A los Hermanos Quay
Tus brazos se mueven traviesos, tras el llamado de mi voz, como si fuesen pequeñas criaturas. Sabes que es la hora del desayuno, y que es un día domingo, un día templado y radiante. En la sala, junto a la luminiscencia de «El Metrónomo», el aparato de televisión congelado en una vieja película de Cassavetes: Gena Rowlands fuera de sí, su mano ensangrentada, con esa sangre tan rojiza de los efectos prácticos de antaño. Había visto la misma mano trémula en la escuela de cine, cuando era otra persona y seguía automáticamente a los demás. Por alguna razón mis amigos podían encontrar maravillas en un director como Cassavetes, pero a mí me causaba emociones mucho menos vistosas y me quedaba callada. Nunca había encontrado a Gena Rowlands particularmente seductora como actriz, y había además algo tosco en los encuadres de esa película, apresuramientos y estremecimientos que para mí arruinaban el visionado, como si el director de fotografía estuviese de licencia por enfermedad en una región muy distante y hubiese olvidado su compromiso con la cámara. Y no hablo de la extrañeza de una Varda o de un Truffaut, que en el fondo tiene poesía. Hablo de lo contrario, de una «poesía» en la que otros reparaban y yo no. Por más que Cassavetes recitara historias sobre la ansiedad y que esos temblores simbolizaran la confusión de personajes que se sabían simples californianos sin rumbo. Yo no la veía… Y entonces se asoma aquel vecino nuestro que nunca ha sido vecino nuestro y arruina lo que había empezado a contarte… Aaron Lynskey cierra la puerta de su apartamento y Rocket espera la orden de su amo para avanzar. Es un jack russell obediente y no muy impetuoso, características poco comunes en un jack russell, de su cuello cuelga un collar granate con una placa circular que consigna su nombre y dirección. No alcanzo a ver las letras ni los números. Pero sé que él y Aaron viven en el cuarto piso de un edificio construido en la década de los sesenta, en la ciudad de Boston. Y esta, en realidad, es su hora de paseo. Exactamente las siete y media de la noche. Aunque para nosotros, para ti y para mí, es la hora del desayuno, y es un día domingo, y el aparato de televisión se ha congelado en una vieja película de Cassavetes… Las tuberías que se extienden en los interiores del edificio donde viven Aaron y su perro son cañerías de plomo. Los artefactos, salvo la nevera y la estufa, los mismos de hace veinte años, cuando inauguraron el edificio sin medir las consecuencias de haber fabricado sus interiores con un metal nocivo para la salud de sus ocupantes. El alquiler no es muy elevado en esa zona de la ciudad de Boston. Todas las noches Aaron Lynskey saca a pasear a Rocket, exactamente cuando el reloj marca las siete y media. Suelen jugar con una pelota anaranjada en un parque contiguo mientras caminan hacia la casa de Becky O’Leary. Becky es dependienta en una tienda Jordan Marsh ubicada en Downtown Crossing. Es también la novia de Aaron Lynskey y la madre simbólica de su mascota. Aaron y Becky O’Leary y el jack russell llamado Rocket viven en la ciudad de Boston y se relacionan de distintas maneras. Son novios desde hace nueve meses y diez días, Aaron y Becky. Son amos de un animal domesticado. Y Rocket es un perro obediente. De acuerdo con su sentido del olfato, Becky O’Leary y Aaron Lynskey emanan un olor muy distintivo cuando están juntos. Ambos tienen apellidos irlandeses y sus bisabuelos fueron emigrantes de familias golpeadas por la hambruna y la falta de trabajo. Es 1983. Es el siglo veinte de la era común. Y han pasado muchos años desde que sus antepasados llegaron a Massachusetts. Aaron Lynskey tiene las mismas facciones de su bisabuelo Hugh y trabaja como clasificador de cartas en el Servicio Postal de los Estados Unidos. A esta hora, justamente a las siete y media de la noche, ha cerrado la puerta de su apartamento y su perro espera la orden para avanzar. Es un jack russell obediente y poco impulsivo… Y quiero que lo observes bien. Que te detengas en su hocico barbudo y su pelo blanco. Porque cuando haya desaparecido te quedará el deseo de besar ese hocico y acariciar ese pelaje hasta que se presente de nuevo… El hoyo en tu abdomen… Es un hoyo profundo y no tiene fin… Y ahora siento que tú y yo vivimos en ese hoyo, que me absorbes y te absorbes, y caemos en la nada y en la necesidad de ser nada más que un hombre y una mujer que simbolizan la confusión de personajes que se saben simples californianos sin rumbo. Aunque ni tú ni yo seamos californianos. Aunque no tengas un hoyo en el abdomen. Aunque caigamos en el infinito oscuro… Tú y yo en el hoyo, Dev. Y leemos a una mujer que dice que «la vida es esencialmente peligrosa para los que se aman». Y no le prestamos atención porque estamos a salvo, a pesar de que caemos y somos asimilados por ese hoyo que vive y no vive en ti, tomados de la mano como si fuese una simple caminata. Caemos y no prestamos atención a su augurio porque nuestras manos permanecen juntas durante el descenso. Pero yo me pregunto, en medio de la caída, si el este es en verdad el oeste, y si esa naturaleza racionalista tiene algún sentido más allá de las