pero descubre en su propia mano la estatuilla, así que se pregunta, o le pregunta a Ottone, por qué tiene esa estatuilla en la mano. Ottone, con un gesto, responde que no sabe. Messina abre el cajón de su escritorio y le ofrece una galleta a Ottone. Galleta que Ottone acepta sin preguntarse por qué ambos, Ottone y Messina, ya no se encuentran en el hall, sino en el consultorio del segundo de los doctores mencionados.

Y aunque Messina piensa en decirle algo a Ottone, decide que será mejor no hacerlo y simplemente deja la estatuilla sobre una mesada del hall, porque, en efecto, ya están otra vez en el hall y no en el consultorio del doctor Messina.

—¿Está usted bien? —pregunta Ottone.

—¿Usted cree que yo puedo estar bien en el estado en que me encuentro?

Observa Ottone la camiseta desarreglada de Messina.

—¿Qué opina ahora de esto, Messina?

—¿De qué?

—De los agujeros negros.

—¿Dónde está la señora Fritchs?

—Está en su consultorio.

—¿Me está cargando, Ottone? ¿No se da cuenta de que yo vengo de ahí?

Piensa Ottone en algo que no explica, y cuando ve a la señora Fritchs, corriendo, lejos, de un pasillo a otro, propone a Messina ir a buscar a esta señora. Abre grandes los ojos Messina y se acerca a Ottone como quien va a contar un secreto. Ottone escucha:

—¿No se da cuenta de que ella sabe?

—¿Que sabe qué cosa?

—¿Por qué cree usted que corre así la señora?

Amaga Ottone un nuevo crujimiento de sus dedos, pero Messina reacciona rápido, toma fuerte su muñeca, y dice:

—¿No se dio cuenta?

—¿De qué?

—¿No se dio cuenta de lo que pasó la última vez que usted crujió sus dedos?

—¿Estuvimos ahí?

—¿En un agujero negro?

—¿Sí?

—¿Hace falta que le responda?

Interrumpe la conversación el sonido de las llaves de la puerta, colgadas del dedo de Sánchez a la altura de la frente de ambos médicos. Sánchez:

—Las llaves, yo me voy. Propone Messina a Sánchez:

—¿Por qué antes de irse no nos va a buscar a la señora? A lo que asiente Ottone, contento, y agrega:

—Sí, traiga a la señora y le aceptamos las llaves.

Messina le señala a Sánchez los pasillos por donde, salteadamente, cruza la señora Fritchs, a veces caminando preocupada, a veces con paso presuroso. Da Messina unas palmaditas en la espalda de este Sánchez a quien Ottone sonríe y dice alegre:

—Vaya, Sánchez, vaya y traiga a la señora.

Mira Sánchez hacia los pasillos y luego a los doctores. Deja las llaves sobre la mesada del hall y dice:

—Veo que tienen algunos problemas. Pero yo soy el portero, y mi turno terminó a las diez. —Y se retira.

Messina mira las llaves que han quedado al lado de la estatuilla y luego, desesperanzado, mira a Ottone, doctor que a la vez mira a Messina, aunque sus percepciones tienen que ver ahora con otras cosas, cosas como Sánchez bajando las escaleras, Sánchez sintiendo el aire frío de la calle en la cara, Sánchez pensando en que siempre está más desabrigado de lo que debería, y que todo es culpa de su madre que, a diferencia de otras madres, nunca le recuerda las cosas. Piensa entonces Messina en Sánchez subiendo al colectivo ciento treinta y cuatro, ramal dos, o tres, los dos van, y cuando está a punto de pensar en Sánchez abriendo la puerta de su casa, casa lógicamente de este mismo Sánchez, lo que ve es a la señora Fritchs, o mejor dicho, no la ve, o más bien la ve desaparecer ante sus ojos. Entonces dice Messina al doctor Ottone:

—¿Vio eso, Ottone?

—¿Ver qué?

—¿No vio eso?

Ottone está a punto de responder, y este inminente momento se deduce por su dedo índice que, lentamente, comienza a ascender hacia la altura de su cabeza, pero cuando lo hace, cuando este dedo llega a la altura citada y Ottone enuncia sus primeras palabras, entonces este doctor, el doctor Ottone, se encuentra no con el doctor Messina, sino con Clara, es decir su esposa, en su casa, los dos en pijama.

En un pasillo del hospital, ahora aún más lejos de su consultorio, Messina se pregunta, una vez más, qué hace ahí a esas horas de la noche, a medio vestir, o desvestir, con una estatuilla en la mano y, cuando va a preguntarse eso pero en voz alta, lo que queda ahora es, simplemente, el pasillo del hospital, vacío.


© Samanta Schweblin | Del libro de relatos El núcleo del disturbio (Destino, 2002)

Samanta Schweblin | Argentina, 1978

Es autora de las colecciones de cuentos El núcleo del disturbio (2002), Pájaros en la boca (2009) y Siete casas vacías (2013), y también de las novelas Distancia de rescate (2014) y Kentukis (2018). Su obra forma parte de diversas antologías de narrativa contemporánea, y ha recibido, entre otros galardones, el premio Casa de las Américas y el premio Juan Rulfo de cuento. Sitio web: www.samantaschweblin.com.ar

Foto de autora: Archivo

Imagen de encabezado: Paweł Czerwiński

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