definiciones que estudié cuando era mucho más joven que hoy: El este. El oeste. Lo que quiero decir es que las cosas que entendemos bajo la luz de aquello que hemos aprendido solo permanecen vivas mientras no se ven afectadas por algún tipo de exterioridad. Y creo que hay muchas exterioridades allá fuera. Hay muchas exterioridades aquí dentro. Y me parece, también, que estamos enceguecidos por nuestros propios códigos y que el este es en verdad el oeste. El caso del mecanismo, o aquello que por conveniencia llamaste «El Metrónomo», me exige que piense así. Sé que es la hora del desayuno, que vivimos incesantemente un día domingo, y que el aparato de televisión se ha congelado en una vieja película de Cassavetes… Pero la mano ensangrentada de Gena Rowlands ahora me susurra algo que antes no llegué a distinguir. Y el hoyo en tu abdomen… Es tan profundo… Y el eco de mi voz se difumina cuando intento medirlo. Y aunque quiero esgrimir una legítima defensa sobre el hecho natural y fundado de que el este no es el oeste, no puedo hacerlo. Me resulta imposible. Porque desde que «El Metrónomo» llegó a nuestra casa {¿quién era esa niña de rostro borroso que lo dejó en el pórtico aquella tarde? ¿por qué hablaba con el orden precavido de una mujer madura y nebulosa?}, desde que engulló todo lo que parecía tener una forma verificable y definida, en casa solo reside una exterioridad que no se ajusta ni a ti ni a mí. Una escalera de Penrose que está más allá de nuestra experiencia y más allá de lo humanamente tolerado. Y sin embargo esa escalera de Penrose se ha convertido en nuestra experiencia vital. Subimos y bajamos todos los días. Subimos y bajamos a cada minuto. Vecinos y mascotas que no conocemos visitan a personas que no conocemos. Y nos veo naufragar en un hoyo profundo. Levantarnos con un desconocido color. Y nuestros movimientos repetitivos me hacen contemplar constantemente la idea de realizar sacrificios humanos. Extirparnos las cabezas brutalmente en la cama al mismo tiempo, el uno al otro, y olvidar que sabemos lo que creemos saber. Eso es lo que «El Metrónomo» me susurra en este momento: deben hacer un sacrificio, deben hacer un sacrificio… Pero caemos nuevamente tomados de la mano y aferrándonos como un par de niños errantes. Y todo a nuestro alrededor vuelve a convertirse en esta paz oscura en el hoyo, descendiendo como un par de locos, como un par de desequilibrados que miran con ojos bien abiertos el ocaso de la humanidad. Como si el delirio fuese nuestra alianza. Como si nuestra alianza fuese el delirio. Y nuestras manos permanecen juntas a pesar de que nos despedazamos en la extrañeza de la sima y la sima vuelve a unir nuestros pedazos. Las cañerías en los interiores del edificio donde vive Aaron Lynskey continúan siendo de plomo. Los artefactos, salvo la nevera y la estufa, los mismos de hace dos décadas. ¿A quién le importa la buena salud de los ocupantes del edificio? ¿Por qué mis amigos ven la «poesía» en Cassavetes y yo no puedo soportar las manos de aquella mujer? Te despiertas. Subimos y bajamos. Como si fueses un pequeño animal. El bisabuelo Hugh arriba al puerto de Boston en un navío británico llamado Evangeline. Es un día soleado, Dev. Un domingo a las nueve y media de la mañana. Me absorbes y te absorbes. Aaron Lynskey clasifica cartas que viajarán a un código postal desconocido. Y nos hundimos en la nada y en la necesidad de ser nada más que un hombre y una mujer que simbolizan la confusión de personajes que se saben sin rumbo, pero que en la necesidad encuentran uno. No somos californianos. No lo somos, Dev. Pero el alquiler no es muy caro en esta zona de la ciudad. Y sin embargo una escalera de Penrose se ha convertido en nuestra experiencia en la sala. De pie junto a «El Metrónomo», subimos y bajamos. Sentados cara a cara como un par de figuras estáticas que no romperán el silencio que las envuelve, iluminados por los rayos fosforescentes de «El Metrónomo». Tú y yo en el hoyo y en las tinieblas, Dev. Leemos fascinados a una mujer que dice que «la vida es esencialmente peligrosa para los que se aman». Una mujer y una pelota. Un jack russell y una pelota anaranjada, Dev. Gena Rowlands fuera de sí. Me absorbes y te absorbes. Y esa sangre tan rojiza de los efectos prácticos de antaño, Dev. ¿Es tu rojo o es mi rojo? Son nuestros brazos despiertos en el aire del vacío, en el descenso, nuestros rumores y nuestras carnes aferrándose incesantemente a un bucle.
© Salvador Luis | Relato inédito
Salvador Luis | Perú, 1978
Se licenció en dirección de cine y literatura; doctor en estudios culturales por la Universidad de Miami. Ha publicado ensayos académicos en distintas revistas, así como las nouvelles Zeppelin (2009) y Prontuario de los pies y de los zapatos (2012), y las colecciones de relatos Shogun inflamable (2015) y Otras cavidades (2017). Como editor ha compilado diversas antologías de cuento iberoamericano, entre ellas La condición pornográfica (2011), Kafkaville (2015) y Lo sintético (2019). Se desempeña actualmente como profesor de cine y literatura en los Estados Unidos. Sitio web: www.salvadorluis.net
Foto de autor: Archivo
Imagen de encabezado: Toa Heftiba